Forja

La Europa de Voltaire  

Una mirada a la figura de Voltaire —París, 21 de noviembre de 1694-30 de mayo 1778— permite descubrir que desde entonces el pensador ya vislumbra la unidad de Europa, unión que todavía se construye, pero que él supo interpretar con su cosmopolitismo cultural. 

En una página de sus memorias, escrita con suntuosa altanería, el duque de Saint-Simon comenta que, hace años, cierto Arouet, hijo de su notario, fue desterrado de París por haber compuesto versos satíricos. Y añade: “No me molestaría en consignar semejante bagatela si ese mismo Arouet, convertido en gran poeta y académico bajo el nombre de Voltaire, no hubiera llegado a ser, a través de muchas aventuras trágicas, una suerte de personaje en la república de las letras e incluso una suerte de figura importante en cierto ambiente”.

El duque deja claro que ese “ambiente” en el que Voltaire había llegado a ser importante no era precisamente el círculo selecto al que él mismo pertenecía: jamás Saint-Simon hubiera concedido importancia motu propio al hijo de su notario, un chico que ya desde joven había tenido fama de libertino y al que, con muy buen acuerdo, desde hacía años no se le permitía pisar París. Pero también resultaba indudable para el duque que el ambiente que prestaba atención a Voltaire no podía ser del todo desdeñado, pues incluía en Francia al duque de Richeliu, a la duquesa de Maine, al marqués de Argenson y a la mismísima madame Pompadour, mientras que fuera de ella abarcaba a lord Chesterfield, a Bolingbroke, a Federico II de Prusia y a la emperatriz de Rusia, Catalina.

Absurdo tanto interés de personas distinguidas por alguien que había adoptado un seudónimo para ocultar su apellido, pensaba Saint-Simon, quien vivía para el suyo.

Si el duque hubiese durado 30 años más, su asombro habría aumentado, porque ese apodo plebeyo terminó por acumular la unánime consideración que perdieron a marchas forzadas los títulos nobiliarios de cuyo lustre perdurable él nunca dudó.

A Voltaire, sin embargo, no le disgustaba moverse en ambientes patricios. Si la corte de Luis XV le hubiese acogido mejor, quizá nunca hubiera pasado de ser un escritor elegante y ácidamente ingenioso, como el propio Saint-Simon. Por fortuna, los hados, al hacer imposible su modesta ambición primaria de codearse con aristócratas, le obligaron a asumir un destino mucho más notable y distinguido: convertirse en monarca sin corona —tocado con un gorro de dormir y en zapatillas— de todo un siglo. Cuando un cortejo grandioso y entusiasta trasladó sus restos al panteón parisiense en 1791, en los albores del movimiento revolucionario y 13 años después de su muerte, iba adornado con la mención de sus méritos: por un lado podía leerse que fue “poeta, historiador, filósofo; amplió el espíritu humano y le enseñó a ser libre”. Del otro lado se afirmaba que “combatió a los ateos y a los fanáticos; inspiró la tolerancia; reclamó los derechos del hombre contra la servidumbre de la feudalidad”.

En la parte de atrás podía leerse lo más claro de su nombradía: “Defendió a Calas, La Barre y Montbailly”. La multitud cantaba unas estancias compuestas por Marie-Joseph Chenier con música de Gossec: “Que nuestros cantos de alegría acompañen a las cenizas del más ilustre de los franceses… ¡Ah! Voltaire es conciudadano de todos los mortales que son son esclavos”.

No está nada mal para el hijo de zascandil y libertino de un simple notario.

La gran exposición organizada en París con motivo del 300 aniversario de su nacimiento lleva un título sugestivo y algo melancólica actualidad: Voltaire y Europa.

En efecto, el escritor fue uno de los primeros europeos con conciencia deliberada de serlo.

Lo fue por sus largas estancias lejos de su tierra natal: los años de formación en los Países Bajos y después en Inglaterra, su permanencia en Prusia jugando junto a Federico II a Platón en la corte del tirano de Siracusa y saliendo tan chasqueado de su empresa como aquel ilustre predecesor, su refugio en Ginebra y después en la frontera con Suiza…

Es curioso, observa René Pomeau, que aquel gran friolero siempre se movió por la Europa nórdica: nunca pudo visitar Roma, como tantas veces imaginó desear, ni España, viaje que hubiera desaconsejado la más elemental prudencia. Pero sobre todo, Voltaire fue pionero del europeísmo porque en su dominio de Ferney instauró una especie de territorio libre en el que se fabricaba cotidianamente la hermandad cultural de todo el continente con el resto del orbe civilizado: él se llamaba a sí mismo “alberguista del mundo entero” y hablaba de “la manufactura de pensamientos”, que tenía montada en su casa.

Allí le llegaron en peregrinación el escocés Boswell y el italiano Casanova, el español Mora y el alemán Grimm, así como el americano Benjamín Franklin y muchísima gente menos ilustre de cualquier rincón del mundo; desde allí mantuvo correspondencia con franceses, alemanes, españoles, italianos, suizos, rusos, americanos, así como con el emperador de China.

También resultó muy europeo Voltaire por las ilusiones que se hace respecto de la fuerza unificadora de Europa. Sobre todo le resulta evidente la comunidad de cultura que tiene “ese país compuesto de muchas naciones”. A su juicio “los europeos son como eran los griegos: se hacen la guerra entre ellos, pero conservan en esas disensiones tantos miramientos y por lo ordinario tanta cortesía, que a menudo un francés, un inglés y un alemán que se reúnen parecen nacidos en la misma ciudad”. ¿Era tan ingenuo Voltaire como podría parecer por tales declaraciones? No lo creo. Debe recordarse que una de sus estrategias fue tratar a las personas, individual o colectivamente, como si ya fueran aquello que él pensaba que debían llegar a ser…, con el fin de incitarlas a que llegasen a serlo cuanto antes. La misma función cumple su recomendación, entre severa y burlona, a los políticos: cuando vayan a cometer un disparate (es decir, cuando se dispongan a tomar una decisión) deben recordar “Europa me mira”. Hoy la recomendación ya no tiene sentido, porque Europa cree haber visto todo lo que había que ver y prefiere cerrar los ojos.

[…] Quizá a fin de cuentas los restos de Voltaire no estén ya en el panteón: una difundida leyenda dice que a mediados del pasado siglo fueron desenterrados junto a los de su adversario Rousseau por legitimistas monárquicos y arrojados unos y otros a cualquier ignoto muladar. En cambio es seguro que su corazón se conserva en la Biblioteca Nacional francesa. Acercaos allí y pegad el oído al mármol. Aún se percibe su último susurro: “Juego con la vida. Es para lo único que sirve”.

Tomado de Babelia, 1994.

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