Forja

La dialéctica hombre-naturaleza

En un artículo anterior comenté el célebre pasaje de Hegel en su Fenomenología del Espíritu sobre la dialéctica del amo y del esclavo para explicar lo que pasa en la conformación de las grandes etapas históricas de la cultura occidental. Pero, si en lugar de hablar de esclavos y amos entre seres humanos y en las relaciones que configuran el tejido social que de las mismas surgen, lo extrapolamos a lo que pasa en la crisis ecológica que actualmente sacude al mundo entero, ese ejercicio nos permitirá comprender mejor esa problemática, que ha puesto en juego la sobrevivencia de la especie sapiens.

En concreto, si en lugar de hablar de “esclavo”, leemos estas páginas inmortales de Hegel sustituyéndolo por la “Naturaleza”, tendremos una adecuada aplicación de lo que estamos haciendo con la Naturaleza que ha provocado la crisis ecológica mundial. Hoy el destino de la humanidad pende y depende de nuestro reconocimiento de la dignidad intrínseca de la madre-naturaleza (“mama pacha” como la califican nuestros pueblos originarios). Con el ingente poder de que no provee la tecnología, no podemos seguir tratándola con el desprecio con el que el cristianismo occidental, inspirado en la filosofía platónica, ha tratado el cuerpo humano y, con ello, a la Naturaleza entera, pues nuestro cuerpo es el que nos hace formar parte indisoluble de la Naturaleza, nuestro cuerpo es el trozo de Naturaleza que nos hace idénticos con ella; nuestro cuerpo nos recuerda permanentemente el origen materno de donde provenimos; la ecología constituye un desafío de vida o muerte para el futuro de la humanidad, en vista de que el ser humano, gracias a la revolución industrial, iniciada en el siglo XIX, ha creído enfatuadamente haber “triunfado” (¿?) sobre ella en su lucha ancestral por sobrevivir. Sin embargo, ahora se percata de que esa actitud triunfalista e irresponsable está a punto destruirla y, con ello, destruirse a sí mismo. Todo parece indicar que amplios y poderosos sectores de la humanidad no han aprendido la lección del Titanic.

Nadie mejor encarna esta nueva conciencia que las corrientes ecológicas, cuya más articulada expresión son los movimientos y partidos “verdes”, que hoy toman auge en el mundo entero especialmente en los países industrializados, hasta el punto de que un nuevo sujeto histórico ha surgido en el escenario de la política mundial: los adolescentes. Los jóvenes universitarios fueron los principales protagonistas de la última gran revolución cultural de Occidente, como fue el llamado “Mayo del 68”; pero hoy al grito angustiado de una adolecente sueca, es esta nueva generación la que ha despertado y lucha por construir el presente, irrumpiendo en la arena política teniendo en mira un futuro plausible para la humanidad entera. Los adolescentes se han convertido en un tribunal que juzga de manera implacable a los adultos, que hoy con mal disimulada soberbia ostentan un poder que está a punto de hipotecar el futuro de las nuevas generaciones.

Ese fenómeno ha sacudido la escena política mundial, de manera similar que lo hicieran un siglo atrás las grandes revoluciones sociales. Lo anterior nos faculta para afirmar que la agenda verde o ecológica marcará en gran medida las decisiones políticas que se asuman en todos los ámbitos y en todos los rincones del planeta. La pandemia provocada por el virus Sars-Cov-2 no ha hecho sino agravar dramáticamente esta situación. Todo lo cual se debe a que el problema ecológico no es natural, esto es, provocado por la Naturaleza, sino un producto cultural, el subproducto de una cultura enajenada que ha mirado tradicionalmente con desprecio la materia, el cuerpo, la Naturaleza, a sobre la que arroja una mira de codicia y como un medio para lograr un lucro a corto plazo.

Para reconocer esta dignidad cuasi humana de la Naturaleza, lo que corresponde como un paso imprescindible es promulgar una legislación con valor universal, emitida por las Naciones Unidas y respaldada por todos los pueblos de la tierra, especialmente por las grandes potencias, cuyo peso político, científico, tecnológico, económico, mediático y militar es mayor y, por consiguiente, también lo es su responsabilidad. Lo anterior se funda en el hecho de que es el hombre por el trabajo y el poder que da la tecnología, lo que ha convertido la sostenibilidad ecológica en elemento imprescindible de su destino y, por ende, de su esencia, por tratase de un factor del que depende el futuro de la especie.  La mayor responsabilidad, insisto, recae en las potencias industrializadas; el Norte (desarrollado) ha creado al Sur (subdesarrollado), ahora no puede prescindir de él, por lo que todos dependemos de todos, como ha quedado dramáticamente demostrado con la expansión mortífera del coronavirus. Así mismo, tampoco puede el ser humano prescindir de la Naturaleza, si quiere tener un futuro y si quiere salvaguardar su vida, si quiere, como el amo frente al esclavo, conservar algo de su señorío.

Pero los procesos políticos no bastan tales como promulgar un código ecológico universal, que debe ser escrupulosamente respetado; los paradigmas científicos deben igualmente cambiar introduciendo criterios axiológicos en cuanto a la validez de los métodos científicos; una “ciencia neutral”, tal como pretendía Max Weber, no existe en la práctica, ni ideológica ni axiológicamente hablando. La epistemología no puede ser ajena a la ética; como decía el joven Marx, la ética es un criterio de la verdad, pues la ciencia no es solo explicación, también es praxis y la praxis es el hombre mismo objetivado.

Como lo había previsto Hegel, la ciencia y la tecnología se han convertido en un factor de alienación en la medida en que el hombre se enajena en todo lo que crea. Pero solo asumiendo dialécticamente su obra, el hombre puede vislumbrar su liberación  al reconocer la finitud de todo lo que hace, pues más allá de las obras del hombre solo queda el hombre mismo; por eso, al reconocer la dignidad de la Naturaleza, el hombre no hace más que reconocer su propia dignidad; al salvar a la Naturaleza, el hombre no hace más que reconocer su propia dignidad; al salvar a la Naturaleza, el hombre no hace más que salvarse a sí mismo; unidos en el mismo destino, hombre y Naturaleza, Norte y Sur, solo tiene una posibilidad: reconocerse a sí mismos; como lo había vislumbrado Kant en La crítica de la razón práctica, la ética se ha convertido en nuestros tiempos en el único acceso de la filosofía a la dimensión metafísica de la existencia, es decir, a aquellas que atañen a su destino como hombres. Estamos condenados a dignificar la Naturaleza, si queremos seguir caminando erectos sobre el Planeta Tierra.

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