El maestro ha adelgazado un poco, pero no envejecido. Lleva pantalones de algodón y una camiseta azul de manga corta. Ya no tiene muchos cabellos y son finos y blancos. La cara bronceada recuerda esos rasgos de romano antiguo que se ven grabados en las medallas: nariz fuerte, frente amplia, boca bien delineada. La voz, como siempre, es suave y el tono amable; las inflexiones del habla romañola se mezclan ahora con algunos acentos romanos y sale una mezcla extraña, absolutamente personal. El conjunto se asemeja un poco al Fellini que conocí en tiempos pasados, un tanto altanero con el sombrero negro clavado sobre la nuca, que después, con el paso de los años, se ha ido convirtiendo en el sombrero flojo de ala ancha que se hizo famoso por su alter ego Marcello Mastroianni en 8½. Ahora parece más seguro, imperioso.
Maestro, ¿cuál de sus películas fue la que más le gustó?
–Quizá 8½ o La dulce vida. Sí, estas dos, pero lo digo sobre lo que recuerdo. Nunca he vuelto a ver mis películas. Tan pronto como termino el trabajo y participo –por cortesía hacia mis invitados– en algunas proyecciones privadas, la película se va por su camino y yo por el mío.
¿Y no las vuelve a encontrar?
–Nunca más.
¿Existe alguna razón?
No responde de inmediato. Estamos en el foro número 5 de Cinecittà, en el set, como se dice en el gremio. El set se ha convertido en un amplio departamento con una decoración al estilo Gabriele D’Annunzio: un Vittoriale barato, puertas y espejos en el salón, cortinas de tela blanca, grandes sofás, pequeños taburetes, piano de cola, en el boudoir cortinas más pesadas, espadas antiguas en las paredes, chinoiserie, jade, biombos y art decó, en un salón liberty hay un inmenso pastel nupcial de cartón con diez mil velas.
Ahora estamos en la mesa, en una pequeña sala del foro número 5. Verduras, quesos, bresaola, una botella de Gavi. “Los momentos más emocionantes para mí –dice el Maestro– son cuando se monta el set y cuando, después de rodar la última escena, se desmonta. Los trabajadores bajan las cortinas, quitan los escenarios, quitan los reflectores, retiran los escenarios y las máquinas. Todo el mundo fantástico que creamos juntos y que vivimos durante semanas y meses se destruye, el cartón y las luces artificiales desaparecen. Esta operación destructiva me da una alegría incalculable y la observo toda hasta el último momento. En cierto modo, me parece renacer como individuo, como Federico Fellini, con esta nariz, esta boca, esta piel”.
¿Y cuando se monta el set?
–Es lo opuesto, aunque la misma cosa: en lugar de destruir, se crea algo nuevo en el vientre en el cual sé que desapareceré todo el tiempo del trabajo. El set es el lugar que nace de la nada, lo puedo moldear a voluntad, modificar, animar. En ese lugar hago mover a los personajes –a mis personajes–, le digo a cada uno de ellos lo que deben pensar, decir, hacer…
Espere, Federico, poco falta para que diga: “Levántate y camina”.
–Pues bien, amigo mío, ¿qué es lo más emocionante? Crear y destruir, tener en las manos esta posibilidad. El precio está ahí: cuando empiezas a crear y mientras dura la ejecución, estás completamente anulado como individuo, no existes más que en el trabajo que estás haciendo. A mí me dan ataques de insomnio indomables, no puedo pensar en otra cosa que no sea mi película y mis personajes. Y cuando todo concluye, quedo vacío.
Antes dijo que se sentía renacer.
–Sí, como individuo, pero vacío como artista. Para mí, la película que yo hago está viva hasta que estoy dentro, en el interior de ese vientre de ballena. Pero cuando filmo la última escena, cuando destruyo el set, mi expresión concluye. Queda un producto, pero le pertenece al productor y al público. Para mí sería como ver una criatura muerta.
¿Tiene miedo a la muerte?
–Sí, tengo miedo a la muerte.
¿Es apegado a los objetos, a los lugares, se desprende de ellos con sufrimiento?
–Al contrario, me distancio con completa indiferencia.
Es extraño, quien tiene miedo a la muerte suele tratar de ampararse a través de la repetición de los gestos, de los lugares, de los objetos. ¿Usted no?
–Yo no, ¿y sabe por qué? Yo me amparo a través de la repetición de los recuerdos. Tengo un bloque de recuerdos incluso obsesivos; me siguen a todos lados, en todo momento, están en mi cerebro, delante de mis ojos, entran en mis películas. Por eso me importa poco conservar objetos, lugares y personas; mi manera de defenderme contra la muerte es la memoria. Una continua recherche (investigación)…
Y la omnipotencia (me mira desconfiado).
–¿Qué quiere decir?
Dije la omnipotencia. Esa es la descripción de lo que siente cuando monta el plató y cuando lo destruye, su repulsión por volver a ver su película después de que se distanciara de usted, ¿qué otra cosa sería si no el intento de cruzar el límite, de vivir y anularse en el momento creativo? ¿No me dijo que le gustaba 8½ más que las otras?
–Sí, eso dije.
Pues bien, ¿por qué?
–Creo que, porque es una película dentro de la película, es la historia de cómo se hace una película.
Hablemos de Ensayo de orquesta. ¿Cómo se le vino a la mente esa película?
–Ya sabe, era un tema en el que había estado pensando durante muchos años. Tenía un montón de notas porque siempre me había sorprendido asistir a un ensayo de orquesta. He visto muchos, casi siempre relacionados con mi trabajo. Es increíble, cada ocasión parece un milagro. Los integrantes llegan distraídos, cada uno piensa en sus cosas, la música no les importa, o al menos así parece. Uno estornuda, dos se pelean, otro se rasca el cuello. Sacan los instrumentos charlando, resoplando. Entonces, de repente, llega el momento mágico. Cuando el director entra, sube al podio y levanta la varita. Todos los ojos lo miran, silencio absoluto, casi aguantan la respiración esperando el ataque. Él levanta los brazos y… ocurre, la música fluye fusionada, llena, armoniosa. En resumen, un milagro. Que se interrumpe en cuanto el ensayo concluye y todo vuelve a ser como antes. El momento mágico ha pasado.
Después, en algún momento, sintió la necesidad. ¿Cuándo sucedió?
–Cuando asesinaron a (Aldo) Moro. Sí, cuando supe que habían matado a Moro. Me causó una gran impresión. Pero no el hecho en sí mismo, me lo esperaba; pero sí pensar en ello, para entender el sentido profundo de lo que había sucedido y por qué había sucedido. ¿Qué querían hacer los que lo habían matado? ¿Qué nos había pasado a todos los que vivimos en este país? ¿Por qué hemos llegado a este punto?
Y decidió rodar Ensayo de orquesta.
–No fue tan mecánico. De hecho, entre las dos cosas no hubo ninguna conexión directa, o al menos no me di cuenta. La conexión la percibí mucho después, cuando la película había concluido, incluso cuando ya estaba en cartelera. No es que desde el principio yo no integrara a la película los significados que contiene, pero no tenía conciencia de por qué en algún momento se me hizo urgente realizarla. Pues bien, después lo supe: fue el asesinato de Moro.
Las dos mitades de la manzana
¿Qué es un director, un director como usted?
–Todo y nada. Pero quiero decirle una cosa: el mayor esfuerzo para mí no es pensar en un tema, encontrar un productor, elegir actores, rodar escena a escena, montar. No. El mayor esfuerzo es mantener la atención de toda mi gente sobre mí, sus ojos, sus pensamientos, sus gestos, la entonación de la voz, todo centrado en mí. Si cuando filmamos una escena no soy el centro de sus vidas, la película no sale. Debe haber una transferencia continua hacia mí. Pero tengo que conquistarlos minuto a minuto. Si suelto a la presa, si la tensión disminuye, me doy cuenta enseguida. Cuidado, es como ser domador en una jaula de leones: si no los miras fijamente a los ojos te pueden devorar.
Sin embargo, se ha vuelto mucho más autoritario con el paso del tiempo. Debería ser más fácil para usted hechizarlos…
–Están distraídos. Miran el reloj para ver si el horario sindical ha concluido, de vez en cuando miran hacia la puerta de salida del teatro.
Pero es normal, Federico.
–No, no es normal. Cuando actuamos se vive, se vive con pasión, nos enamoramos, sufrimos, traicionamos, matamos, nos suicidamos. Imagínate si tendrás tiempo para revisar tu horario de trabajo. Y, sin embargo, lo hacen.
¿Por qué es tan diferente de antes?
–Porque ya no hay más roles. Lo mismo que pasa en la película sobre mujeres que estoy rodando ahora. El profesor de mitología –me parece que ya te lo había dicho– ve a las mujeres a través de los arquetipos de las diosas del Olimpo, pero en la realidad ya no existe nada parecido.
¡Federico, pero en la realidad nunca hubo nada parecido!
–Se equivoca. La mujer ha sido por siglos lo que nosotros los hombres queríamos que fuera. La inventamos nosotros. Piense en los poemas que se han escrito, las idealizaciones, las cartas, los delirios…
Pero las mujeres también soñaban, también escribían poemas, cartas, diarios. Piense en los diarios de las muchachas y colóquelos uno encima del otro, ¿a dónde se llegaría? Más allá de la luna, mucho más allá.
–Pero es completamente distinto. Y este es el núcleo del problema. Hicimos nuestras proyecciones sobre la mujer, le dimos un papel, le asignamos un papel. Un ángel del hogar, o hermosa y perversa, o hermana casta, o amazona apasionada, o puta. Nosotros, siempre nosotros, solo nosotros. Y ella permanecía allí. Estaba contenta con nuestras proyecciones, las aceptaba. Por supuesto, en muchas ocasiones la parte que le habíamos asignado no le iba nada bien a la medida, pero el remedio estaba ahí: encontraba a otro hombre que la veía de una manera diferente y la hacía un personaje a veces opuesto al anterior. Piensa en Bovary. A menudo ella actuaba distinto con hombres diferentes a la vez, dos, tres o cinco, no importa cuántos. ¿Me sigue? Hay una mezcla de proyecciones, eso es todo. No he dicho que la mujer solo sea una cera blanda para imprimir. Lo que digo es que normalmente la proyección inicial, sobre la que nace la relación, siempre ha sido el hombre quien la ha lanzado. La famosa iniciativa masculina, desahuciada por la vulgar galantería, es esta. La iniciativa de asignar el papel a la mujer. Después, las proyecciones rebotan y se entrelazan y el hombre queda apaleado.
Muy bien, pero es una vieja historia la que me está contando. Las feministas se han estado partiendo la garganta durante diez años en cada esquina para que lo entendamos. ¿Sobre esto es su película?
–¿Se acuerda de La calle? ¿Se acuerda de Julieta de los espíritus?
Sí, las recuerdo.
–Pues bien, en La calle la protagonista era una mujer-marioneta, tratada por el hombre como un títere, un objeto, un animal; pero cuando ella muere, él enloquece. En Julieta sucede más o menos lo contrario, pero el sentido es el mismo. Esas dos películas fueron rodadas hace más de 20 años, pero eran dos películas feministas. Pocos se han dado cuenta, pero le garantizo que es así. Ahora, ¿qué pasa en mi película actual? Que el Profesor en algún momento se da cuenta de que las mujeres rechazan sus proyecciones, no saben qué hacer con ellas, se las devuelven.
En definitiva, no aceptan un rol. ¿Ningún rol?
–Ninguno de los roles que el Profesor les quiere dar. Lo mismo le pasa a Cazzone, el otro protagonista de la película. Él siempre les daba a las mujeres el mismo rol y ahora ellas lo rechazan. Y estos dos hombres, una vez que no pueden proyectar nada sobre la mujer… Es como si las dos mitades de la manzana se alejaran la una de la otra sin atraerse más, es el fin de la gravedad. Es el fin del mundo. ¿Se imagina un mundo donde un hombre y una mujer ya no tengan nada que proyectarse el uno al otro?
Se parece a Ensayo de orquesta.
–En cierto sentido, sí. Es el mismo problema.
¿Y cómo termina?
–Ah, esto no se lo digo. ¿Quería saber cómo me sentía acerca de los tiempos que estamos viviendo? Ahora vamos a dormir.
Tomado de La Jornada