Desde las bebidas alcohólicas hasta las drogas sintéticas, el mundo de los paraísos artificiales alienta debates continuos que incluyen la economía, la biopolítica, los derechos individuales y el arte, cuyo corolario es que las sustancias que alteran la conciencia deben ser estudiadas y su producción y consumo regulados según el conocimiento científico; criminalizarlos es un absurdo que favorece el mercado criminal y poco ayuda a la sociedad. El problema más serio no está en la sustancia sino en su criminalización o su consumo indebido.
Al igual que en la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos la Ley Seca promovió el enriquecimiento de los contrabandistas de alcohol que luego derivaron en bandas de crimen organizado, en la segunda mitad de siglo se produjo el nefasto engendro del narcotráfico. Pese a lo contundente de estas dos experiencias, parece que los gobernantes aún no han comprendido el mecanismo perverso de la prohibición en vez del control.
A partir de su propia experiencia personal con algunas drogas, diversos intelectuales a lo largo de la historia de la cultura europea occidental han dado cuenta de su experiencia y reclaman la posibilidad de esa vivencia.
Desde el inglés Thomas de Quincey y sus Confesiones de un inglés comedor de opio, Baudelaire y sus Paraísos artificiales, Benjamin con Hachís, o numerosas referencias directas o indirectas como Freud con la cocaína, Fellini con el LSD, hasta el reconocimiento de algunas prominentes figuras políticas de tímidos escarceos con cannabis, lo cierto es que la droga está ahí, prohibida o tolerada. Del estatus social o legal que se le dé depende mucho el efecto que pueda causar en la sociedad.
Aquí Charles Baudelaire narra con una precisión que no puede más que sonar familiar a muchos lectores, una inicial experiencia con hachís.
“(…) el hachís produce en el hombre una exasperación de su personalidad y al mismo tiempo una sensación muy viva de las circunstancias y el ambiente. Conviene no someterse a su acción sino en ambientes y circunstancias favorables. Así como todo júbilo y todo bienestar son excesivos, así también todo dolor y toda angustia son inmensamente profundos. No hagáis semejante experiencia si tenéis que realizar alguna tarea desagradable, si vuestro ánimo se siente inclinado al spleen, si tenéis que pagar una cuenta. Ya he dicho que el hachís es inadecuado para la acción. No consuela como el vino; hace desarrollar desmedidamente la personalidad humana en las circunstancias actuales en que se halla situada. En la medida posible, es necesario un buen departamento o un hermoso paisaje, una mente libre y despreocupada y algunos cómplices cuya idiosincrasia intelectual se aproxime a la vuestra, y también un poco de música si ello fuera posible.
La mayoría de las veces los novatos se quejan, en su primera iniciación, de la lentitud de los efectos. Los esperan con ansiedad, como no se presentan con toda la rapidez que desearían, hacen fanfarronadas de incredulidad que regocijan mucho a los que conocen las cosas y la manera como el hachís actúa. Es uno de los espectáculos menos cómicos ver cómo aparecen y se multiplican los primeros ataques en medio de esa misma incredulidad. Ante todo, se apodera de vosotros cierta hilaridad irresistible y ridícula. Las palabras más vulgares, las ideas más simples, adquieren un aspecto extravagante y nuevo. Esa alegría se os hace insoportable a vosotros mismos, pero es inútil que respinguéis contra ella. Os ha invadido el demonio, y todos los esfuerzos que hagáis para resistirlo servirán solamente para acelerar el progreso del mal. Os reís de vuestra necedad y de vuestra locura, vuestros amigos se os ríen en la cara, pero no les guardáis rencor, pues la benevolencia comienza a manifestarse.
Esta alegría lánguida, este malestar en el júbilo, esta inseguridad e indecisión en la enfermedad duran generalmente poco tiempo. Sucede algunas veces que personas completamente inhábiles para los juegos de palabras improvisan interminables sartas de retruécanos, de asociaciones de ideas enteramente improbables, capaces de desconcertar a los maestros más grandes en ese arte ridículo. Al cabo de unos minutos las asociaciones de ideas se van haciendo tan vagas, los hilos que ligan vuestras concepciones son tan tenues que solo pueden comprenderos vuestros cómplices, vuestros correligionarios. Vuestro jugueteo, vuestras carcajadas, parecen el colmo de la tontería a todos lo que no se hallan en el mismo estado que vosotros.
La sapiencia de ese desdichado os regocija desmedidamente, su serenidad os lleva a los últimos linderos de la ironía; os parece el más loco y ridículo de los hombres. En cuanto a vuestros compadres, os entendéis perfectamente con ellos. Pronto ya no os comunicáis sino con la mirada. Es una situación un tanto cómica la de los hombres que gozan de una alegría incomprensible para quien no está situado en el mismo mundo que ellos. Le compadecen profundamente. Por lo tanto, la idea de superioridad despunta en el horizonte de vuestra inteligencia. Y pronto crecerá desmesuradamente.”
Charles Baudelaire. Paraísos artificiales