Forja

Ellos dos

Omnia vincit amor

Virgilio

He muerto. Y en medio de la tolvanera de emociones que siempre origina un cambio tajante, advierto que he llegado a mi estado normal. ¿Normal? Así es. Vamos a ver: ¿durante cuánto tiempo permanecemos en la vida?  Digamos que unos ochenta años. ¿Y muertos? Perpetuamente. ¿Y no es lo prolongado, lo cotidiano, lo grato, lo que se considera “normal”?

Porque… ¿la vida lo es? Nunca. Nacemos en medio de dramáticos y llorosos momentos. Transcurren unos años de relativo sosiego (si no pertenecemos a esa enorme porción de la humanidad para quien la vida es una desventura), y poco después nos abandonan en una escuela primaria donde somos obligados a aprender cosas que no nos interesan (porque lo único que desean los niños es jugar).

Posteriormente, en la educación secundaria y universitaria, es preciso adquirir los conocimientos ineludibles para… ¡luchar por la vida! ¿Luchar por la vida? ¡Pero esto es horroroso y anormal!  Es decir: la inteligencia, el saber, la cultura, han sido trastrocados en refinado armamento. Y el armamento y la guerra son consustanciales. ¿Digo bien?

Y quienes no han estudiado, igualmente se ven en la necesidad de encontrar o inventar algún tipo de arma que les permita participar en este combate bárbaro. ¡Habrase visto!

Desde luego que hay muchas treguas agradabilísimas a lo largo de las hostilidades: besar a la mujer amada mientras ella con una flor perfuma el perfume de su piel; leer un libro bien escrito; abrazar al amigo; escuchar un concierto sentado junto a Bach; enseñarles a los hijos que nuestro padre es el Sol y que los sueños deben viajar cabalgando una estrella fugaz, rebelde e infinita…

¡Son tantos los grandes momentos de la vida!… Sin embargo, ¡son tantos los grandes momentos de la muerte!… que en nada se parecen a los de aquellos años en que difrutaba —y mucho— de mi cuerpo.

Es evidente que ahora no puedo echar mano de él; pero, en retribución, soy capaz de recorrer largas distancias con rapidez portentosa si deseo complacerme con una aldea, o una gran ciudad, un lugar histórico, el mar, una montaña, una llanura, un lago… (Y sin tener que pagar los boletos de transporte, formalidad que no podría satisfacer porque, ¿dónde guardar el dinero?  Aunque si deseara poseerlo tendría que, o asaltar un banco —algo muy sencillo ahora—, o solicitar empleo en una oficina, en un almacén o… en una fábrica de ataúdes… cosa difícil porque, ¿quién le va a dar trabajo a un espectro?).

Y a propósito. ¿Cuál habrá sido el origen de las terribles historias de aparecidos, que existen en toda la amplitud del mundo?  Parece que los que viven se han caracterizado por inventar innumerables tonterías; y entre ellas de las más pueriles son las consejas y cuentos de fantasmas creídos por millones de ingenuos que temen a los que hemos expirado. Tendríamos que preguntarles si han visto alguna vez un muerto haciéndole daño a un vivo. (A menos que un suicida que se ha lanzado desde un décimo piso le haya caído encima a cierto desprevenido y feliz peatón, que tal vez se dirigía con un ramito de flores a la casa de su novia. ¿Verdad que es muy difícil tramar un cuento de misterio con semejante asunto?)

II

Hubiera querido tener una muerte novelesca, rubricada al encontrarse mi osamenta carcomida por el tiempo al pie de un acantilado acometido por un mar tempestuoso, junto a una grande ancla herrumbrada y los despojos de un inmemorial navío de tres palos.

Pero nunca supe del destino de mis restos ni los detalles de mi fallecimiento. Solo recuerdo que caminaba por una calleja de pueblo. ¿Se detuvieron las palpitaciones de mi corazón, o un malandrín me atacó por la espalda con un revólver, o un rayo me calcinó el cuerpo y el alma aunque no el futuro? Nunca lo supe ni me he de preocupar por saberlo. El hecho es que recuerdo la calleja frente a mí, y una fracción de segundo después la misma calleja frente a mí, pero luciendo los colores complementarios: es decir, anaranjado el azul del cielo; rojo el verde de los árboles; amarillas las guarias moradas. “¿Qué es esto?”, me pregunté. E inmediatamente me respondí: “Esto tan singular y atractivo es la muerte.”

Y así llevo un buen tiempo. Puedo ver, oír, tocar, y aunque no puedo comer (no lo necesito) puedo, ¡lo inapreciable!: amar. Amar todo lo que debe ser amado…

No obstante, la dársena de mi amor es Ella. ¿Que cuál es su nombre? No lo diré. La quiero tanto que no voy a compartir nada de su vida, ni siquiera su nombre.

Varias noches he llegado hasta su lecho para fascinarme con su belleza dormida, aunque nunca le hablé, aun deseándolo con toda mi muerte y el recuerdo de toda mi vida.

Fue durante un plenilunio de brisas frías y sigilo de luciérnagas. Me evadí hasta la ventana de su alcoba, deslicé la cortina y me acerqué a su cama. Su respiración era otro atavío del silencio de las altas horas. Lamenté interrumpirla. Sin embargo… con un susurro:

—Querida… querida mía…

El viento de la noche.

Con palabras algo más acentuadas:

—Querida… amada mía. Soy yo. No puedo morir mi soledad solo con tu recuerdo. Por eso he venido a buscarte. Te invito a emerger de tu sueño…

Un suspiro muy profundo. Una trémula voz de mujer:

—¿Quién… me… habla?

—Soy yo. Tu adorador.

—¿Mi… adorador…?

—Sí.

—¡Mi adorador! —E incorporándose con presteza—: ¿Vos? ¿Dónde estás?

—Aquí, de pie junto a tu cama. No sintás temor. No podés verme. Pero yo sí puedo contemplarte… tan bella como nunca antes.

—¿Has… has vuelto a vivir?

—No. Es imposible regresar de la muerte.

—¡Pero me estás hablando!

—Porque a pesar de todo sigo siendo tu amante. Es una condición que solo conocemos quienes hemos partido de la vida.

—Sos afortunado —dijo ella serena ya deliciosamente sentada en la cama—. Yo he querido en vano estar a tu lado en ultratumba… y ya ves, has venido a mí en ultravida, haciéndome dichosa también.

—Entonces acariciemos este bienestar. Todos los viernes y los domingos, a las diez  de la noche, te esperaré en aquella esquina en la que solíamos encontrarnos. ¿Te parece?

—¿Qué si me parece? ¡Me hacés la más feliz de las mujeres en la vida, porque quiero hacerte el más feliz de los hombres en la muerte. Acercate. Quiero besar tu boca invisible…

Así, durante muchas noches la vi aparecer en un recodo del camino, escuchar los pasos queridos aproximarse y sentir la voz bienamada… para rondar luego nuestros mundos tomados de la mano a lo largo de las callejas del pueblo.

(Poco después ella me dijo no sentir la menor aprensión cuando se percató de que sus vecinos murmuraban que había perdido el juicio porque “caminaba en las sombras, ra-diante, con un brazo separado del cuerpo como si alguien la llevase de la mano, hablando encantada… con nadie”.)

En ocasiones recorríamos los collados cercanos, o nos sentábamos a la orilla de algún arroyo cantador, o nos internábamos en la fragancia de las arboledas.

Éramos felices… pero nuestras moradas estaban en universos diferentes.

—¿Ves aquella nube? —le dije bajo una tarde de triunfo veranero.

—¿Aquella —me contestó—, cuya blancura de bordes plateados convierte en más azul el azul de la montaña?

—Sí. Ese cúmulo maravilloso. No puedo decirte cuánto deploro tu imposibilidad de acompañarme hasta él para sentir juntos el frescor de su esencia y ver a nuestros pies ese azul que te asombra… y gozar más tarde la altura del silencio de un atardecer desconocido y la noche del mundo, magnética e insondable…

III

En intimidad con las estrellas y los grillos la esperaba, impaciente como de costumbre. Cuando la vi surgir en el recodo del camino, a unos doscientos pasos de distancia… y después de tres o cuatro palpitaciones del ausente corazón… ¡ya estaba junto a mí!

—¿Cómo pudiste acercarte con tal ligereza? —le pregunté asombrado.

Recuerdo, a pesar del tiempo, la sencillez y la entonación de su respuesta:

—Es que he muerto.

—Que has… —la palabra horadó mi ser—. ¿Qué te ha pasado?

—Poca cosa: he recurrido a un dulce suicidio.

—¡¿Qué te has… suicidado?!  ¿Por qué?

—Porque anhelo recorrer juntos todos los lugares que en vida me estaban vedados.

—¡Has perdido la razón!

—Todo lo contrario. Nunca me he sentido más cuerda.

—¡Pero has pagado muy caro nuestro sueño de alianza!

—No… El amor es más cálido que la sangre; más dulce que la vida; más poderoso que la muerte…

Con sus manos entre las mías le respondí:

—Saber poner punto final a la existencia corresponde a escribir la letra mayúscula  del inicio de una amable ¿biografía? en el más allá. Y advertirás que el bienestar en la muerte no corresponde a una alegría eufórica, a un tal festejo, a una delicia eterna. No. Se trata de una confraternidad con la naturaleza; de un existir con la dignidad que tienen los animales; de una elegante manera de estar en las cosas; de un determinado modo de observar la desolación humana… y de advertir, sin turbación alguna, que estamos completamente solos en el éter cósmico.

—Entonces la expresión el sueño eterno es del todo equivocada —declaró ella—. Porque cuando se duerme sin soñar equivale a no existir, a no haber nacido. Y cuando se  sueña el cerebro crea una serie de situaciones, si no absurdas —como es habitual—, completamente irreales y en consecuencia inútiles. Y si las cosas ocurren según lo has dicho, se puede deducir que la muerte es auténtica vida.

—Celebro tu opinión acerca de tu nuevo estado —proferí, tomándola por la cintura  antes de elevarnos para trasvolar unas islas lejanas—. Y es oportuno mencionar las palabras  de una inscripción que hubiera querido ver grabada en la piedra de mi desconocida tumba:

LOS VIVOS SABEN QUE VAN A MORIR.

POR EL CONTRARIO, ¡OH MARAVILLA!,

LOS MUERTOS SABEN QUE NO VAN A VIVIR.

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