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Confesiones de Ingmar Bergman, el genio intratable

A partir del libro Los inquietos (Ed. Gatopardo), que es una autobiografía novelada de su hija Linn Ullmann, y Bergman Island, de la documentalista sueca Marie Nyrerod, el periodista argentino Alberto Oliva escribió en la revista Ñ un bello homenaje al gran cineasta sueco, en razón de los 15 años de su muerte que se conmemoraron este 30 julio. Ofrecemos aquí extractos de ese trabajo.

Ingmar Bergman está entre los más grandes creadores de la historia del cine y seguramente el único cuya obra navegó constantemente las aguas turbias del inconsciente, la influencia de la religión, los espadeos del bien y el mal, el acecho constante de la muerte, el poder de la fe, la esperanza y la caridad, así como la existencia de Dios y la inmortalidad.

El de Bergman es un legado no solo único y profundo, sino admirablemente prolífico. Primero, el cine: escribió y dirigió unas 60 películas, varias magistrales y premiadas mundialmente, entre ellas Cuando huye el día, El demonio nos gobierna, la trilogía Luz de Invierno, Detrás de un vidrio oscuro y El silencio; El séptimo sello, La fuente de la doncella, Noches de Circo, Sonata de Otoño, Gritos y susurros, Persona y Fanny y Alexander.

​Luego, el teatro: dirigió unas 170 obras, la mayoría en el Teatro Dramaten de Suecia y otras en Munich, Alemania, donde se exilió humillado por más de una década tras una burda acusación impositiva que resultó sin fundamento.

​También, incursionó en la televisión, con la maravillosa exploración del amor de pareja y la desintegración de lo que lucía como un matrimonio perfecto en la serie Escenas de la vida conyugal, luego convertida en filme (1973).

Siguió Cara a cara (1976), donde examinó la desintegración psicológica de un terapeuta al límite del suicidio. Una anomalía en su carrera fue la brillante versión fílmica de La flauta mágica, la ópera de Mozart (1975), tras lo que escribió una docena de guiones filmados por otros directores, uno de ellos –Faithless–, dirigido por su expareja, la emblemática actriz Liv Ullmann, madre de Linn, y otro –Sunday’s Children–, por Daniel, su hijo del matrimonio con la pianista Kaebi Laretei.

Solo alguien con una disciplina inhumana, control feroz de su tiempo, es capaz de armar y mantener a lo largo de los años un legado creativo semejante. “Para alguien tan desorganizado como yo, es absolutamente vital tener rutinas estrictas”, dijo el cineasta a la biógrafa sueca Marie Nyrerod.

“Mi padre era un hombre puntual y muy ordenado” –sigue su hija Linn Ullman sobre el tema–. “Cuando yo era pequeña, mi padre abrió el reloj de mi abuelo que estaba en el salón y me enseñó sus entrañas… Se exigía puntualidad a sí mismo y se la exigía a todos los demás. Si alguien llegaba tarde debía disculparse: “Siento llegar tarde”. O “discúlpame por llegar tarde… ¿Podrás perdonarme? No tengo ninguna excusa””.

Pero, un día de otoño del 2006, Bergman llegó 17 minutos tarde a la cita que tenía con Linn para ver un film en un viejo granero de Faro, que él había convertido en sala de cine. Allí solían ver películas a las tres de la tarde. “Ese día llegó 17 minutos tarde. Y no se disculpó. Y todo era como siempre y nada era como antes”. En ese momento, a Bergman apenas le quedaba un año de vida. Solo que ni él ni su hija lo sabían.

Apetito por las mujeres

Solo alguien ajeno o indiferente a las exigencias familiares, hijos y responsabilidades domésticas pudo desarrollar semejante carrera con esa intensidad y rapidez. A la luz de ese legado creativo, suena contradictorio que se haya casado cinco veces, tenido nueve hijos y numerosas relaciones extramatrimoniales, incluso con varias de sus actrices, entre ellas Harriet Andersson, Ingrid Thulin, Bibi Anderson y Liv Ullmann.

El propio Bergman reconoció haber conocido a Ingrid Von Rosen (su última esposa) y haber mantenido aventuras entrecortadas con ella (quien también estaba casada) hasta 1969. En ese período, el director estaba pasando por otros dos matrimonios, uno con Gun Grut y otro con la famosa pianista Kabi Laretei.

“Es que yo viví tantas vidas… ¡Siempre he tenido un apetito colosal por las mujeres!”, comentó orgulloso a Linn, con cuya madre, Liv Ullmann, nunca se casó a pesar de haber vivido más de cinco años juntos.

De hecho, Linn confiesa que tiene fotos con el padre, otras con la madre, pero nunca de los tres juntos, lo que de alguna manera la hacía sentir como una hija ilegítima.

Otro dato curioso: Maria Von Rosen –la hija que tuvo con su última esposa en 1959– ni se enteró que su padre era Ingmar Bergman hasta que cumplió 22 años. Otro más: a su primera esposa, Else Fisher, Bergman la abandonó por otra mujer mientras ella estaba en tratamiento por tuberculosis. Y Jan, el varón mayor del segundo matrimonio de Bergman, murió a los 56 años de leucemia, pero él normalmente omitía el episodio en sus entrevistas periodísticas. “Es que a él no le interesaban los hijos”, escribe Linn dolorosamente.

Hammars, su templo

Varios de sus hijos y nietos siguieron visitándolo en su cumpleaños, para lo que hizo construir una casa de huéspedes en Angen, no lejos de la suya. Nunca permitió que se quedaran en Hammars, la casa que él venía convirtiendo en su templo desde los 60, cuando la isla de Faro lo fascinó para siempre mientras filmaban allí Detrás de un vidrio oscuro.

El lugar está a ocho horas de Estocolmo, repartidos entre dos trenes, dos ferris que circulan infrecuentemente entre las islas y unos 90 minutos de auto. O una hora de avión hasta el aeropuerto más cercano, Visby, y luego otros 50 minutos de coche. Suficientes como para desanimar visitas indeseadas y alejarse del mundo.

“Aquí en Faro nunca me siento solo… Puedo pasar varios días sin hablar con nadie. Hay algo muy agradable y placentero en no hablar. Entendámonos: amo hablar, sobre todo por teléfono. De hecho, hablo todos los sábados con mi amigo íntimo, el actor Erland Josephson, y siempre sobre los mismos temas: el amor, la vida y la muerte. Pero hay algo en el silencio que lo hace maravilloso”, confesó a Nyrerod.

Su casa era solo de una planta, no tenía escaleras ni sótano ni desván, y cada varios años se alargaba más, hasta llegar a tener 57 metros de largo. Bergman siguió ampliando su “templo” hasta poco antes de morir. Lo último que hizo construir fue “el cuarto de la meditación”, una suerte de caja de madera con una ventana que daba al mar, equipada con una vela y una radio. Iba allí en las noches de insomnio.

Puso reglas rigurosas de convivencia en Hammars, motivadas por sus propias fobias: cerrar siempre las ventanas, incluso en verano; evitar las corrientes de aire, los ruidos, nadar inmediatamente después de comer, o nadar muy alejado de la costa a riesgo de ingresar involuntariamente en aguas rusas y no volver nunca más a Suecia.

Influenciado por sus raíces luteranas, Bergman recomendaba no olvidar la limpieza, el control de las emociones, el orden y la puntualidad. Pero conservaba una furia asesina y tenía dificultades respiratorias cuando se ponía irascible. “Si se tiene la mala suerte de tener tanta ira –decía–, es importante mantenerla a raya”.

Los demonios privados

Marie Nyrerod tuvo el privilegio de ser la única documentalista que logró entrar repetidamente con cámara y luces en Hammars para entrevistarlo. Algunas escenas de su excelente documental muestran espacios a los que nadie –fuera del círculo familiar del director– había tenido acceso mientras él vivía.

Nyrerod fue también la única que se atrevió a preguntarle cuáles eran sus demonios. Bergman no se molestó y hasta sacó una hoja donde los había listado, enumerándolos uno por uno, no sin antes hacer una advertencia general: “A los demonios no les gusta el aire libre. Lo que les gusta es que te quedes en la cama con los pies fríos. Por eso salgo siempre a hacer una caminata después del desayuno”. A continuación, esa lista:

El desastre: “Estoy muy preparado para las catástrofes. Esto significa que lo que haces un día o planeas para otro, irá todo mal”.

Miedos: “Lo he tenido toda la vida. Le temo a todo. A los animales: perros, gatos, insectos y hasta pájaros que podrían entrar dentro de mi casa si tengo las ventanas abiertas, aunque logré convivir con un perro salchicha por varios años, que al principio me celaba y mordía por mi cercanía a Liv Ulmann, hasta que lo saqué de la casa en pleno invierno, con 20 grados bajo cero, y le hablé como a un ser humano, amenazándolo con dejarlo a la intemperie hasta que se muriera si seguía comportándose así. El salchicha curiosamente accedió y de allí en adelante nos amigamos…

Tengo miedo de cierta clase de gente y de las muchedumbres. Tengo miedo a viajar y me da dolor de estómago. Soy una persona profundamente temerosa, pero no tengo miedo de morir, por ejemplo… Es más: creo que hasta sería interesante… Lo que sería horripilante sería vivir como un vegetal. O ser una carga permanente para los demás. Uno puede decidir si quiere seguir viviendo o no. Espero tener la suficiente presencia mental para tomar una decisión, aunque soy muy cobarde para suicidarme…”.

La ira: “Es muy difícil de manejar. No sé por qué la tengo, pero la heredé de mis padres y de sus castigos. Solía ser peor de joven, hasta que pude liberarme con el arte. Mis sentimientos de crueldad y de ser humano fracasado los compensé con el deseo de ser el profesional más consumado posible. Esto me hizo vivir un estilo de vida completamente ascético donde prevalecía la precisión, la puntualidad, la sobriedad y el rigor… Ya no había más espacio para la improvisación”.

Rencores: “Me avergüenzan, pero, como tengo una memoria de elefante, recuerdo perfectamente situaciones o personas que me agraviaron o injuriaron hace más de 30 o 40 años. Hay también demonios que por suerte no tengo. Por ejemplo, el de la nada. Eso sería cuando mi creatividad o mi imaginación me abandonen. Ocurriría cuando las cosas se silencien, cuando estén totalmente vacías. Y eso no me ha pasado nunca, por lo que estoy muy agradecido”.

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