Forja

1770: Hegel, Beethoven, Holderlin

Este año al ojear las páginas del libro de la historia descubrimos, no sin asombro, una de esas extrañas y aleccionadoras coincidencias que inciden y testifican el inicio de una nueva época histórica; esa época que dio origen a la edad contemporánea cuyo fin hoy, en los albores del tercer milenio de la cristiandad occidental, avizoramos más allá de los estertores y agonías de una pandemia planetaria. En concreto, nos referimos al hecho de que en el año 1770 nacieron en la misma región lingüística y cultural, el Oeste-Sur de Alemania, tres figuras fundamentales, en su condición de testigos y forjadores de esta nueva era de la historia universal. Nos referimos, específicamente, al nacimiento en Suabia de Jorge, Guillermo, Federico Hegel y de Federico Hölderlin, filósofo el primero y poeta el segundo, y del músico Ludwig van Beethoven en Bonn, ciudad a orillas del Rin.

Todos fueron grandes amigos entre sí; más aún, Hegel y Hölderlin estudiaron juntos en el internado de la más célebre —hasta hoy— facultad de teología de la universidad de Tubinga; incluso ambos compartieron la misma habitación con otro de los grandes filósofos postkantianos, Federico, Guillermo, José Schelling. Hegel le debe no poco a ambos cuando, en su juventud, pasaba momentos difíciles en su vida. Siendo preceptor de una familia de la alta burguesía de Berna, capital de Suiza, y deseando retornar a suelo germánico, Hölderlin movió sus influencias para que su amigo fuera contratado por una familia perteneciente a la gran burguesía de Frankfurt, capital financiera de Alemania, entonces como hoy; Schelling, por su parte, le abriría luego las puertas  para que enseñara en Iena, la más célebre universidad en esos días; allí  Hegel se dio a conocer en el ámbito cultural germánico, ejerció como Privat Dozens (profesor adscrito a la Universidad, aunque no de planta) por lo que debía ganarse el sustento cobrando por inscribirse a sus cursos libres; lo cual le posibilitó, al finalizar de esa etapa de su vida, escribir su primera gran obra maestra: La fenomenología del espíritu (publicada luego en Bamberg en 1807), obra que, dicho sea de paso, le granjeó la implacable enemistad del hasta entonces gran amigo Schelling. Beethoven, por su parte, viviría desde sus 19 años en forma permanente en Viena, capital de la música y del imperio austríaco.

A estos tres personajes los unió no solo el haber sido contemporáneos y pertenecido al ámbito cultural germánico, sino, sobre todo, la identidad de ideales políticos de índole revolucionaria; todos profesaron desde su juventud un confeso y nunca desmentido amor por la Revolución Francesa (1789), aunque difirieron en sus opiniones en lo que a su desarrollo ulterior se refiere.

En concreto, profesaron idolatría a Napoleón en la medida en que veían en él al intrépido soldado y lúcido propulsor de los ideales de una revolución, que pretendía expandir más allá de las fronteras de Francia; pero Beethoven repudió encolerizado a Napoleón desde que, en 1804, se haría proclamar emperador. La posición de Hegel era menos tajante por ser más realista; aunque mantuvo durante toda su vida una no disimulada admiración por Napoleón, en tanto en cuanto veía en él al enemigo de las viejas dinastías europeas; sin embargo, repudiaba a sus tropas que pisotearon su patria de paso a la conquista del imperio zarista; pero, en el fondo, la divergencia entre ambos tiene una raíz ideológica. Hegel fue un girondino, mientras Beethoven fue siempre un apasionado jacobino; Hegel fue más realista, pues consideraba un error de los jacobinos el haber propiciado el “período del terror”, porque si bien profesaban altos ideales, no fueron capaces de crear las instituciones que los pusieran en práctica; no obstante, esas divergencias nunca fueron obstáculo para que ambos genios profesaran una profunda y mutua admiración hasta el final de sus días. Beethoven moriría en Viena en 1827 y Hegel en Berlín en 1831; ambos envueltos en los hálitos de una fama mundial nunca desmentida desde entonces.

Siguiendo a su admirado Göethe, mayor que ellos, quien a su vez nunca ocultó su admiración a ambos, tuvieron la lucidez de comprender que lo que se estaba dando en Francia no era una revuelta más como tantas que se han dado, sino un cambio sin retorno de la historia de la humanidad.

Todo el sistema filosófico de Hegel constituye un intento por dilucidar el alcance de ese proceso revolucionario, recurriendo al uso exclusivo de la razón raciocinante, que busca comprender dicho proceso paso a paso a fin de vislumbrar sus repercusiones en lo sucesivo.

Beethoven, por su lado, forjará la nueva música soñando con la utopía de ver en esa violenta realidad el parto de una nueva era en donde “todos los hombres llegarán a ser hermanos”, como cantan eufóricos los coros al final de su Novena y última Sinfonía, verdadero testamento del maestro.

Hegel, por su parte, verá en la promulgación del Código Civil o Napoleónico el mayor aporte de la Revolución Francesa a la construcción de una sociedad más libre, igualitaria y fraternal, como reza el conocido slogan de la mencionada Revolución. El código civil, en efecto, será visto por nuestro filósofo como la superación dialéctica del código romano, el mayor aporte a la humanidad de la Roma imperial, pues el código romano se basa en el supuesto de que el derecho tiene como fin instaurar la justicia, mientras el código civil ve en la justicia no un fin, sino la conditio sine que non para forjar una sociedad libre. Tal es también la razón de ser de la política: lograr que este bello ideal se haga realidad es la tarea de todos los ciudadanos. Para entender lo anterior se requiere de una filosofía de la historia, especie de recuento o balance de lo que ha sido la historia de la humanidad hasta ese momento, lo cual requiere igualmente que el filósofo, como conciencia lúcida de la humanidad en el devenir temporal elabore una lógica dialéctica, pues esa lógica es algo así como la gramática con que se escribe el libro de la historia. Hegel califica a la Grecia clásica como una cultura estética; en la Edad Media cristiana (“conciencia desdichada”) y en la Reforma de Lutero (“conciencia del pecado”) ve la negación dialéctica de esa cosmovisión, porque enfatiza la dimensión ética, lo que posibilita descubrir la conciencia subjetiva; nace así, el ser humano, no como substancia (Spinoza), sino como sujeto.

Finalmente surgirá La Revolución Francesa devolviendo a la razón su papel hegemónico en la conducción de la acción humana y, con ello, el ser humano adquiere plena conciencia de su condición de libertad (auto)creadora. De esta manera culmina la civilización y, con ello, también la filosofía cumple su misión en la historia. En este incomparable período de la historia universal, Hölderlin hace de su poesía un cántico en honor de la Germania pagana, hasta el punto de estigmatizar al cristianismo como una expresión de decadencia; volver a la magia del universo precristiano, en que los pueblos germanos forjaron su civilización, es la razón de ser del poeta en esta nueva era. Pero todos ellos, el filósofo Hegel, el músico Beethoven y el poeta Hölderlin, como el bíblico Moisés, tan solo avizoraron la tierra prometida sin poder entrar en ella. ¿Será esta nueva era, cuyo tercer milenio acaba de comenzar, la que por fin lo logre?

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