Los Libros

Felisberto Hernández, cultor del desencanto

Ubicada en “una soledad presocrática”, de acuerdo con la opinión de Julio Cortázar, la obra narrativa del uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964), breve e intensa, constituye una de las más originales de la literatura latinoamericana. Este espléndido ensayo invita a su revaloración y lectura, este 13 de enero se cumplieron 60 años de su muerte.

Lentitud, pasmo metafísico, afán memorista, nitidez en la creación de imágenes, son consideraciones que surgen a menudo de la lectura de Felisberto Hernández (Montevideo, 1902-1964), el escritor uruguayo que responde por una de las obras narrativas más originales de cuantas se hayan producido el siglo pasado en el sur de nuestro continente. Autor de una literatura que devela lo que hay o puede imaginarse detrás de las apariencias de lo real, escribió casi siempre historias contadas en primera persona y desde una soledad presocrática, a decir de Julio Cortázar, pues su contacto con lo real antecede a la razón: es pulsional y físico.

Se trata de relatos interiores, de personajes encerrados en sus pensamientos como en cuartos de escasa luz y, sin embargo, lúcidos y desaforados, de seres que devienen objetos móviles asfixiados por el mundo, por una existencia que los ahoga y los llena de hipos y jadeos, esperando siempre que alguien encienda las lámparas, que ocurra algo que los libere o los haga desaparecer. Correlativamente, las cosas, las casas, la naturaleza, la atmósfera misma en que transcurren sus historias son agentes de cambios inauditos, prosopopeyas vivientes a las que los seres humanos parecen haber trasladado sus sentimientos y vivencias, su voluntad de ser. El protagonista de El balcón, por ejemplo, pianista contratado por un hombre viejo para animar el desangelado encierro en que vive su hija, observa con esa rara sensibilidad tan frecuente en los personajes de Felisberto: “Cuando fui a hacer el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera levantado una pata”.

Motejarlo de surrealista o fantástico, según el autor de Rayuela, es disminuirlo en la medida en que este juicio lo aísla y lo sujeta a un marbete ceremonioso que ya casi no dice nada de tan traspapelado. Se trata, más bien, de un cultor del desencanto, un “testigo sin ganas”, un “espectador al sesgo” de la realidad y la literatura. En el pequeño prólogo (una página) que antecede a Las Hortensias, cuartilla que Felisberto intitula Explicación falsa de mis cuentos, alega que sus textos “carecen de estructura lógica”. Como en el caso de muchos otros escritores, tenemos que tomar con precavida distancia tal sentencia, sobre todo si el mismo autor se ha encargado de ponernos en guardia con el taimado epíteto de “falsa” que atribuye a su exégesis. El nombre del protagonista de la historia citada —una de las más largas que escribió y que cómodamente puede leerse como una apretadísima novela corta—, Horacio, tarda en aparecer, luego de llamarlo “el dueño de la casa” y aun de otras formas, postergación que constituye un rasgo estilístico típicamente felisbertiano: la ocultación de una realidad que se presenta, casi siempre, como escala de develaciones.

Las imágenes de los relatos de Felisberto Hernández devienen con frecuencia música visual: suenan al leerse, son formas pre-vistas por el oído, siempre a punto de hacerse escuchar, como la muñeca que, frente a los cubiertos de una mesa, parece menos dispuesta a comer que a tocar el piano, ocupación que desempeñó el autor de manera profesional a lo largo de toda su vida: sus cuentos, en ese sentido, parecen correr sobre una partitura, como si quisieran contar para mejor cantar. La misma oscuridad de sus atmósferas funciona como una masa sonora, escritura plenamente plástica, sinestésica, con su algo de locura latente o explícita: casi siempre hay un socio incómodo, un centinela poco avispado, un prestamista en lo íntimo de los personajes que no los hace ser otros sino ellos mismos, pero a deshoras: “Yo estaba destinado a encontrarme solo con una parte de las personas, y además por poco tiempo y como si yo fuera un viajero distraído que tampoco supiera dónde iba”, escribe el protagonista de La casa inundada.

Es posible que la tímida aliteración que se advierte entre los nombres del personaje y su muñeca, Horacio y Hortensia, en el relato largo aludido líneas arriba, refleje la mudez de su amor amordazado. Porque sin duda este existe, lo mismo que los celos de la esposa, María, alguna de cuyas explosiones emocionales asume la forma de un calambur avieso: “¡Qué le habrás hecho en el patio para que ella te dijera: ‘¡Qué Horacio este!’ Pero querida, ella me dijo: ¿Qué hora es?”. Y dado que el estilo de Felisberto, sin duda una de las notas más altas en el concierto narrativo de su obra, consiente el supremo artificio de volver audible y aun visible el silencio, la vivificación de los objetos y la objetualización de los personajes (dos caras de la misma moneda) producen una suerte de vacío existencial cuyo tráfico es a menudo un ruido, un ligero aleteo: el que hace el presente inmediato, pues casi todos sus cuentos asumen la instantaneidad de la imagen poética como su tiempo propicio.

A este respecto, Nicasio Perera ha observado que un atributo de su escritura es el uso frecuente de verbos en imperfecto (por ejemplo, el copretérito), forma que “conjuga sus valores de pasado, de inacabado, de durativo, muy aptos para producir angustia en el lector”. Este “presente del pasado” —de ahí su nombre de co-pretérito— proyecta simultáneamente la evocación del presente de la conciencia que narra y la de la conciencia misma del lector. Aun las “torpezas sintácticas” que observa Ángel Rama en los cuentos de Felisberto dan la impresión de ser anomalías deliberadas que denuncian ciertos tropiezos de planos de realidad que se quieren simultáneos, como en el cubismo, y que pueden leerse, a final de cuentas, como interferencias entre la ficción y la realidad, sólo que en Felisberto los personajes parecen ignorar o desinteresarse por saber dónde está la frontera entre ambas, qué circunstancia o situación pertenece a cada cual.

Con frecuencia, para hablar de los objetos el narrador echa mano de su comparación con alguna persona: “La pequeña puerta de entrada era sucia como una vieja indolente.” La realidad y sus atributos, la naturaleza y sus animales, son enormes depósitos proyectivos, como en Poe, de las emociones de los personajes, rasgo heredado del viejo romanticismo que en Felisberto no soslaya su naturaleza de incómoda o remedante resurrección, pues se trata de historias donde la depresión vital es una tristeza que se traslada a los objetos sin triturarlos con su asma taciturna sino más bien haciéndolos refulgir a expensas de un misterioso sentimiento de camaradería y generosidad: “Se pusieron a conversar como si abrieran las puertas de dos jaulas, una frente a la otra y entreveraran los pájaros”.

No es imposible, en ese sentido, que Felisberto haya leído a ese otro gran objetualizador de la realidad literaria que fue el escritor español Ramón Gómez de la Serna, quien desde los últimos años 30 vivió en Buenos Aires, donde murió en 1963, justo un año antes que el escritor uruguayo. También Ramón —así se hizo llamar siempre— se quiso acompañar, como el personaje de Las Hortensias, de una muñeca a la que reverenciaba con su aire de gran señora; al margen de esta comedida coincidencia, hay en la obra de ambos un inusitado universo hacinado, móvil y dócil a la emoción surgida desde la gastada orilla de un mueble o un gesto corpóreo; esto es, una evidente avidez del mundo como cosa viviente, alimento para saciar la ingente capacidad de asombro de sus personajes.

Los relatos de Juan Carlos Onetti, el otro gran narrador uruguayo del siglo pasado, comparten con los de Felisberto alguna atmósfera onírica, cierto automatismo psíquico como revés de la trama de la vida-en-sí. Se trata de una literatura que podría arrogarse, en ambos, el título de un libro muy distinto y casi antitético de los escritos por los autores uruguayos, el Material de los sueños de José Revueltas, que los acogería con pertinencia, sí, pero también con cierta oblicua obviedad; solo que en el autor de Juntacadáveres no aparecen, o nada más por excepción, un yo-narrador tan intenso y verborreico ni las dificultades de la escritura como hilo conductor del relato. En Las dos historias, por ejemplo, Felisberto hace del apunte, del mero borrador del protagonista, dos relatos inacabados y construidos a retazos obtusos de imágenes imprecisas. Pero así como ese personaje y narrador en primera persona es con frecuencia un escritor, naturalmente suele encarnar asimismo, como ya se ha dicho, en un pianista empinado sobre el mal sueldo de contratos inverosímiles y caprichosos de viudas ricas o salas desoladas, con lo que el autor cubre el doble perfil de sus dos pasiones obsesivas. En Las Hortensias, por ejemplo, Walter toca música mientras Horacio se pasea en escenarios fantasmales, casi como lo hizo el propio Felisberto cuando, para ganarse la vida, tocaba la pianola en cines que exhibían películas mudas.

De una manera absolutamente distinta a la literatura de Borges, la de Felisberto Hernández, escasa, reducida a no más de 40 historias de extensiones que oscilan entre las 10 y las 60 páginas, conjuga también una curiosa reticencia a la retórica o a la dificultad léxica con una hipertrofia de la realidad contada que se dispara múltiplemente en planos de situaciones plenos de sugerencias psicológicas y aun metafísicas. Como en Borges, no son las palabras en sí mismas, la mayoría de las veces inusitadamente simples y hasta banales, sino su acomodamiento y poder de evocación lo que singulariza los cuentos. Pero, a diferencia del autor de Ficciones, el aleph de Felisberto no es un universo pascaliano cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, sino un mundo de consistencia fantasmal y dimensiones divergentes donde las ventanas “se habían quedado distraídas contemplando hasta último momento la claridad del cielo”.

Tomado de La Jornada

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