Suplementos Manuel Vicent

“El fascismo es un virus latente que a veces despierta y vuelve”

Manuel Vicent vuelve a los contrastes del Madrid

Manuel Vicent vuelve a los contrastes del Madrid de los 50 y los 60 con Ava en la noche (Alfaguara). Lo hace a través de un joven aspirante a cineasta, David Arnau, que persigue a la estrella de Carolina del Norte para siquiera encenderle un pitillo al tiempo que indaga en el cuádriple asesinato del dandi José María Jarabo, y que da a García Berlanga una de las ideas clave de su gran obra El verdugo.

¿De dónde surgió el impulso para escribir esta novela?

—Procede de las sensaciones de aquellos años en que empezaba a escribir. Pero en mis crónicas de entonces tal vez faltaba el retrato de ese Madrid partido en dos: el de las noches galácticas de las estrellas de Hollywood que teníamos aquí y el de una dictadura que la nueva clase media empezaba a quebrar. La imaginación estaba en el cine. Pese a todas las censuras, cabalgábamos con los indios de aquellas películas y nos enamorábamos con sus galanes de aquellas películas. E incluso nos iniciamos malamente en el sexo en las butacas de las últimas filas. Pero lo más excitante literariamente es que a esos personajes míticos los teníamos ahí en carne y hueso. Podías ver a Ava Gardner en cualquier garito, a Gary Cooper cruzando un paso de cebra, a Rita Hayworth de compras por Serrano o a Audrey Hepburn saliendo de las Mantequerías Leonesas. Esa explosiva mezcla entre el mundo imaginario proyectado en las pantallas y la realidad de los personajes paseando por unas aceras de Madrid llenas de lapos resulta irresistible. Es la historia de cómo una generación de españoles vio de cerca, pero como un espectáculo, la libertad de otros. Una libertad ligada al glamour, la seducción y la fascinación de gentes con las que se soñaba.

Y todos ellos vivían aquí a cuerpo de rey.

Esta gente venía a España sintiéndose protegida por la dictadura y su policía, que les mantenía a salvo de molestias y escándalos. Y, a la vez, su presencia servía de propaganda al régimen, que podía como decir: ‘¿Veis? Aquí tenéis a todos estas estrellas, tan tranquilas. El caso más señalado era Hemingway, que en la guerra vino de reportero en el bando republicano y años después no tuvo ningún inconveniente en volver y pasarlo maravillosamente… en las noches de la España de Franco.

Hay además un contraste marcado entre la belleza y la ruina, entre la libertad y la represión: una constante en sus novelas, ¿no?

—Ando siempre dando vueltas a la misma idea. En este caso está en la escena de los dos niños que juegan sobre los escombros de un balneario, buscando una hipotética diosa desnuda en un mosaico enterrado por las ruinas de un bombardeo. Es la idea de lo que posiblemente fue maravilloso, como lo fue la idea de la República en abril bajo las acacias en flor. Cuando uno de esos niños llega a Madrid, trae la imagen de ese imposible y la traduce a la de esa mujer soñada que es Ava Gardner bajo las ruinas de un país destruido por una dictadura. Bajo la destrucción reside lo bello.

En la novela no ataca a estos personajes, pero los muestra con cero empatía hacia el pueblo que los acoge. ¿Se comportaban con frivolidad?

—Ellos tenían el dinero que Hollywood no podía repatriar y también sol, paz, orden… Y unos técnicos de cine estupendos. Aparte de las juergas de Ava Gardner y de lo bien que lo pasaba Hemingway, venían a trabajar. No entraban en si aquí había o no libertad. Tampoco hubieran podido. Solo a Frank Sinatra lo echaron. O se fue él, también por asuntos de celos con Ava Gardner. Pero no, esta gente ni siquiera miraba a los españoles. Veían España como un país exótico y del tercer mundo.

De Hemingway cita en su libro dos novelas que le parecen “mediocres”, Por quién doblan las campanas y Fiesta, para luego relatar una escena que no lo deja como un valiente precisamente. ¿Cree que Hemingway está sobrevalorado como escritor e individuo o son comentarios sin mayor intención?

—Hemingway es un grandísimo escritor, pero de vuelo corto. Me explico. Él sabe impulsar el verbo como un caballo que tira de la acción. En su forma de escribir me parece extraordinariamente certero porque define a los personajes por lo que hacen, no por lo que dice él que hacen. En eso es un maestro. Como también lo es en su forma de convertir el verbo en adjetivo, lo que le permite ahorrar muchísimos adjetivos.

Ahora bien. Mientras algunos de sus relatos cortos y crónicas me parecen estupendos, sus novelas no me interesan. Y ese amor por la violencia, que él convierte estéticamente en emoción, me resulta detestable. Luego, su olfato a la hora de aparecer en el momento oportuno y salir en la foto que él necesitaba… Todo eso me echa para atrás. Pero su capacidad para describir el desembarco de Normandía como si estuviera dentro de una tanqueta bajo fuego alemán cuando en realidad lo está haciendo en una habitación del Savoy de Londres, con una botella de whisky a los pies, es digna de admiración. Aunque sea una impostura.

En definitiva, me gusta su estilo literario. Si él describe el desembarco de Normandía desde hotel y te hace creer que está ahí, me da igual. Es impostura, pero la descripción me gusta, luego, El viejo y el mar y algunos relatos tienen una gran calidad. Pero sobre todo la forma. La persona no me interesa.

En Ava en la noche, el protagonista proporciona a Luis García Berlanga la idea del verdugo acobardado que luego llevó al cine, con Pepe Isbert. ¿Hay algo de cierto detrás de esta parte de la ficción?

—Bueno, no es exactamente así. Lo que es cierto es que, cuando yo estudiaba Derecho en Valencia, asistí al juicio de la envenenadora Pilar Prades. Y luego el fiscal Chamorro me contó los pormenores de la ejecución. En ella, al director de la cárcel le dio un ataque epilepsia y fue la propia envenenadora quien lo socorrió y gritó para que le pusieran un pañuelo en la boca. Después, ese hecho saltó las tapias de la cárcel Modelo y se transformó en el rumor de que el verdugo no había tenido valor para ejecutarla y se había comportado como un pusilánime y un cagueta. Según ese rumor, había sido la sentenciada la que había dado ánimos al verdugo para que cumpliera su cometido. La historia se difundió por Valencia. Y, cuando ya la película de Berlanga estaba hecha –con esa misma idea del verdugo remiso a cumplir su función–  yo le pregunté si se había servido de aquel cuento que circuló por la ciudad. Y él no me dijo ni que sí ni que no. Típico de él, jajaja.

¿Qué ecos percibe hoy de aquella España de El verdugo, si acaso percibe alguno?

—Bueno, los jóvenes no saben quién era Franco. A ellos se les ha regalado la libertad tras una lucha en la que muchos se dejaron la piel. Algunos de mi edad y algo menores que vivían bien sienten nostalgia, una nostalgia peligrosa, al confundir el franquismo con aquel bienestar suyo en plena juventud. Y hay un franquismo latente; como un virus que a veces despierta y vuelve. Es mucho más fácil sacar a Franco del Valle de los Caídos que del cerebro de los españoles. El fascismo tiene muchas caras, es laberíntico y cambia de faz. Puede manifestarse como populismo, extrema derecha… No ocurre solo aquí. La historia da vueltas como una noria y acaba pasando siempre por los mismos sitios aunque lo haga de distintas formas.

Tomado de La Vanguardia

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