Hay corrientes de pensamiento que, más allá de ser filosóficas, representan en la historia de las ideas una especie de revolución cultural, en la medida en que constituyen la concreción de un estado de ánimo colectivo que tipifica una época o una generación, un ambiente o un medio sociocultural vigente e imperante en amplios sectores intelectuales. Por ello influyen en otros ámbitos de la vida de una sociedad dada, tales como el campo político –ideológico, la vida y la producción en las artes y hasta en las modas, generando así una sensibilidad común. Tal fue el caso del existencialismo que impregnó los medios culturales y políticos europeos, especialmente alemanes y franceses, desde la primera postguerra hasta bien avanzada la segunda postguerra.
Pero hubo una diferencia muy marcada entre las corrientes existencialistas de uno y otro país. Mientras el existencialismo fue en Alemania, ante todo, una escuela de pensamiento filosófico que giró en torno a la vida universitaria, que creó su propia terminología y se expresó en categorías conceptuales que la hacían poco accesible a un gran público; en Francia, por el contrario, tendió desde sus orígenes a buscar el diálogo con los más amplios sectores de la sociedad, identificándose o enfrentando polémicamente corrientes de pensamiento ideológico-políticas y sensibilidades estéticas en todas las formas de expresión del quehacer artístico y cultural. Con ello se buscaba deliberadamente dialogar de forma crítica, pero con total simpatía, con los movimientos populares y las fuerzas político-sociales alternativas. Todo con la no disimulada pretensión de, inspirándose en la conocida Tesis XI sobre Feuerbach de Marx, no solo interpretar la realidad imperante en ese momento, sino cambiar el rumbo mismo de la historia en todas sus facetas.
Lo anterior explica que sus más conspicuos representantes recurrieran a las más variadas formas de expresión de la creatividad artística y cultivaran los más variados géneros literarios, tales como el teatro, los guiones para el cine, la novela y el ensayo periodístico. La diferencia de esta actitud asumida por sus principales representantes estriba en su compromiso práctico en el campo político. Mientras filósofos alemanes, tales como Martin Heidegger, se plegaron con no disimulado entusiasmo, incluso en forma ostentosa al menos durante un período de su vida académica, al régimen nacionalsocialista; otros, por el contrario, se convirtieron en firmes y beligerantes opositores al mismo, pero desde un exilio que no les impidió seguir cultivando su labor filosófica, como fue el caso de Karl Jaspers. Los pensadores existencialistas franceses se entregaron de lleno a un compromiso militante de resistencia a la ocupación nazi de su patria, aún a riesgo de sus visas. Todo lo cual marcó profundamente su producción teórica y su creatividad literaria, dándole un sello indeleble a su actividad artística y orientando su presencia en la vida pública de la nación. Así fueron sus más connotados representantes, los pensadores y escritores Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Albert Camus. Algunos, por el contrario, como Merleau-Ponty, prefirieron el claustro universitario; otros cultivaron una solitaria especulación filosófica de índole metafísica, pero asumiendo una actitud políticamente conservadora, como fue el caso de Gabriel Marcel.
Quien fue más lejos en su compromiso ideológico y en su activismo político y artístico fue Sartre; prueba de lo dicho es que buscó siempre un acercamiento abierto, sin abandonar por ello una actitud crítica, con los grupos revolucionarios izquierdistas inspirado siempre en su muy personal interpretación de la filosofía marxista. Sartre estaba convencido de que la única filosofía válida en el mundo actual, como visión de mundo integral, era el marxismo; por lo que él veía en el existencialismo tan solo su expresión ideológica (Crítica de la razón dialéctica, T.1, pg.10). Esta obra, que expresa su pensamiento tardío, no es más que el intento por articular una antropología filosófica inspirada en Marx que este no explicitó en sus obras, pero que se podía deducir de su pensamiento. Es por eso que debemos ver en la crítica sartreana a las diversas corrientes del pensamiento del marxismo histórico, no tanto un distanciamiento de la filosofía de Marx cuanto un rechazo de formas espurias de su concreción histórica, tales como el dogmatismo stalinista. El intento por dilucidar una interpretación del marxismo desde la subjetividad constituye el objetivo último de todo el proyecto filosófico sartreano; para Sartre sin subjetividad no hay tampoco auténtica objetividad, sino tan solo alienación o “cosificación”, como prefería decir.
Sartre lo dice explícitamente en un texto como el siguiente: ”El realismo socialista debe tener en cuenta los factores subjetivos. Debe resolver esta antinomia nueva; la tesis: lo subjetivo que es una escritura secundaria de la objetivad; la antítesis: la objetivad depende de una subjetividad que aprecia y prevé los fenómenos y que los modifica en función de sus apreciaciones” (Problemas del Marxismo – Situaciones.VI). Es por eso que, dentro de esta concepción debe haber un lugar para la libertad, para una opción personal y, con ello, para el azar en la medida en que haya un futuro siempre abierto.
Esta concepción lleva a Sartre, de manera consecuente a su opción por un marxismo humanista y comprometido, a mantenerse fiel a su inclinación a la reflexión filosófica y a su vocación temprana, cultivada a través de toda su trayectoria en el campo de las letras, cuyos géneros cultivó con notable éxito en todas sus manifestaciones excepto en la poesía. Sartre no se puede pensar a sí mismo sino como escritor; nació y creció en un mundo donde los libros y la literatura eran parte del entorno familiar y de su vida cotidiana. Sartre vivió en la literatura, tanto en su forma de creación como en el ensayo crítico; tal fue la manera de incorporar la subjetividad al compromiso con un marxismo que, en algunas de sus expresiones históricas, corría el grave riesgo de incurrir en el totalitarismo.
El arte fue para Sartre la concreción de una concepción filosófica que privilegia la libertad y el ego personal junto con la responsabilidad ética y la creatividad de una imaginación, que le permitía concebir la existencia como ese proceso mediante el cual el ser humano construye la humanidad en cada una de sus acciones. Pero con el énfasis en la construcción de la subjetividad, Sartre no incurría en el subjetivismo e individualismo burgués.
La dimensión de universalidad se expresa en la dimensión ética que toda acción humana libre y comprometida tiene; cada acción libre define y construye lo que entendemos por ser humano; en su conocido ensayo El existencialismo es un humanismo, Sartre lo dice en términos que se han hecho célebres, por lo que no resisto la tentación de citarla textualmente: “No hay ni uno solo de nuestros actos que, al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal y como pensamos que este debe ser”. Y frente a esto, no hay escapatoria; solo cabe asumir las consecuencias de nuestros actos hasta en sus últimos extremos previstos o no previstos; escabullir esa responsabilidad es incurrir en mala fe (El ser y la nada). La literatura y, en especial, el teatro que siempre fue su preferencia, proveyó a Sartre la ocasión, no solo de poner al alcance de un público más vasto que el de los cenáculos de intelectuales, literatos y filósofos, sino también ilustrar con circunstancias y condiciones concretas, por no decir dramáticas, las implicaciones humanas de sus concepciones ideológicas y filosóficas. La mala fe consiste en evadir conscientemente la responsabilidad de nuestros actos; en cuanto a nuestra dimensión subjetiva, solo puede contribuir a la destrucción de nuestra personalidad auténtica, como lo ilustra Sartre en su última gran obra dramática: Los condenados de Altona. La moraleja que encierra su obra El Diablo y Dios es que no se puede aspirar a ser ni ángel ni demonio, como en vano pretendía Goetz, el protagonista de la obra, sino tan solo pero plenamente “ser hombre entre los hombres”; porque, como decía Pascal: el que juega a ángel, termina por hacer de diablo.