Una noche de concierto
Tercera llamada… mariposas en el estómago, un tambor en el pecho, el cuerpo entero hablando, la adrenalina desbordando la carne y el alma. Diez segundos faltan…el cuerpo grita, se agita, es el momento de luchar o huir. Transcurrir por el umbral hacia la pantalla que será erigida por la mirada social que juzga, que devora el lenguaje corporal del performante: su andar, su gestualidad; ¿y el cuerpo?… sigue hablando. Entonces, es ahí en el momento sublime, frente a frente las dos músicas, la que fluye y se genera desde el intérprete musical y la que crea el espectador en su nicho teñido de enclave socioeconómico: platea, palco o “gallinero”. Ambas músicas enfrascadas en una suerte de metaimagen musical, donde el ejecutante y la audiencia se miran mutuamente y erigen un constructo sonoro permeado por sus propias historias, características sociológicas, estéticas y eróticas.
Reverencia al público, saludo al director de orquesta y, como lo manda la etiqueta del concierto, apretón de manos con el concertino. De nuevo, salutación al público, y con ello, la brisa fresca desde las palmas batientes que acallan el cuerpo y rallentan el redoble en el pecho. ¡Todo listo!: el acto de comunión artística da comienzo.
El concierto musical en el teatro es tanto una expresión del arte sonoro, como una forma de disciplinamiento de los cuerpos en una ritualidad que resuena en el escenario, desde el lobby y hasta las butacas. El concierto, un enmarañamiento de compromisos sociales, políticos y económicos; consigna en su contrato artístico una performance musical que busca su aura, y una audiencia que deposita en el aplauso la representación concreta de sus afectos. Lo anterior otorga al aplauso una categoría de mecanismo de medición del asentimiento del cuerpo social en butaca, hacia la propuesta artística del intérprete musical, quien recibe la aceptación y revaloriza sus estrategias performáticas.
Mirando a través de la hendija
Y es aquí, ante la fría mirada del dispositivo electrónico que captura y trasfiere la sombra mustia de una esencia artística desabrigada de afecto, que el calor humano se convierte en bit. Micrófono preparado, acompañamiento pregrabado listo, las mariposas estomacales dejaron sus colores en el cielorraso del templo musical, y el tambor del pecho redobla en el tintinear de las candilejas del foyer que añora el retorno de las musas. No hay brisa fresca de manos que animan, no hay manos que acuerpen, que susurren al oído: ¡no temás, estamos con vos! ¡Todo listo! La solitud, el lente y yo.
Desde su llegada, el Internet trajo consigo la posibilidad de compartir nuestra opinión con todo el mundo. Las redes sociales y las plataformas de streaming abrieron nuevas posibilidades y herramientas a los artistas para darse a conocer con mayor facilidad, y trocó el aplauso hacia una cifra tangible a través de las vistas y los likes. Ya no era solo el inconmensurable ruido de las palmas, sino el poder de una nueva audiencia que encontraba en el like una herramienta que dejaba la marca de sus afectos, pero que, a su vez, imprimía una huella de registro algorítmico que determina tendencias ante la mirada cibernética del que todo lo ve.
En tiempos del distanciamiento social producido por la pandemia, la creación de la percepción sonora en torno a las prácticas musicales sincrónicas exsomáticas ha representado un gran reto tecnológico, impulsando la búsqueda de maneras de influir conscientemente en la mirada social que determina la mirada-cámara favorable a los intereses del ejecutante musical, y que le permite alcanzar un ideal, un deseo plasmado en aceptación, un like. Propuesto de esta manera, se avista un distanciamiento entre la mirada-cámara y la mirada humana, o la mera forma sensorial de percibir la luz y los objetos, especialmente con la intermediación electrónica que reniega o avala el espectáculo en un entorno estéril, donde la reciprocidad de las miradas se pierde en una suerte de mirada social morbosa, detrás del umbral de los medios digitales que empujan la construcción de la percepción de lo sonoro hacia nuevas ritualidades.
Del aplauso al like
Además de las consideraciones etéreas del performance de lo sonoro, los retos del confinamiento por el COVID-19 han obligado a la música de ejecución presencial, como componente de la industria artística, a reinventarse o padecer, además del claustro corporal, el ostracismo económico.
El Internet y su repercusión mundial trajeron consigo desde sus inicios un mundo de oportunidades que se enraizaron rápidamente en todos los ámbitos de la cotidianidad de la vida humana. La música como arte, como mecanismo de comunicación y como industria, encontró en los medios digitales una herramienta poderosa de normalizar el gusto, y de crear tendencias manipuladas por el marketing digital agresivo, vistiendo sus verdades de repeticiones abrumantes y clickbaits infalibles.
En la época pre COVID-19, el streaming y la ejecución musical presencial convivían en un contubernio que permitía masificar y democratizar el arte sonoro. El aura musical sobrevivía a la representación digital, porque la transmisión electrónica absorbía el embeleso de la ejecución sonora con la energía afectiva de los cuerpos en butacas, las dos músicas, performante y audiencia, en unísono in situ.
La llegada de la pandemia COVID-19 trajo consigo el distanciamiento social que a su vez purgó de la interacción audiencia-performance, la presencialidad del aplauso. Ya desde hacía muchos años, la industria dedicada a la producción, difusión y mercantilización de productos musicales pregrabados había desarrollado amplias formas de mercadeo digital que permitieron convertir la expresión musical en mercancías de consumo más allá de la expresión sublime de la interpretación instrumental o vocal. Las generaciones del siglo XXI han visto en el streaming y las redes sociales componentes de la cotidianeidad social y cultural, situación que les ha permitido abrazar la nueva normalidad del arte sonoro y sus ritualidades de forma casi imperceptible.
En tiempos del COVID-19, desde la perspectiva del artista, el aplauso cambia y deja de ser solo un marcador de satisfacción, para convertirse en un indicador de ganancias y estabilidad. El aplauso como expresión social de aprobación por excelencia, brinda a la audiencia presencial una herramienta para demostrar algo que ha gustado o impresionado. Por otro lado, el internauta desde la solitud de su monitor o teléfono inteligente, se desmarca del compromiso de participación en la acción artística de lo musical, y solamente consume, digiere, desecha y se manifiesta en un like.
Nuevas ritualidades
Una melodía silente aguarda entre los recovecos pentagramales, enjambres armónicos cuelgan desde pentalinealidad que mueve su cuerpo composicional al ritmo del lenguaje binario, ceros y unos palpitando en colores; ecos de un performance que busca en su transmutar una oportunidad de reinvención y pertinencia, en un contexto diseñado al tenor de la medicalización forzada del arte sonoro.
En tiempos del COVID-19, el aplauso en físico perdió completamente su fuste por el confinamiento obligado, dando paso al aplauso virtual convertido en una forma de mantener vigencia artística y, en la medida de lo posible, en una forma de generar oportunidades económicas.
Lo que vendrá luego del distanciamiento obligado y su injerencia sobre las viejas ritualidades en el teatro, augura un futuro incierto para el escenario y las butacas. La desocialización del performance presencial y del aplauso rompe el contrato artístico, convirtiendo a la audiencia en un simple observador que mira a través de los resquicios digitales, y decide cuánto y cuándo del performance quiere ver, en un rol de observador omnisciente, que juzga desde el anonimato indolente los despojos de un aura sonora que se desvanece en el infinito digital que la carcome.