En la novela de ciencia ficción de Isaac Asimov, El hombre bicentenario (1976), la presidente de la Tierra Marjorie Bota examina las razones por las que el robot Andrew Martin se empeña en ser reconocido como humano. El robot no interpone su apariencia de hombre, su inteligencia o los aportes hechos a la sociedad, sino que apela a la muerte como condición: “Como usted puede ver señora Presidente, ya he hecho arreglos para ser mortal…Estoy envejeciendo, mi cuerpo se está deteriorando, y como todos ustedes, terminaré por dejar de funcionar. Como robot, podría haber vivido para siempre. Pero os digo a todos, que prefiero morir como hombre que vivir por toda la eternidad como una máquina”.
Los humanos son los únicos animales capaces de especular sobre el futuro y advertir el fin de su vida. Es la idea de la muerte más que la muerte misma, la que acosa a las personas. Al contrario del robot Andrew Martin, los humanos se empeñan en prolongar su existencia; ya sea por el instinto de conservación, el gusto por la vida o por el miedo a la “predestinación” calvinista sobre quien se salva y quién se condena desde la Creación.
En términos generales, existen cuatro métodos para sortear a “la Pelona”; eso, sin tomar en cuenta la “técnica” de Uvieta, el personaje de Carmen Lyra que burló a la muerte trepándola a un árbol de uvas, del que no podía apearse.
El primero y más antiguo de ellos es el místico-religioso; es decir, la “vida después de la muerte” mediante la transmutación de las “almas”, ya sea a un mundo ideal como el paraíso (…o el infierno) o por medio de la reencarnación. Este método, además de asegurar la “vida eterna” (aunque sea en el averno), tiene la ventaja de ser barato, y por tanto apto para los países pobres. Sin embargo, hay que tenerle fe, lo que siempre es un inconveniente. “No creo en la vida del más allá, pero, por si acaso, me he cambiado la ropa interior” -Woody Allen-.
El segundo método es la criopreservación, la práctica de congelar al muerto a muy bajas temperaturas (-140 ºC) con la esperanza de que una tecnología más avanzada lo pueda revivir en el futuro. Este proceso se ha logrado con células, semillas, tejidos y con algunos pocos animales pequeños, pero no con mamíferos. La criopreservación asume que la conciencia y el “yo” sustentados en las redes neuronales del cerebro se mantienen durante el proceso. En los Estados Unidos, donde el número de personas obsesionadas por evadir a la muerte es más acentuado, se han congelado unas 300 “personas” y 1.500 más están haciendo fila. El proceso cuesta cerca 150 mil dólares, más los gastos de manutención. Si se congela solo la cabeza, hay descuento…
Pese a ello, esta tecnología está lejos de ser realista. El congelamiento es un proceso harto complicado que mata a la mayoría de las células; además, durante el descongelamiento se dispara la muerte celular. Es probable que la interrupción prolongada de la actividad cerebral cause la pérdida de la conciencia y de la identidad, por lo que la persona podría “revivir” como un neófito absoluto o un retrasado mental.
El tercer método es la transferencia de la conciencia a una computadora mediante la grabación y el registro de toda la organización cerebral. Subyacente a esta práctica está el precepto de que la conciencia emerge como consecuencia de las redes dispuestas en las estructuras cerebrales, lo que permite la comunicación y la emergencia de la información; es decir, la mente. De ese modo, los patrones de clasificación y de información que existen en el cerebro podrían ser emulados por un programa computacional, reviviendo a la mente dentro de un ordenador. Se lograría la inmortalidad de la conciencia, más no la del cuerpo. Incluso, se podrían hacer copias en diferentes computadoras. Con el tiempo, los clones mentales podrían divergir y diferenciarse entre sí, dependiendo de las nuevas experiencias adquiridas por cada ordenador, creando una sociedad cibernética. Obviamente, este concepto excluye el dualismo místico de la separación del alma y del cuerpo e infiere que la mente emerge de la arquitectura de un sustrato material, ya sea el cerebro o una máquina.
Haciendo a un lado los preceptos éticos, políticos y legales, la transferencia de la mente a una máquina, parece una tarea imposible y es probable que nunca suceda. Las dificultades tecnológicas y científicas son enormes. Entre los sistemas cibernéticos y cerebrales hay una gran diferencia, por lo que habría que diseñar una interface que los comunique. Primero habría que entender cómo emerge la mente -cuya naturaleza se ignora- en el encéfalo para después hacerla compatible con un ordenador. Además, una vez trasferida, debería probarse que esa “mente” es humana y no un simple programa de cómputo, es decir debería pasar la “prueba de Turing”, lo que es un espejismo. A pesar de lo anterior, hay opulentos hombres de negocios que financian investigaciones millonarias, con miras a la inmortalidad cibernética. Al contrario de Andrew Martin, ellos preferirían vivir por toda la eternidad como máquinas que morir como humanos.
El último método consiste en prolongar la vida por medio de prácticas que mejoran la salud. Medidas sanitarias como la distribución de agua potable, el manejo de las aguas negras, el acceso a la educación y vivienda, así como las atenciones preventivas y curativas de la medicina moderna, han logrado diezmar enfermedades que mataban a millones de personas prematuramente. Mientras que a principios del siglo XX la esperanza de vida promedio en Costa Rica era de 35 años, cien años después era de 77 años. Actualmente, las expectativas de vida en el país han alcanzado casi los 80 años, lo que implica un aumento de 50 años con respecto al siglo XIX, una de las más altas del mundo.
Gracias a la ciencia y a la tecnología, la esperanza de vida de los humanos ha crecido y la ilusión es que siga creciendo. Experimentos en gusanos, moscas y ratones han demostrado que la vida promedio puede extenderse mediante dietas, fármacos y manipulación genética. Con base en esto, algunos sugieren que la vida se puede prolongar más allá de los 122 años, el máximo registrado por una persona en el mundo. Sin embargo, un estudio reciente sobre personas centenarias en la revista Nature (538:257), revela una reducción en las expectativas de vida después de los 100 años y demuestra que el promedio superior de 84 años, no ha aumentado desde 1990. Estos resultados indican que las expectativas máximas de vida de los humanos ya se han alcanzado y variarán poco o nada en el futuro. No hay nada más desesperanzador que la verdad.
Sin importar lo que hagan, todos los humanos son “esclavos” de la segunda ley de la termodinámica. El decaimiento entrópico aumenta y la materia se disipa de manera inexorable. Nada es eterno. Llegará el momento en que el mismo Universo desaparezca, sin un destello ni una estrella en el firmamento.
Ante esta perspectiva, vale la pena evocar lo que el robot Andrew Martin replicó ante la pregunta de por qué se había hecho mortal: “Quiero ser reconocido por quien soy, ni más ni menos. No por la fama ni la aprobación, sino por la realidad simple de ese reconocimiento. Esto ha sido el impulso elemental de mi existencia, y debe cumplirse para que pueda vivir y morir con dignidad”.