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Del origen biológico de la ética

El presente artículo comenta el libro El bonobo y los diez mandamientos de Frans De Waal, primatólogo holandés quien plantea un origen biológico

La propuesta ética del primatólogo holandés Frans de Waal, en El bonobo y los diez mandamientos. En busca de la ética entre los primates (Barcelona: Booket, 2015), parte de la biología y se  posiciona frente al carácter normativo (y, ante todo, punitivo) derivado de la influencia de la religión cristiana en Occidente. Ante una moralidad fundada verticalmente –y lejana de lo que es la naturaleza del ser humano- en la revelación divina (tras la caída según el mito bíblico del pecado original), De Waal apuesta por una fundamentación biológica de la ética. Desde un naturalismo ético en cuanto ontológicamente se parte de los entes biológicos y, epistemológicamente, del empirismo, se explica tanto la religión como la moralidad de manera naturalista (interés por uno mismo y simpatía altruista). Dado que la única fuente del conocimiento es la experiencia, resulta imposible un conocimiento absoluto con referencia existencial; a saber, es imposible un conocimiento moral absoluto sin la observación directa o de la experiencia inmediata.

En conjunto, la propuesta ética de De Waal es descriptiva, explicativa y emotivista y, simultáneamente, confrontativa con la idea hobbesiana de que el ser humano es naturalmente malvado o que es homo homini lupus (Th. Hobbes), la especie más peligrosa, porque puede transformar la naturaleza en un arma letal dirigida contra sus semejantes y la Tierra entera y, en consecuencia, solamente una moralidad punitiva es viable en tanto se parte de la premisa de que los humanos hacen algo bueno solamente por hipocresía o algún beneficio bizarro.

La teoría naturalista que defiende De Waal respecto de la moralidad es un intento por reconocer la discontinuidad en el trasfondo “de una continuidad evolutiva compartida”. Asimismo, la bondad moral resulta algo real sobre la base de premisas ciertas: el comportamiento animal genera empatía (en cuanto modo de ponerse en la perspectiva del otro y auxiliarlo), lo cual es entendible a través de la sincronización o imitación de los otros en un proceso de contagio emocional. Entrar en ayuda de otro implica el reconocimiento de cierto grado de inteligencia en ciertas especies que pueden cuidar unos de otros, id est, sí les importan los otros dentro de los “empates básicos” que conllevan. Esta empatía está presente en todos los mamíferos, los cuales son prosociales o cooperativos, pero que se manifiesta más claramente en aquellos (antropoides y delfines) que pueden autoreconocerse en un espejo como forma de autoconciencia.

Con la metáfora de que ignorar todos los pisos de una torre una vez que se ha llegado a la cima, sería “olvidarnos de las características que compartimos con el resto de primates y negar las raíces evolutivas de la moralidad humana”. Muchos de los pisos antes de llegar a la cima los ocupan los animales y, finalmente, los primates. Se trata de una visión de conjunto. Si los animales (perros, gatos, osos, lobos o rapaces, primates) se comunican jugando y no violan el código del juego sino que simulan que atacan, se reproducen o matan, entonces “es una simpleza decir que todo eso se debe al instinto” (M. Bekoff). Con las distancias del caso, los cánidos expresan mucho mejor sus emociones profundas, además de que tienen varios miles de años de acompañar al hombre, prevén e intuyen nuestras emociones, es más, consideran a su guardián o amo parte de su manada. Cuando se rompe un código, como que sean abandonados, los perros, gatos y chimpancés se ‘deprimen’ y “pueden morir de pena” (M. Bekoff).

De Waal afirma que la moralidad es una consecuencia directa de las tendencias cooperativas que terminaron siendo inevitables en gran cantidad de especies con el fin de sobrevivir de la mejor manera. La moralidad “evolucionó para tratar con la comunidad en primer lugar, y solo recientemente ha empezado a incluir a miembros de otros grupos, a la humanidad en general y a los animales no humanos”, es decir, no se trae la programación, sino que, similarmente a los fundamentos biológicos del lenguaje, se trae una “agenda de aprendizaje” que indica qué debe asimilarse.

Esta agenda incluye tres niveles. En un primer nivel estarían los componentes básicos o sentimientos morales como la empatía y la reciprocidad, la retribución, la resolución de conflictos y el sentido de justicia, y es que “los mamíferos son sensibles a las emociones ajenas y reaccionan ante los necesitados” (De Waal, p. 17). Los antropoides, por ejemplo, responden a signos de aflicción en otros y se sienten movidos a optimizar la situación ajena, en virtud de que reconocen las necesidades ajenas y reaccionan en consecuencia, lejos de ser una tendencia genéticamente preprogramada por el bien de los genes. La empatía emana de conexiones corporales inconscientes que involucran “caras, voces y emociones. Las personas no deciden ser empáticas: simplemente lo son”. Esto sucede cuando se activan las neuronas espejo que permiten que un organismo se ponga en la piel del otro. “Estas neuronas funden a las personas al nivel corporal”, dice De Waal. También ayudan a los primates a imitar a otros para abrir una caja, para quebrar las semillas de una fruta tras ver a su madre. “Todos los primates son conformistas. No solo imitan, sino que les gusta ser imitados” (De Waal, p. 151). Los humanos se ponen tristes cuando ven triste a alguien y toman su postura de postración. Hasta se llora con quien llora. Reímos a carcajadas con quien nos contagió su risa. Las neuronas espejo pueden “representar, en el cerebro del individuo, los movimientos que este mismo cerebro ve en otros individuos” (A. Damasio), como si se tratara de una simulación, o fueran realmente ejecutados. Estas neuronas están presentes en la corteza frontal de monos y seres humanos, y son llamadas “neuronas espejo”. Sin embargo, las investigaciones en primates muestran que los cercanos son prójimos y los lejanos, extraños, y son tratados con empatía u hostilidad, respectivamente.

De Waal compara el comportamiento social de los bonobos con otros antropoides (chimpancés) con tal de enriquecer el acercamiento a la evolución humana. Por supuesto que el dominio y el rechazo de otros se da, pero también armonía y ocupación por los otros. Es más, un dato interesante es que en los últimos 30 años no hay informes de agresión letal entre ellos (cf. De Waal, p. 73). Además, el sexo resulta festivo porque resuelve conflictos: disputas por territorios sin matarse. Todos juegan sexualmente y comparten los premios, por lo que el sexo no es simplemente reproductivo, es la solución a los conflictos. Llama la atención que cuando un bonobo sufre una herida, es rodeado por los que lo inspeccionan, lamen y acicalan. Los chimpancés, corpulentos y fuertes, luchan por sexo, poder, buscan seguridad y afecto, son cooperadores, reprimen su agresión si se trata de conocidos y, curiosamente, recuerdan favores y los aprecian.

En un segundo nivel, la presión de todos los miembros termina generando comportamientos conforme a la expectativa de la comunidad. No hay una línea divisoria entre las emociones humanas y animales, dice la neurociencia respecto de la empatía. Esta fluye de cuerpo a cuerpo, como si se tratara de un canal corporal de empatía. Es más, las personas más propensas a bostezar cuando otra bosteza son las más empáticas. Pero más allá de esto, la compasión sí que es activa, sin ella no nos moveríamos a ayudar a otros. “La ayuda humana es producto de una combinación de impulsos emocionales y filtros cognitivos. Esta misma combinación funciona también en otros animales” (De Waal, p. 159). Y aunque es cierto que los animales no son personas, también es cierto que las personas son animales: las especies estrechamente emparentadas actúan de la misma manera en circunstancias similares. Todo organismo persigue metas (comida, sexo y seguridad).  Esta segunda fuerza que impulsa la moralidad es nuestra naturaleza jerárquica y el miedo al castigo.

En un tercer nivel, la interiorización de las necesidades y objetivos de los demás sobre los que se realizan juicios morales frecuentemente reflexivos. Debatimos sobre nuestras decisiones morales. Un rasgo distintivo de la moralidad humana es buscar los estándares universales con un sistema elaborado de justificación, control y castigo (De Waal, p. 29). Pero no se parte de cero racionalmente, sino que se recibe un fuerte empujón de nuestro bagaje como animales sociales. Hay una preocupación comunitaria que bien puede servir de signo para los cimientos de la moralidad más antigua de la humanidad. Aunque habría que reconocer que la conciencia es, en el fondo, la confluencia de diversas áreas cerebrales que permiten, entre otras cosas, las interacciones sociales como entorno. La corteza prefrontal funciona como la sede del comportamiento moral, por lo que el altruismo y la empatía tendrían fundamento neurológico [cf. D. F. Swaab]. (Las hembras chimpancés, por ejemplo, son capaces de tirar del brazo de los machos enemistados con el afán de reconciliarlos tras una pelea, asimismo los machos de alto rango regularmente son árbitros imparciales en las disputas.) Ahora bien, como señala D.F. Swaab, la empatía es tal que “si somos tan buenos torturando es justamente porque somos capaces de imaginar lo que siente el otro”. Nuestro cuerpo y nuestra mente están diseñados para que podamos vivir juntos y cuidar unos de otros, enraizando esto con nuestros ancestrales instintos sociales que se orientan a llevar a cabo aquello que no perjudique a la comunidad inmediata. Salvo que se esté hablando de negocios, la gente no calcula y menos si se trata de amigos y familiares; diría F. de Waal: el impulso es hacer el bien sintiéndose bien, es decir, confiar y asistir a los demás y, solo secundariamente, se piensa en si se hace o no (un coste/beneficio), basándonos en alguna razón.

La moralidad viene de adentro, forma parte de la biología del hombre, lo cual viene sustentado por los muchos paralelismos con otros animales. El altruismo no es un error sino un potencial de esa capacidad empática innata. Los humanos se mueven por un impulso benevolente, al igual que la mayoría de los animales tras un sistema de compensaciones.  Ciertamente los humanos tenemos vínculos profundos con cuatro grandes monos (chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes) y los llamados monos antropomorfos inferiores: gibones y siamangas (cf. De Waal, p. 67).  La línea evolutiva de los seres humanos va de la mano con la de los antropoides, ya que se está más cerca de los chimpacés y los bonobos (De Waal, p. 69). No hay amenazas, sino conexiones con los antropoides.

El altruismo es placentero (natural) como cualquier otra tendencia humana gracias a nuestros circuitos cerebrales. Es más, la ética hunde sus raíces en nuestro pasado primate, con lo cual está claro que es más antigua que la religión que le da forma a las normas morales sirviéndose de esta ética preexistente con el fin de vigilar e imponer el comportamiento ético en las grandes sociedades –de manera anónima- en las que el contacto entre individuos se vuelve insuficiente para lograrlo porque el comportamiento en grupos de primates es “vigilar a todo el mundo”: “Yo te vigilo; tú me vigilas”. Esta es la función de la religión, esta es su utilidad, pues existe en todas las sociedades humanas; si fuera originalmente algo dañino no existiría en todas las sociedades. La cuestión no es si dios existe o no, sino cómo lograr una buena sociedad y una vida buena, en virtud de lo cual se entiende aún más cómo en las sociedades actuales -que son inmensas- las normas éticas se sostienen por la presión que ejerce la religión.

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