Suplementos Marx y literatura

Del Manifiesto a El capital: estrategias del lenguaje y literarias en Marx

El filósofo y escritor mexicano Enrique G. Gallegos analiza las estrategias literarias en los textos de Marx dentro de sus propósitos en la lucha emancipadora.

“El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador de nuestros días”: así se expresó Frederick Engels en su discurso ante la tumba de Marx en Highgate, el 17 de marzo de 1883. Ciento cincuenta años después, el historiador Erik Hobsbawm comparará a Marx con Isaac Newton, Charles Darwin y Sigmund Freud. En su discurso, Engels describió a Marx como un “hombre de ciencia”, pero tal descripción habría sido incompleta si no hubiera agregado, párrafos más adelante, que “Marx era, ante todo un revolucionario”. Y esto lo convirtió, según relata el mismo Engels, en “el hombre más odiado” de su tiempo y, podríamos agregar con matices, también del nuestro. Wheen recuerda que en los años setenta del siglo pasado no era extraño encontrar artículos y libros con títulos tipo “nota roja”, como el de un tal Richard Wurmbrand: Was Karl Marx a Satanist? (¿Fue Karl Marx un satánico?), que estaban a tono con la esquizofrenia que se desarrollaría en los años ochenta con la política neoliberal del expresidente estadunidense Ronald Reagan.

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“Por su alta conciencia literaria, Marx sabía lo importante que era apropiarse políticamente del lenguaje y operar al nivel de las conciencias, las sensibilidades, la producción de las subjetividades y movilizar a la praxis política.”

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En un mundo donde filósofos, sociólogos, historiadores, literatos y politólogos de diversa cepa se empeñan en las ideologías de saberes “neutros y objetivos” y en el que las universidades, por su parte, expulsan el pensamiento crítico y rechazan la politización de la experiencia escolar, esa combinación entre el “hombre de ciencia” –porque escribió el mayor estudio sobre la génesis y lógica del capitalismo– y el hombre comprometido con la emancipación no ha dejado de generar malentendidos, rechazos y suspicacias, particularmente en el momento neoliberal actual.

Es conocida la historia: en 1844 Marx y Engels se reúnen en París y entablan una alianza que durará hasta la muerte del primero. De la dialéctica de esa amistad y de la creación en 1847 de la Liga de los Comunistas saldrá uno de los panfletos más importantes e influyentes que se han publicado en la época moderna: el Manifiesto del Partido Comunista (1848). Es difícil encontrar un documento, como el Manifiesto, que haya logrado situarse con singular eficacia tanto en el plano de la divulgación y la agitación política, como en el  de las complejas ideas filosóficas y políticas. La tantas veces citada, usada y parafraseada expresión con la que inicia el Manifiesto: “Un fantasma [Ein Gespenst] recorre Europa…” y la arenga con la que se cierra el panfleto: “¡Proletariados de todos los países, uníos!” son de una fuerza performativa con pocos parangones en la historia.

La primera frase es como una inquietante sombra o espectro (que es como Roces traduce el vocablo Gespenst) que se cernía misteriosa y terroríficamente sobre las clases dominantes y que no solo sirvió como eslogan de identidad a organizaciones obreras y políticas, sino también ha sido resemantizada por sociólogos y en algunos estudios feministas contemporáneos. La segunda frase, con la que se cierra el Manifiesto, convoca a la organización y movilización de los trabajadores. Las dos frases operaron como un paréntesis histórico cargado de dinamitas políticas y revolucionarias que no cesaron de estallar durante el siglo XIX, parte del XX y que, suponemos, aún esperan por tiempos más propicios, quizá ahora bajo el liderazgo del feminismo radical.

Los manuales de historia de la filosofía suelen destacar las tres críticas de las que partió el pensamiento de Marx: la filosofía idealista alemana (Hegel), la economía clásica inglesa y el socialismo utópico francés, pero pasan por alto lo mucho que su estilo y prosa deben a la literatura. Marx era un conocedor y lector de Shakespeare, de Dante y de algunos poetas y escritores griegos como Píndaro, Homero y Sófocles. Tenía una particular sensibilidad para el lenguaje y, es sabido, de joven escribió poemas. Esto explicaría la raíz de su preocupación por la forma, el estilo y la escritura de sus textos filosóficos, económicos y políticos. Por ello, la manera en que se sitúa estratégicamente el Gespenst en la apertura y la forma en que cierra el Manifiesto no pueden ser gratuitos y obedecen a una estrategia que se podría denominar escritural-política, para operar sobre las conciencias de los proletariados y movilizarlos a la acción política.

Pero hay otro ejemplo de mayor significación que se encuentra en el núcleo de El capital. El capítulo XXIV, en el cual Marx analiza la denominada “acumulación originaria”, traza una poderosa analogía que opera en varios planos. La acumulación originaria es el relato sanguinario y casi infernal de los mecanismos y dispositivos de los que se valió el protocapitalismo para apoderarse de la riqueza social y transformarla en capital privado. Incluía las expropiaciones violentas de territorios, la esclavitud, el asesinato, el exterminio de poblaciones, las prácticas de colonización, la tortura, la mutilación y explotación de niños y niñas. Una “acumulación originaria” que, habría que agregar, aún no ha culminado en pleno siglo XXI, solo se ha vuelto más simulada y menos visible (pienso en la explotación de las trabajadoras del hogar, en las labores domésticas y de cuidado que realizan las esposas, en los trabajos que realizan los inmigrantes, etcétera); acumulación que habría que calificar de neoliberal por su exceso de positividad y autoexplotación, como bien ha visto Byung-Chul Han.

La analogía que traza Marx es la siguiente: “Esta acumulación originaria desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana, y con ello el pecado se posesionó del género humano.” La analogía que Marx dibuja entre pecado original y acumulación originaria obedece al registro de una sociedad judeocristiana y traza el comienzo de un tipo de arreglo histórico asociado al modo de producción capitalista. La expulsión del paraíso hace las veces de la caída en el infierno del capitalismo.

Llama la atención que Marx no lleve la comparación hasta el punto patriarcal del Génesis (3:6), que responsabiliza a la mujer de la expulsión del paraíso. Es clara la estrategia narrativa de Marx al no asumir el relato bíblico hasta la misógina acusación a Eva, para condensar la analogía en el momento de la expulsión del paraíso. Una vez que se ha instalado en el lector esa analogía y que es reforzada por el contexto de la tradición judeocristiana del mundo occidental, el siguiente punto era ilustrar lo sanguinaria que ha sido la acumulación originaria y su transformación en capital privado.

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“Existe una dimensión estratégica del lenguaje en Marx, necesariamente vinculada a sus propósitos críticos y emancipatorios.”

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Cuando se termina de leer ese capítulo es imposible no recordar la Comedia, de Dante. En el Infierno, Dante describe una geografía moral en la que aparecen “desgraciados” a los que infernales mosquitos “… de sangre el rostro les bañaban,/ que, mezclada con llanto, repugnantes/ gusanos a sus pies la recogían” (Canto III), en la que existe “gente zambullida en el estiércol,/ cual de humanas letrinas recogida” (Canto XVIII), a las que “por las piernas las tripas le colgaban”, “busto[s] sin cabeza” y cabezas que devoran la nuca de otras cabezas (Cantos XVIII y XXXII). La asociación entre ambas obras no es descabellada, pues Marx era lector de Dante, como se puede constatar por las referencias que hace de este en El capital.

Por supuesto, no es la primera vez que se repara en la potencia política de la literatura y el lenguaje marxiano. Pienso en Ludovico Silva, Nicolò Pasero y Francis Wheel, incluidos aquellos que han tratado de plantear una estética marxista. En Las metáforas teológicas de Marx, Enrique Dussel ha llamado la atención sobre las metáforas religiosas que hacen del capital “el Anticristo, el demonio visible”; aunque me parece acertada la hipótesis, creo que existen riesgos al enfatizar la raíz religiosa por encima de la operación política y performativa. Por lo demás, Dussel parece consciente de este riesgo al negar expresamente la presencia de “una teología formalmente explícita”.

Por su alta conciencia literaria, Marx sabía lo importante que era apropiarse políticamente del lenguaje y operar al nivel de las conciencias, las sensibilidades, la producción de las subjetividades y movilizar a la praxis política. Por ello, las metáforas, analogías y otros tropos no son residuos o recursos externos al proyecto emancipatorio de Marx, sino parte de una estrategia deliberadamente concebida para operar en el campo político. En este sentido, desde ya se debe descartar que aquí se esté sosteniendo una estetización de la obra marxiana; más bien se trata de resaltar que también existe una dimensión estratégica del lenguaje en Marx, necesariamente vinculada a sus propósitos críticos y emancipatorios. Por otro lado, esto tampoco debe llevar a reducir la literatura a mero reflejo de las relaciones materiales. La grandeza de Marx está en que siempre fue consciente de que la literatura y el arte mantenían espacios de inconmensurabilidad y diferencia.

Este uso estratégico del lenguaje y literatura también se corrobora con una carta de Marx a Engels, del 13 de septiembre de 1867, en la que ante la inminente publicación de El capital, le escribe crípticamente que “no conviene que ni siquiera los mejores libreros vean demasiado a fondo nuestro juego”; se entiende: existían riesgos políticos y de censura de su “maldito trabajo”, como lo denomina Marx en otra carta del 14 de agosto. Por ello, es ingenuo cuando los impacientes seguidores de Marx apelan a la onceava Tesis sobre Feuerbach para insinuar que, sin praxis, el pensamiento se vuelve retórica, creyendo inocentemente que hay que pasar inmediatamente a la acción y dejarse de reflexiones teóricas o filosóficas.

Párrafos arriba escribí “relato” y no “historia” de la acumulación originaria, para enfatizar la operación política de Marx. El relato no debe entenderse como un registro ficcional sino como un arreglo intencional, espacial y temporalmente, de los materiales históricos con los que contaba. Se trataba de ordenar esos materiales y los hechos, tanto en función de cierta intencionalidad política, como para producir determinados efectos reactivadores en la conciencia de las clases sometidas. No en balde Marx recupera estratégicamente, en la última sección del capítulo XXVI, las mismas ideas expresadas casi veinte años antes en el Manifiesto: cómo en la medida en que se intensifica la opresión, la miseria y la servidumbre de los trabajadores, se “acrecienta también la rebeldía de la clase obrera”. Es un uso estratégico porque sobre la conciencia de la explotación a la que eran sometidos los trabajadores, venía a colocar una capa de descripciones crueles y sanguinarias de la manera en que se dio el proceso histórico de acumulación originaria, con lo cual remachaba la percepción de opresión, miseria, injustica y salvajismo.

Esa afirmación de un incremento e intensidad de las rebeliones y luchas –que históricamente ha tenido subidas y bajadas, hasta llegar al día de hoy, con la casi nula militancia política de las clases trabajadoras–, se ha interpretado como un fracaso en la predicción marxiana de la emancipación, pero en mi opinión también admite otra lectura menos causalista y con alta conciencia historiográfica: corrobora el uso táctico-revolucionario que hacía de los resultados de sus investigaciones “científicas” para operar sobre las subjetividades obreras y sobre la “tradición de los oprimidos”. Lo anterior también debe clarificar que las concepciones historiográficas de Marx son mucho más complejas que las del historicismo decimonónico, y que acusar a Marx de teleología, esencialismo y determinismo es insostenible.

Las contradicciones internas y externas de la extinta URSS, que habían comenzado a aparecer en los años setenta del siglo pasado, el Gulag, la figura siniestra de Stalin, el ascenso del neoliberalismo en los ochenta y la final debacle soviética en 1991 sumieron en la oscuridad a Marx y a la rica tradición marxista del siglo XX, como bien apunta Hobsbawm. Esto tuvo una triple significación: por un lado, dejó el campo geopolítico libre para la constitución hegemónica del neoliberalismo y, por el otro, este se instaló cómodamente en la vida cotidiana y el sentido común de las personas. Finalmente, Marx fue expulsado de la mayoría de las universidades y no pocos intelectuales, profesores y escritores renegaron de su obra o se sumergieron en la desesperanza y la desilusión, y se convirtieron en devotos defensores del mercado y el liberalismo.

A pesar de ello, en México un puñado de autores mantuvieron el legado de Marx (pienso en Adolfo Sánchez Vázquez, Bolívar Echeverría, Enrique Dussel, Jorge Veraza y otros), pero han pasado casi treinta años desde el derrumbe soviético y cierta izquierda sigue repitiendo el “bonito juego neoliberal”, remachando elementales confusiones históricas entre Marx y Stalin, haciendo responsable a Lenin del Gulag, confundiendo los marxismos con las dogmáticas directrices del Comintern, repitiendo el sonsonete de Daniel Bell sobre “el final de la ideología” y despachando con superficialidad las posiciones políticas que se habían ganado con Marx y con los marxismos más vigorosos, para terminar refugiándose en ambiguas posiciones y conceptos confusos como el “populismo”, que parecieran volver un paso atrás al infantilismo de la izquierda decimonónica. No es gratuito que el “populismo” pueda ser tanto de derecha como de izquierda, pues al omitir en su análisis la lógica con la que opera el capital y su dependencia vampiresca del trabajo vivo, y al depositar sus ideas en contingencias y en una retórica que descansa en esta, basta con que sobrevenga una nueva crisis (de créditos, de migraciones masivas, medioambientales, de cupo escolar, de agua, etcétera), para que el populus apoye al bando opuesto.

El proyecto político emancipador de Marx se mantuvo consistente en el arco temporal que abarca los casi veinte años que separan la publicación del Manifiesto a la de El capital. Formalmente son dos textos diferentes: uno era un folleto, el otro un grueso libro dividido en varios capítulos; el primero era un panfleto de una agrupación política clandestina, el otro un estudio económico, histórico y filosófico que cumple con los estándares de los más rigurosos trabajos académicos que hoy en día se exigen. La dialéctica que abren ambos textos entre los cuerpos de los explotados y el cuerpo de leyes que protegen al capital, entre la agitación política y la epistemología, está mediada por el lenguaje y la literatura, y constituye el arduo camino de la emancipación. Pero ¿habría otra manera? Como recuerda Marx en algún punto de El capital: si el dinero puede estar manchado de gotas de sangre (como contingencia), del capital –en cambio– manan chorros de “sangre y lodo” (como necesidad). Justamente porque el dominio del capital no puede no ser opresivo y no puede  no descansar en la explotación de la fuerza de trabajo, el adecuado punto de vista para el análisis del capital y de la sociedad capitalista no puede no ser el de la búsqueda de la emancipación.

Tomado de La Jornada.

 

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