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Cuerpos pasados

De la artista serbia del performance Marina Abramovic, ofrecemos un fragmento de su libro autobiográfico Derribando muros, en el que rinde homenaje a Frank Uwe Laysiepen “Ulay”, quien fue su compañero por 12 años y falleció el mes pasado.

En la furgoneta, Ulay [su pareja] a menudo me despertaba en mitad de la noche para decirme que estaba llorando en mis sueños y diciendo el nombre de mi padre una y otra vez: “Vojin, Vojin”.

–¿Por qué lloras? –me preguntaba Ulay–. ¿Cuál es el sueño?

No supe qué contestarle, solo pude decirle que me dolía.

–Escucha –dijo Ulay–. Debes escribirle. Escríbele a tu padre. Siéntate y escribe la maldita carta.

Y así lo hice. “No me importa que ames a Vesna [su joven amante, por la que abandonó a la familia]”, le escribí. “Lo único que me importa es que te amo. Estoy feliz por ti. Quiero verte”.

Le envié la carta y nunca contestó. Hacía un año de aquello.

Entonces nos encontrábamos en Belgrado y yo me sentía desesperada por ver a Vojin. Pero ¿y si volvía a rechazarme? Le conté a Ulay lo asustada que me sentía.

–No me importa –dijo–. Quiero que veas a tu padre. Iremos a ver a tu padre.

Me mostraba valiente cuando se trataba de mi arte, pero la verdad era (y sigue siendo) que pasaba por un infierno antes de cada una de mis performances. Terror puro. Iba al baño veinte veces, pero justo al comienzo de la obra se convertía en algo completamente distinto.

Así que me recordé esto a mí misma, y después Ulay y yo fuimos a casa de Vojin sin previo aviso.

Aún vivía con Vesna. Era por la mañana y literalmente nos dirigimos hacia la puerta y llamamos. Ella abrió la puerta y en su rostro se formó una enorme sonrisa.

–Oh, por Dios. Esto es grandioso. –Me tocó el rostro–. ¿Sabes?, esa carta que le enviaste… la lee todos los días, lleno de lágrimas. Está hecho trizas por la carta.

–Entonces, ¿por qué nunca contestó?

Sacudió la cabeza.

–Ya conoces a tu padre –dijo.

Así que entramos y él se emocionó al verme. Inmediatamente envió a alguien a que me cocinara un cochinillo. Todos los vecinos llegaron a celebrar mi llegada. Hubo un festín, muchos brindis con rakia, el intenso brandy balcánico. La escena completa fue como una de las películas de Emir Kusturica sobre Serbia, oscura e irónica, pero también cálida y con corazón. […]

A la mañana siguiente fuimos a una perrera y adoptamos un cachorro. Fue idea de Ulay. Había abortado un hijo suyo el otoño anterior, en Ámsterdam, y yo no tenía intención de empezar una familia jamás.

Simplemente no lograba reconciliar ser una artista a tiempo completo con ser madre. Y allí, en la perrera de Belgrado, había una pastora yugoslava dándole de comer a su camada. Tomé al más pequeño, al redrojo. Era tan solo una bolita de pelusa.

–¿Cómo debería llamarla? –le pregunté a Ulay–. ¿Tiene nombre? –pregunté al encargado.

–Alba –dijo.

Alba era hermosa; yo la amaba y ella también a mí. Nada me daba tanto placer como llevarla a pasear, salir al aire libre, compartir el deleite de la naturaleza con ella. Y ahora que teníamos a Alba, éramos como una familia.

Otra cabina de teléfono en algún lugar de Europa: un asistente en De Appel dijo que a nuestra caja había llegado una invitación para participar en la International Performance Week de Bolonia. Muchos artistas importantes acudirían: Acconci, Beuys, Burden, Gina Pane, Charlemagne Palestine, Laurie Anderson, Ben d’Armagnac, Katharina Sieverding y Nam June Paik. Deseábamos proponer una nueva gran obra.

Era junio de 1977, condujimos hasta la Galleria Comunnale d’Arte Moderna con diez días de antelación y con nuestra última gota de gasolina. Aparcamos enfrente y fuimos a preguntarle al director del museo sobre un lugar donde hospedarnos. Dijo que podíamos dormir en el armario del celador. Perfecto. Nos pusimos manos a la obra para planear nuestra performance. El resultado fue Imponderabilia.

Al desarrollar la obra, pensamos en un hecho bastante simple: sin los artistas, no habría museos. Desde esa idea decidimos realizar un gesto poético: el artista literalmente se convertiría en la puerta del museo.

Ulay construyó dos cajas verticales en la entrada del museo, para hacerla sustancialmente más estrecha. Nuestra performance consistiría en pararnos en esa apertura reducida, desnudos, de frente, como columnas o cariátides clásicas. Así, todos los visitantes tendrían que pasar de lado, todos tendrían que tomar una decisión conforme pasaban: ¿girarse para ver al hombre desnudo o a la mujer desnuda?

En el muro de la galería colgamos textos explicativos: “Imponderable. Semejantes factores humanos imponderables, como la sensibilidad estética de cada uno. La importancia primordial de imponderables que determinan la conducta humana”.

No habíamos considerado las consecuencias bastante ponderables de la conducta humana al tratarse de dinero.

Se supone que a todos los artistas nos pagarían por adelantado 750.000 liras (el equivalente a 350 dólares) por la participación. Para nosotros aquello era una fortuna. Podíamos vivir con esa suma durante semanas, y literalmente no teníamos ni un centavo. Así que todos los días que precedieron a la performance acudimos a la oficina del museo y preguntamos: “¿Nos pueden dar nuestro dinero?”. Todos los demás artistas también lo hicieron y todos los días (como se trataba de Italia) ponían una excusa: Estalló una huelga. El primo del encargado de la oficina se encuentra en el hospital. La secretaria se acaba de ir. Alguien se olvidó de traer la llave de la caja fuerte.

Llegó el día de la performance. El público se había concentrado fuera para entrar; nosotros estábamos desnudos, listos para pararnos en la entrada. Y aún no nos habían pagado. Estábamos desesperados. Sabíamos que, si prometían enviar nuestro dinero por correo, nunca lo obtendríamos. Así que Ulay, completamente desnudo, se subió a un ascensor, llegó al cuarto piso, abrió la puerta de la oficina y dijo: “¿Dónde está mi dinero?”. Se paró frente a la secretaria, que estaba sentada sola en la mesa. Tan pronto como logró contener su asombro, tomó la llave (la cual siempre había estado ahí, por cierto), se dirigió a la caja fuerte y le entregó a Ulay un fajo de billetes.

Ahora tenía 750.000 liras, estaba desnudo y debía presentar la performance de inmediato. ¿Dónde poner nuestro precioso dinero? A él se le ocurrió una idea. En el cubo de la basura halló una bolsa de plástico y una liga. Metió los billetes en la bolsa, la apretó con la liga y fue hacia los baños públicos. En aquellos días en Italia los retretes tenían tanques empotrados en las paredes. Abrió la tapa de uno de los tanques y metió la bolsa para que flotara en la superficie. Luego volvió a bajar en el ascensor, se plantó en la puerta frente a mí y el público comenzó a entrar.

Nos mirábamos fijamente a propósito, así que nunca sospeché (mientras la gente se deslizaba, algunos mirando hacia Ulay, otros mirándome a mí, todos con expresiones interesantes en sus rostros mientras tomaban esa difícil decisión) que, todo ese tiempo, ¡estaba preocupándose por lo que podía pasarle a nuestro dinero si alguien tiraba de la cisterna!

Se suponía que la performance duraría seis horas, pero después de tres llegaron dos apuestos oficiales de policía (ambos decidieron girarse a mirarme en vez de a Ulay). Unos minutos después regresaron con dos miembros del personal del museo y nos pidieron nuestros pasaportes. Ulay y yo nos miramos el uno al otro. “Ahora mismo no tengo el mío”, dijo.

Los policías nos dijeron que bajo las leyes de Bolonia nuestra performance se consideraba obscena. Debíamos detenerla de inmediato.

Afortunadamente, nuestras 750.000 liras seguían flotando en la cisterna del inodoro. Por cierto, fuimos los únicos a los que les pagaron.

Condujimos hasta Kassel, en Alemania Occidental, para participar en Documenta, la exposición de arte que se preparaba cada cinco años. Cuando llegamos descubrimos que, por alguna razón, no estábamos en la lista de presentadores. Decidimos hacerlo de todas formas. Nuestra idea más reciente, Expansión en el espacio, era incluso otra variación de Relación en el espacio e Interrupción en el espacio, solo que esta vez, en lugar de correr el uno hacia el otro, nos pondríamos de pie, espalda contra espalda, desnudos, luego correríamos, cada uno chocando con obstáculos idénticos, una columna de madera de cuatro metros de alto. Luego trotaríamos de espaldas hacia el punto inicial y volveríamos a comenzar.


El arte de jugarse el cuerpo

Marina Abrámovic nació en Belgrado en 1946. Estudió en la Academia de Bellas Artes de esa ciudad y luego en Zagreb. Pero desde su época de estudiante se inclinó por una forma de expresión en la cual se jugaba el cuerpo mismo. En 1973 presentó Ritmo 10, su primera performance, en la cual utilizaba veinte cuchillos, con cada uno golpeaba entre los dedos rítmicamente, cada vez que se hería, cambiaba de cuchillo; todo lo grababa y volvía a repetir.

Sus performances impresionaron al público y la convirtieron desde entonces en un referente en esa forma de expresión artística. Compartió con algunos artistas que empezaban a desarrollar esa tendencia.

Las propuestas de Abrámovic suelen poner en riesgo el cuerpo mismo y la relación de artista y público desde un plano no explícito o consciente.

Al año siguiente se mudó a Ámsterdam, donde conoció al artista de performance germano-occidental Uwe Laysiepen (Ulay), quien sería su compañero y cómplice por 12 años y con quien presentaría algunas de sus performances más conocidas mundialmente.

Tomado de El Cultural

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