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El cubano del bar

Esta es una crónica sobre la visita del autor al reciente encuentro Centroamérica Cuenta, en Managua.

El calor era inclemente, como lo es casi siempre en Managua. Yo recién terminaba la entrevista con el escritor peruano Santiago Roncagliolo y entré al bar del hotel Barceló a pagar el agua y los cafés que habíamos pedido. Agradecí el aire acondicionado del lugar, pero no vi a ninguno de los saloneros. En la barra estaba un hombre pequeño, canoso, completamente vestido de blanco, jodedor de apariencia.

-¿Qué se hicieron los muchachos?- Pregunté.

-Se los llevaron presos a todos.- Me dijo muerto de risa con un acento que no identifiqué muy bien, pero que de primera entrada me pareció cubano.

Ya llegó el cajero y mientras él hacía la cuenta, mi compañero de  barra, quien se tomaba un café negro y corto, de esos que todo el mundo toma en La Habana, me pregunta sin pelos en la lengua:

-¿Y tú eres periodista?

– Pues no. Soy crítico literario, pero escribo mucho en los periódicos sobre estos temas.- Evidentemente me había visto entrevistando a Roncagliolo. Debo admitir, que siempre me ha costado definir lo que soy, por lo que me sentí un poco incómodo con mi respuesta y también con la pregunta.

-¿Y de dónde eres?

-Costa Rica.- Dije con menos dificultad esta vez.

– ¿Y te viniste por tierra?

-Sí, me vine en bus hasta Granada, donde alquilé un carro.

De pronto sentí que me estaban haciendo una entrevista.

-¿Cuánto se tarda por tierra de San José a Managua?

-Pues entre ocho y nueve horas, hay que contar las dos horas que pierde uno haciendo los trámites migratorios en la frontera de Peñas Blancas.

-No debería existir esa frontera, debería ser como en Europa que uno nada más pasa en su coche.

Ya para entonces yo sabía que él no era cubano sino español. Me reí mucho con su comentario sobre la frontera.

-Eso aquí es imposible, no puedo ni imaginarme el desastre migratorio. Creo que en los consulados de Costa Rica en Nicaragua diariamente se dan unas mil trescientas visas para nicaragüenses, y eso sin hablar de la temporada alta, donde la cifra puede subir a tres mil sin contar los que  pasan la frontera violando toda ley.- Le dije mientras se me hacía inevitable recordar mis sufrimientos cuando en una vida pasada fui cónsul de Costa Rica en Rivas y mi trabajo era algo parecido a una maquila de visas.

-Entiendo, entiendo. ¿Y tú escribes?

-Pues sí, hago crítica literaria y, bueno, está por salir una novela.

-¿Cómo se llama?

Greytown. Que es el nombre de un puerto en el Caribe nicaragüense, en la boca del San Juan, un lugar que pudo ser uno de los puertos más importantes del Caribe y ahora de él solo quedan ruinas, las ruinas de tres cementerios, uno de ellos masón. Por ahí iba a ser la entrada al canal interoceánico de Nicaragua, pero el canal se hizo en Panamá y todo aquello quedó abandonado. Ahí se habían abierto hasta embajadas.

La entrevista continuaba.

-¿Y dónde la vas a publicar?

-En San José.

En eso volvió el cajero y mientras yo pagaba la cuenta él se terminó su café. -Voy a ver la película que hizo el hijo de Juan Rulfo, la pasan en el Centro Cultural de México.- Le dije mientras salíamos del bar.

-Interesante. No, no puedo ir, una compañera del periódico expondrá sobre literatura y erotismo y queda mal si yo no voy.

Me despedí de él en el lobby del hotel y seguí rumbo hacia los campos fantasmales de Pedro Páramo. Ya sabía que mi amigo era español, que trabajaba en un periódico, que no le gustaban las fronteras y que prácticamente me había entrevistado.

Revisé el programa de Centroamérica Cuenta y la única española que hablaría de literatura y erotismo ese día junto a la escritora nicaragüense Gioconda Belli, era Almudena Grandes. Pues esa era la compañera del periódico de mi amigo.

Mis peregrinaciones en Nicaragua

Pocas cosas disfruto tanto como manejar por Nicaragua. Antes de viajar a León, me compré en Managua el libro Juan de juanes, en el que Sergio Ramírez cuenta fascinantes anécdotas suyas con los escritores que ha conocido, con editores y con agentes literarios. Pero el libro es sobre Juan y ya verán a cuál Juan me refiero.

“Juan Cruz es el personaje más ubicuo de que yo tenga memoria. La mejor historia que he oído acerca de él, es que cuando dos aviones se cruzan en el aire, en uno va Juan Cruz y en el otro también va Juan Cruz, y los dos se saludan desde lejos.”

Devoré Juan de juanes, cuyas últimas páginas pasaba cuando ya caía la noche sobre León.

“Para empezar, a Juan Cruz lo conocí en su despacho de Juan Bravo 38, altos de la librería Crisol, cuando era director general de Alfaguara, año del señor de 1994, la vez que llegué a presentarle el manuscrito de mi novela Un baile de máscaras, que publicó al año siguiente… Fue mi bautismo en Alfaguara, y ya van dieciséis años. Yo venía de la revolución, un término que yo prefería para disfrazar el hecho incontrastable de que en realidad, de donde venía era de la política, enemiga artera de los escritores, y Juan me dijo entonces, con tino y prevención de editor, que para hacer de mí un escritor con nombre de escritor, era necesario buscar cómo despojarme de la fama de político, algo en lo que estuve plenamente de acuerdo, y lo primero que le pedí es que en las solapas de mis libros no se pusiera que yo había sido vicepresidente de Nicaragua, porque el primero que no compraría el libro de un vicepresidente sería yo mismo”.

Ese editor era nada menos que el hombre vestido todo de blanco que yo creí cubano. Más tarde lo fui a ver en el Centro Cultural de España en Managua, cuando en el marco de Centroamérica Cuenta exponía: “Una vez Kipling fue a entrevistar a Mark Twain y quería robarle la pipa a Twain. Eso aparece en un libro que se llama Las grandes entrevistas de la historia, se lo recomiendo, tanto como ese otro de Tomás Eloy Martínez que se llama Lugar común la muerte. Bueno, Kipling quería robarle la pipa a Twain porque esa pipa era el alma de Twain. Eso es lo que hace un cronista, le roba el alma a un momento, le roba el corazón a una situación”, decía el señor para explicar su idea sobre crónica periodística.

Ya para entonces yo sabía que era Juan Cruz, que era canario y que era el Director Adjunto del periódico El País de España. También supe en ese momento, lo ignorante que soy sobre tantas cosas.

Después de leer el libro de Sergio Ramírez la tarde anterior en la ciudad de León, ya tenía clarísimo con quién había estado conversando en el bar del hotel unos días atrás. Ahora además, podía pensar que a mí también me entrevistó Juan Cruz, una tarde en Managua cuando no sabía quién era él y me costaba decir quién era yo.

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