Durante uno de los encuentros organizados en Bolonia por el periódico La Repubblica, el viernes pasado, mientras dialogaba con Stefano Bartezzaghi, me entretuve casualmente con el concepto de reputación. Antaño la reputación era únicamente o buena o mala, y cuando corríamos el riesgo de tener mala reputación (porque íbamos a la quiebra, o porque nos llamaban cornudos), lográbamos recuperarla mediante el suicidio o con el delito de honor. Por supuesto, todos aspiraban a tener una buena reputación.
Pero desde hace tiempo el concepto de reputación ha cedido su lugar al de notoriedad. El valor predominante consiste en “aparecer” y, naturalmente, la manera más segura de aparecer es salir en la televisión. Y no es necesario ser Rita Levi Montalcini o Mario Monti, basta con confesar en una transmisión lacrimógena que tu cónyuge te ha traicionado.
El primer héroe de la aparición fue el imbécil que se colocaba detrás de los entrevistados y agitaba la manita. Eso le permitía que a la tarde siguiente lo reconocieran en el bar (“¿Sabes que te he visto en la tele?”), pero sin duda estas apariciones duraban a lo sumo una mañana. Y así, fue aceptándose gradualmente la idea de que para salir en los medios de comunicación de forma constante y evidente era preciso hacer cosas que algún día pudiesen acarrear mala reputación. No es que no se aspire también a tener buena reputación, pero resulta arduo conquistarla, uno tendría que protagonizar un acto heroico, ganar, si no el Nobel, al menos un premio literario importante, pasarse la vida curando leprosos, y estas no son cosas al alcance de un don nadie cualquiera.
Resulta más fácil convertirse en alguien que suscite interés, a poder ser con morbo, acostándose por dinero con una persona famosa, o siendo acusado de malversación. No bromeo, basta con mirar la expresión orgullosa del malversador o del granuja del barrio cuando sale en el telediario, incluso el día de su detención: esos minutos de notoriedad valen la cárcel, aunque lo ideal sería que el delito prescribiera, y por eso el acusado sonríe. Han pasado décadas desde que alguien vio su vida destrozada por salir esposado en la tele.
En definitiva, el principio es: “Si la Virgen se aparece, ¿por qué yo no?”. Y se pasa por alto el hecho de que uno no es una virgen.
Eso estábamos diciendo el pasado viernes 15, y precisamente al día siguiente aparecía publicado en La Repubblica un largo artículo de Roberto Esposito (La vergogna perduta [La vergüenza perdida]), donde se reflexionaba entre otras cosas sobre los libros de Gabriella Turnaturi (Vergogna. Metamorfosi di un’emozione [La vergüenza. Metamorfosis de una emoción], Feltrinelli, 2012) y de Marco Belpoliti (Senza vergogna [Sin vergüenza], Guanda, 2010). En fin, que la cuestión de la pérdida de la vergüenza está presente en diversas reflexiones sobre los hábitos contemporáneos.
Pues bien, este frenesí por aparecer (y por la notoriedad a toda costa, incluso al precio de lo que antaño se conocía como el estigma de la vergüenza) ¿nace de la pérdida de la vergüenza? ¿O se pierde la sensación de vergüenza porque el valor dominante es aparecer, aun a costa del bochorno? Me inclino por la segunda tesis. Ser visto, ser el objeto de discurso, es un valor tan dominante que estamos dispuestos a renunciar a lo que antaño se llamaba pudor (o el impulso de preservar con celo la propia privacidad). Esposito observaba que es señal de falta de vergüenza incluso hablar en voz alta por el móvil en el tren, haciendo saber a todo quisque nuestros asuntos privados, esos que antes se susurraban al oído. No es que uno no se dé cuenta de que los demás lo están oyendo (entonces no sería más que un maleducado), es que inconscientemente quiere que lo oigan, aunque sus asuntos privados sean irrelevantes; pero, claro, no todos pueden tener asuntos privados relevantes como los de Hamlet o Ana Karénina, así que bastará con que se les reconozca como prostitutas de lujo o como deudores morosos.
Leo que no sé qué movimiento eclesiástico quiere volver a la confesión pública. Ya, claro; pero, entonces, ¿qué gracia tendría depositar las propias vergüenzas solo en el oído del confesor?
(2012)