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Chandler disecciona el relato detectivesco

Para quienes se acercan al género policiaco y detectivesco, El simple arte de matar, es un texto imprescindible.

Para quienes se acercan al género policiaco y detectivesco, El simple arte de matar, de Raymond Chandler, maestro del género con obras como El largo adiós, es un texto imprescindible. En el ensayo el autor se refiere al relato que se acerca a la realidad y la aborda en toda su dimensión social. Es decir el relato más cercano a la Novela Negra que al clásico policial y la diferencia fundamental consiste en la inclusión del contexto social como un elemento enriquecedor de la trama. Aquí les presentamos un fragmento del texto publicado en 1944 en la revista Atlantic Monthly, aunque parece que fuese escrito ayer.

EL GÉNERO POLICIACO CLÁSICO

“Es preciso hacer una afirmación muy sencilla en lo que respecta a todos estos relatos: en el plano intelectual no aparecen como problemas, y en el plano artístico no aparecen como ficción. Están demasiado elaborados, y tienen demasiado poca conciencia de lo que sucede en el mundo. Tratan de ser honrados, pero la honradez es un arte. El mal escritor es deshonesto sin saberlo, y el escritor más o menos bueno puede ser deshonesto porque no sabe en relación con qué ser honesto.

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ADENTRÁNDOSE EN LA TRAMA SOCIAL

“En su introducción al primer Omnibus of Crime, Dorothy Sayers escribía: «[El relato detectivesco] no llega, y por hipótesis nunca puede llegar, al plano más alto de logro literario.» Y en otra parte sugería que ello se debe a que se trata de una «literatura de evasión» y no de una «literatura de expresión». No sé cuál es el plano más alto de logro literario; tampoco lo sabían Esquilo ni Shakespeare; tampoco lo sabe Dorothy Sayers. Cuando los demás elementos son iguales -cosa que nunca sucede-, un tema más poderoso provoca una ejecución más poderosa. Pero se han escrito algunos libros muy aburridos acerca de Dios, y algunos muy buenos sobre la manera de ganarse la vida y seguir siendo honrado. Siempre es cuestión de quién es el que escribe y de qué tiene adentro para escribir.

En cuanto a literatura de expresión y literatura de evasión, pertenece a la jerga de los críticos, es una utilización de palabras abstractas como si tuviesen significados absolutos. Todo lo que se escribe con vitalidad expresa esa vitalidad; no hay temas vulgares; sólo hay mentalidades vulgares. Todos los que leen escapan de algo hacia lo que hay detrás de la página impresa; puede discutirse la calidad del sueño, pero la liberación que ofrece se ha convertido en una necesidad funcional. Todos los hombres tienen que escapar en ocasiones del mortífero ritmo de sus pensamientos íntimos. Ello forma parte del proceso de la vida entre los seres. pensantes. Es una de las cosas que los distingue del perezoso de tres dedos; en apariencia -uno nunca puede estar seguro- este se conforma con colgar cabeza abajo de la rama, y ni siquiera le interesa leer a Walter Lippman. No tengo una predilección especial por la novela detectivesca como evasión ideal. Simplemente digo que todo lo que se lee por placer es una evasión, se trate de un texto en griego, de un libro de matemáticas, de uno de astronomía, de uno de Benedetto Croce o de El diario del hombre olvidado. Decir lo contrario es ser un esnob intelectual y un principiante en el arte de vivir.

No creo que tales consideraciones movieran a Dorothy Sayers en su ensayo de frivolidad crítica.

Creo que lo que en realidad le torturaba los pensamientos era la lenta adquisición de la conciencia de que su tipo de relato detectivesco era una fórmula árida que ya no podía satisfacer siquiera sus propias inferencias. Era una literatura de segundo grado porque no se refería a las cosas que podían constituir una literatura de primer grado. Si empezaba por referirse a personas reales (y ella sabía escribir sobre esas personas; sus personajes menores lo demuestran), estas tendrían que hacer muy pronto cosas irreales a fin de elaborar el esquema artificial exigido por el argumento. Cuando hacían cosas irreales, dejaban de ser personas reales. Se convertían en muñecos, en enamorados de cartón y en villanos de cartón piedra, y en detectives de exquisita e imposible gracia.

El único tipo de escritor que podría sentirse dichoso con estas propiedades es el que no sabe qué es la realidad. Los relatos de Dorothy Sayers muestran que le molestaba esa trivialidad; el elemento más débil en ellas es la parte que los convierte en narraciones detectivescas, y el más fuerte la parte que se podría eliminar sin tocar el « problema de lógica deducción», y, sin embargo, no pudo o no quiso dar a sus personajes libertad para que construyeran su propio misterio. Para lograrlo hacía falta una mente más sencilla y directa que la de ella.

En The Long Week-end, que es una exposición drásticamente competente de la vida y los modales ingleses en la década posterior a la Primera Guerra Mundial, Robert Graves y Alan Hodge prestaron cierta atención al relato detectivesco. Eran tan tradicionalmente ingleses como los adornos de la Edad de Oro, y escribían acerca de la época en que esos escritores eran tan conocidos como cualquier escritor del mundo. De una u otra forma, sus libros se vendían por millones, y en una docena de idiomas. Esas fueron las personas que fijaron la forma, establecieron las reglas y fundaron el famoso Detection Club, que es un Parnaso de los escritores ingleses de novelas de misterio. Entre sus miembros se cuentan prácticamente todos los escritores importantes de novelas de detectives, a partir de Conan Doyle.

Pero Graves y Hodge decidieron que durante todo ese período un solo escritor de primera línea había escrito novelas de detectives. Un norteamericano, Dashiell Hammett. Tradicionales o no, Graves y Hodge no eran almidonados conocedores de lo de segunda fila; veían lo que estaba pasando en el mundo, cosa que no era percibida por el relato detectivesco de su tiempo; y tenían conciencia de que los escritores que poseen la capacidad y la visión necesarias para producir una verdadera literatura de ficción no producen una literatura de ficción irreal.

EL APORTE DE HAMMETT

No es fácil decidir ahora, aunque tenga importancia, cuán original fue en verdad Hammett como escritor. Fue uno en un grupo, el único que logró el reconocimiento de la crítica, pero no el único que escribió o trató de escribir verdaderas novelas de misterio realistas. Todos los movimientos literarios son así: se elige a un individuo como representante de todo el movimiento; por lo general es la culminación de este. Hammett fue el as del grupo, pero no hay en su obra nada que no esté implícito en las primeras novelas y cuentos cortos de Hemingway.

Y, sin embargo, por lo que sé, es posible que Hemingway haya aprendido algo de Hammett, y también de escritores como Dreiser, Ring Lardner, Carl Sandburg, Sherwood Anderson y él mismo. Hacía tiempo que se llevaba a cabo un desenmascaramiento más o menos revolucionario, tanto en el lenguaje como en el material de la literatura de ficción. Es probable que comenzara en la poesía; casi todo comienza en ella. Si se desea, se puede remontar hasta Walt Whitman. Pero Hammett aplicó ese desenmascaramiento al relato detectivesco, y este, debido a su gruesa costra de elegancia inglesa y de pseudoelegancia norteamericana, fue muy difícil de poner en movimiento.

Dudo que Hammett tuviese algún objetivo artístico deliberado; trataba de ganarse la vida escribiendo algo acerca de lo cual contaba con información de primera mano. Una parte la inventó; todos los escritores lo hacen; pero tenía una base en la realidad; estaba compuesta de cosas reales. La única realidad que los escritores ingleses de novelas de detectives conocían era el acento que usaban en su conversación los habitantes de Surbiton y de Bognor Regis. Aunque escribían sobre duques y jarrones venecianos, los conocían tan poco, por propia experiencia, como lo que conoce el personaje adinerado de Hollywood sobre los modernistas franceses que cuelgan de las paredes de su castillo de Bel-Air o sobre el semiantiguo Chippendale, antes banco de remendón, que usa como mesita para el café.

Hammet extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón; no tiene por qué permanecer allí para siempre, pero fue una buena idea empezar por alejarlo todo lo posible de la idea de una Emily Post acerca de como roe un ala de pollo la debutante bien educada.

Hammett escribió al principio (y casi hasta el final) para personas con una actitud aguda y agresiva hacia la vida. No tenían miedo del lado peor de las cosas; vivían en ese lado. La violencia no les acongojaba. Hammett devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar un cadáver. Y con los medios de que disponían, y no con pistolas de duelo cinceladas a mano, curare y peces tropicales. Describió a esas personas en el papel tales como son, y las hizo hablar y pensar en el lenguaje que habitualmente usaban para tales fines.

Tenía estilo, pero su público no lo sabía, porque lo desarrollaba en un lenguaje que no se suponía capaz de tales refinamientos. Pensaron que estaban recibiendo un buen melodrama carnal, escrito en el tipo de jerga que creían hablar ellos mismos. Y en cierto sentido así era, pero al mismo tiempo era mucho más. Todo el lenguaje comienza con el lenguaje hablado, y en especial con el que hablan los hombres comunes, pero cuando se desarrolla hasta el punto de convertirse en un medio literario, solo tiene la apariencia de lenguaje hablado. En sus peores aspectos, el estilo de Hammett era tan formalizado como una página de Mario el epicúreo; en el mejor de sus momentos podía decir casi cualquier cosa. Yo creo que ese estilo, que no pertenece a Hammett ni a nadie, sino que es el lenguaje norteamericano (y ya ni siquiera exclusivamente eso), puede decir cosas que él no sabía cómo decir ni sentía la necesidad de decir. En sus manos no tenía matices, no dejaba un eco, no evocaba una imagen más allá de una colina distante.

Se dice que a Hammett le faltaba corazón, y sin embargo el relato que a él más le gustaba era la descripción del afecto de un hombre por un amigo. Era espartano, frugal, empedernido, pero una y otra vez hizo lo que solo los mejores escritores pueden llegar a hacer. Escribió escenas que en apariencia nunca se habían escrito hasta entonces.

Y a pesar de todo no destrozó el relato detectivesco formal. Nadie puede hacerlo la producción exige una forma que se pueda producir. El realismo exige demasiado talento, demasiado conocimiento, demasiada conciencia. Es posible que Hammett lo haya aflojado un poco aquí y aguzado un tanto allá. Por cierto que todos, salvo los más estúpidos y prostituidos de los escritores, tienen más conciencia que antes de su artificialidad. Y él demostró que el relato de detectives puede ser una forma de literatura importante. Puede que El halcón maltés sea o no una obra genial, pero un autor que es capaz de esa novela no es, en principio, incapaz de nada. En cuanto a que un relato detectivesco puede ser tan bueno como ese, solo los pedantes negarán que podría ser mejor aún.

Hammett hizo algo más: hizo que resultase divertido escribir novelas de detectives, y no un agotador encadenamiento de claves insignificantes. Es posible que sin él no llegara a existir un misterio regional tan inteligente como Inquest, de Percival Wilde, o un estudio irónico tan diestro como el Veredicto de doce, de Raymond Postgate, o una salvaje muestra de virtuosismo intelectual como The Dagger of the Mind, de Kenneth Fearing, o una idealización tragicómica del asesino como en Mr. Bowling Buys a Newspaper, de Donald Henderson, o inclusive una alegre y enmarañada cabriola hollywoodense como Lazarus No. 7, de Richard Sale.

Es fácil abusar del estilo realista: por prisa, por falta de conciencia, por incapacidad para franquear el abismo que se abre entre lo que a un escritor le gustaría poder decir y lo que en verdad sabe decir. Es fácil falsificarlo; la brutalidad no es fuerza, la ligereza no es ingenio, y esa manera de escribir nerviosa, al-borde- de-la-silla, puede resultar tan aburrida como la manera vulgar; los enredos con las rubias promiscuas pueden ser muy fatigosos cuando los describe un joven gotoso que no tiene en la cabeza otro objetivo que describir un enredo con rubias promiscuas. Y se ha hecho tanto de esto, que cuando un personaje de una narración de detectives dice Yeah, el autor es automáticamente un imitador de Hammett.

Y hay todavía por ahí algunas personas que dicen que Hammett no escribía relatos detectivescos, sino simples crónicas empedernidas de calles del hampa, con un superficial elemento de misterio dejado caer como una aceituna en un martini. Son las ancianas aturdidas -de ambos sexos (o de ninguno) y de casi todas las edades- que prefieren sus misterios perfumados con capullos de magnolia y no les agrada que se les recuerde que el asesinato es un acto de infinita crueldad, aunque los que lo cometen tengan a veces el aspecto de jóvenes de la buena sociedad, profesores universitarios o encantadoras mujeres maternales, de cabello suavemente encanecido.

Hay también algunos asustadísimos defensores del misterio formal o clásico, quienes entienden que ningún relato es un relato de detectives si no postula un problema formal y exacto, y si no dispone a su alrededor todas las claves, con claros rótulos. Esas personas señalan, por ejemplo, que al leer El halcón maltés a nadie le preocupa quién mató al socio de Spade, Archer (que es el único problema formal de la narración), porque al lector se le hace pensar constantemente en otra cosa. Pero en La llave de cristal se le recuerda al lector a cada rato que el interrogante es quién mató a Taylor Henry, y se obtiene exactamente el mismo efecto: un efecto de movimiento, de intriga, de objetivos entrecruzados, y el gradual esclarecimiento de lo que son los personajes, que de cualquier manera es todo lo que la novela detectivesca tiene derecho a ser. Lo demás es hojarasca.

Pero todo esto (y además Hammett) no es suficiente para mí. El realista de esta rama literaria escribe sobre un mundo en el que los pistoleros pueden gobernar naciones y casi gobernar ciudades, en el que los hoteles, casas de apartamentos y célebres restaurantes son propiedad de hombres que hicieron su dinero regentando burdeles; en el que un astro cinematográfico puede ser el jefe de una pandilla, y en el que ese hombre simpático que vive dos puertas más allá, en el mismo piso, es el jefe de una banda de controladores de apuestas; un mundo en el que un juez con una bodega repleta de bebidas de contrabando puede enviar a la cárcel a un hombre por tener una botella de un litro en el bolsillo; en que el alto cargo municipal puede haber tolerado el asesinato como instrumento para ganar dinero, en el que ninguno puede caminar tranquilo por una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas sobre las cuales hablamos, pero que nos abstenemos de practicar; un mundo en el que uno puede presenciar un atraco a plena luz del día, y ver quién lo comete, pero retroceder rápidamente a un segundo plano, entre la gente, en lugar de decírselo a nadie, porque los atracadores pueden tener amigos de pistolas largas, o a la policía no gustarle las declaraciones de uno, y de cualquier manera el picapleitos de la defensa podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en público, frente a un jurado de retrasados mentales, sin que un juez político haga algo más que un ademán superficial para impedirlo.

EL MUNDO EN QUE VIVIMOS

No es un mundo muy fragante, pero es el mundo en el que vivimos, y ciertos escritores de mente recia y frío espíritu de desapego pueden dibujar en él tramas interesantes y hasta divertidas. No es gracioso que le asesinen por tan poca cosa, y que su muerte sea la moneda de lo que llamamos civilización. Y todo esto sigue sin ser suficiente.

En todo lo que se puede llamar arte hay algo de redentor. Puede que sea tragedia pura, si se trata de una tragedia elevada, y puede que sea piedad e ironía, y puede ser la ronca carcajada de un hombre fuerte. Pero por estas calles bajas tiene que caminar el hombre que no es bajo él mismo, que no está comprometido ni asustado.

El detective de esa clase de relatos tiene que ser un hombre así. Es el protagonista, lo es todo. Debe ser un hombre completo y un hombre común, y al mismo tiempo un hombre extraordinario. Debe ser, para usar una frase más bien trajinada, un hombre de honor por instinto, por inevitabilidad, sin pensarlo, y por cierto que sin decirlo.

Debe ser el mejor hombre de este mundo, y un hombre lo bastante bueno para cualquier mundo. Su vida privada no me importa mucho; creo que podría seducir a una duquesa, y estoy muy seguro de que no tocaría a una virgen. Si es un hombre de honor en una cosa, lo es en todas las cosas.

Es un hombre relativamente pobre, pues de lo contrario no sería detective. Es un hombre común, pues de lo contrario no viviría entre gente común. Tiene un cierto conocimiento del carácter ajeno, o no conocería su trabajo. No acepta con deshonestidad el dinero de nadie ni la insolencia de nadie sin la correspondiente y desapasionada venganza.

Es un hombre solitario, y su orgullo consiste en que uno le trate como a un hombre orgulloso o tenga que lamentar haberle conocido. Habla como habla el hombre de su época, es decir, con tosco ingenio, con un vivaz sentimiento de lo grotesco, con repugnancia por los fingimientos y con desprecio por la mezquindad.

El relato es la aventura de este hombre en busca de una verdad oculta, y no sería una aventura si no le ocurriera a un hombre adecuado para las aventuras. Tiene una amplitud de conciencia que le asombra a uno, pero que le pertenece por derecho propio, porque pertenece al mundo en que vive. Si hubiera bastantes hombres como él, creo que el mundo sería un lugar muy seguro en el que vivir, y sin embargo no demasiado aburrido como para que no valiera la pena habitar en él”.

 

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