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Carmen Lyra fusilada en el paredón

A los dos años de su muerte, en 1951 el autor de Juan Varela escribió esta reflexión sobre la escritora de Los cuentos de mi tía Panchita, una costarricense que murió extrañando a su patria en México.

A los dos años de su muerte, en 1951 el autor de Juan Varela escribió esta reflexión sobre la escritora de Los cuentos de mi tía Panchita, una costarricense que murió extrañando a su patria en México. El artículo primero circuló como hoja suelta y luego fue publicado en Libertad.

La vida de Carmen Lyra se apagó en el fusilamiento espiritual más cruel que recuerda la historia de Costa Rica.

Se le echó de su patria bajo ráfagas de ametralladora y, finalmente, se le tuvo de pie ante el paredón del destierro dos años, para terminar, al cabo, por fusilarla a poquitos.

Nos imaginamos a Carmen Lyra en el estruendo de México; difamada y enferma; apartada, ella tan casera, de su patria; quizás suspirando, sin que la oyeran, por San José.

Ella, allá lejos, con los ojos hermosísimos llenos de lágrimas, entre gente extraña, leyendo los cablegramas subvencionados en los que se escarnecía a sus amigos, en los que se les regateaban los méritos, en los que se sembraba el odio a tambor batiente.

Nos la imaginamos a ella, chiquitilla, frágil, sin su sonrisa inteligente y gozosa, tratando que los compañeros no vieran que había estado llorando.

Nos la imaginamos a ella, tan madre sin concebir hijos, enterándose de la matanza del Codo del Diablo, una tarde, en un cable de los periódicos de México.

Nos imaginamos su gran tristeza de desterrada, en ella, que quiso tanto a la vida y a su patria, que las comprendió tanto, que las amó con un inmenso amor que nunca se hizo viejo.

Y nos imaginamos su último instante, la última luz que vieron sus ojos bellísimos, en un cuarto desconocido, apretando en sus manos la prohibición que le impedía morir junto a ese limonero del jardín de su casa, con pájaros y azahares, y la sonrisa clara de la hermana cariñosa que tampoco pudo seguir viviendo.

¿Qué ganas inmensas tuvo entonces de que por la ventana se recortara en ese instante, por un segundo, un pedazo de cielo mañanero de Costa Rica tan lejano y, sin embargo, tan cerca que siempre lo llevó con ella?

En la muerte de Chabela se piensa con tristeza. Pero cuando pensamos en su vida no podemos ponernos tristes.

Cuando recordamos a Chabela es para verla risueña a veces, seria en otras, pero siempre sintiendo la vida y entendiéndonos a todos con esa sensibilidad que tuvo, tan grande que no ha habido una mujer más amada por más gente, como fue amada Carmen Lyra en Costa Rica.

¿Cuál problema no entendió ella? ¿Cuál pena no la acongojó? ¿Quién fue a ella llorando que no saliera consolado? ¿Quién no la recuerda atribulada porque un dolor rondaba una casa enemiga? ¿A quién no le dio alientos? ¿Cuándo se cerraron las puertas de su casita de bahareque?

A ellas, antes, tocaron señores de pro, señoronas de abolengo, banqueros y políticos. Con ellos convivió Chabela muchos años. Pero llegó el día en que su gran sensibilidad, su amor profundo a Costa Rica y su cultura legítima la pusieron en comunicación directa con el pueblo. Y Chabela mandó al diablo a los poetas de concursos de belleza, a los políticos falsos, a los banqueros y a sus señoronas de prosapia.

Todo su torrente silencioso y fresco de ternura lo desbordó en su pueblo, en los desheredados, en los que lloran, en los que continúan humillados, en los que sueñan con un poco de belleza en la vida, en la lavandera con las manos rotas, en la viuda con el hijo enfermo, en el obrero que sostiene con su trabajo diario los ocios y hartazgos ajenos, en el estudiante que sufre sin que nadie lo quiera entender, en el muchacho que no se puede casar “porque la vida es muy dura”, en el peón que siembra, recoge y beneficia medio millón de quintales de café al año, que vuelven al país en radios, refrigeradoras, pieles y automóviles, para que los disfruten aquellos que no saben lo que es coger café bajo la nube de moscos, ortigados por los gusanos, con los frijoles helados en la hoja de plátano.

Carmen Lyra leyó las grandes obras de la filosofía marxista y comprobó que desde 1848 señalaban el remedio concreto para un régimen que, por estar metido en un callejón sin salida, se enfurece a veces, se enloquece en otras y permanentemente se pudre más, hasta el momento en que la escoba de la historia lo barra de la faz de la tierra.

Comprobó en su propio pueblo que resultaba criminal “comer y callar”, y que era ridículo hasta la payasada seguir hablándole de libertad e independencia, cuando apenas si come arroz y frijoles y cuando padece uno de los más altos índices de mortalidad infantil del mundo.

Comprobó que era estar en la llama creer que con la organización de la Escuela Maternal, en la que ella enseñaba a los chiquitos pobres a bañarse todos los días, a leer y a escribir; en la que ella les daba de comer y con sus propias manos les sacaba de la cabeza los piojos y de los piecitos las niguas, se solucionaba el problema del pobre bajo un régimen que es de los ricos.

¿Qué sacaba con que doscientos niños estuvieran bañados, comidos y alegres, si había otros, millones y millones en Costa Rica, que no estaban limpios, ni comidos ni alegres”? ¿Qué sacaba con eso, si existían, en Estados Unidos y en Francia y en Nicaragua y en Italia y en Bolivia y en el Japón y en Egipto, también millones de niños sin comer y con las caras tristes como de viejos pordioseros?

Y entonces puso su ternura, sin arte -¡Qué arte más maravilloso que Gabriela Mistral da todos sus versos por una prosa de Carmen Lyra! – Su inteligencia, su cultura conseguida a través de toda una vida de estudios aquí y en Europa, sus comodidades, su vida toda, puestas al servicio pleno de su pueblo.

Y ella, que no tuvo hijos, los tuvo entonces en miles y miles que la amaban con un fuerte amor lleno de sudores y de lágrimas, porque eran los que sufren hambre y sed de justicia. Hombres toscos, duros, enérgicos, de hierro –están hechos de una pasta especial- se mordían los labios y dejaban que lágrimas de acceso les resbalaran por las arrugas sucias de la cara, ante el ataúd desde cuyo fondo Chabela ya no los podía ver. En aquel silencio de tantas gargantas poderosas había un gran dolor, pero no de simple queja, de lloriqueo estéril, sino de resolución.

La resolución de que nuestra fusilada en el paredón del destierro no sacrificó su vida estérilmente, de que su vida toda es el mejor abono para las más lozanas y justas rebeldías del pueblo. De que su vida, su ternura, su inteligencia, su comprensión, sus lágrimas y esperanzas, todo eso indescifrable que llevamos en el corazón y que es Chabela, resucitará algún día en la sonrisa primaveral y futura de un pueblo realmente libre como ella lo vislumbró apenas, entre las lágrimas de su destierro.

A los dos años de su muerte, no podemos ponernos tristes cuando pensamos en la vida de Carmen Lyra. Porque esa vida nos enseñó a ser abnegados en los sacrificios que nos impone una idea; porque esa vida nos enseñó a ser valientes en la adversidad; porque esa vida nos enseñó a no quejarnos cuando las cosas no salen como las esperamos; porque esa vida nos enseñó a ser modestos en la victoria y audaces en la derrota momentánea; porque esa vida nos enseñó a esperar –fuertes, serenos, sin impaciencia- el triunfo final.

 

 

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