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Carlos Monsiváis: memoria de Tlatelolco 1968

Secuencia rápida: el 23 de julio, dos grupos de estudiantes se enfrenta a golpes.

Secuencia rápida: el 23 de julio, dos grupos de estudiantes se enfrenta a golpes. El 24, los granaderos invaden la Vocacional 2, golpean y arrestan a numerosos jóvenes. El 26 de julio, los agredidos se dirigen al Zócalo a protestar, seguros de ejercer un derecho elemental y, al mismo tiempo, en la avenida de Juárez, un mitin de izquierda festeja el aniversario del asalto al cuartel de Moncada de Fidel Castro. La policía se encarniza con las dos manifestaciones y, en el centro histórico, grupos de agentes judiciales rompen aparadores y saquean comercios. A la salida de sus clases se reprime a los estudiantes de dos preparatorias de la UNAM. Hasta aquí nada excepcional: el Gobierno, tal es la ley evidente, es dueño de las calles y no acepta siquiera las quejas. De pronto, surge una resistencia insólita. Provistos de varillas y piedras, que la prensa y la policía transforman en prodigioso arsenal instalado por el Pentágono y/o Moscú-, los preparatorios se defienden y construyen barricadas. Casi todos los periódicos, entre dicterios y “llamadas a la cordura”, insisten en la ausencia de banderas y programas encomiables, en el carácter imitativo y subversivo de la protesta, pero los estudiantes se abanderan de una tradición mexicana: el apego a la Constitución de la República, la legalidad desde abajo que se opone a la ilegalidad desde arriba.

En el Zócalo, todavía entonces el centro simbólico de la nación, los jóvenes se enfrentan a las acometidas policiacas y se concentran en un edificio virreinal, la Preparatoria de San Ildefonso. Al enterarse, el presidente Díaz Ordaz se siente a su modo satisfecho: él tenía razón, las fuerzas del mal se agitan para desprestigiarlo. Inflexible, ordena el desalojo de los estudiantes. En la madrugada del 29 de julio, el Ejército toma San Ildefonso a golpes de bazuca. El secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez, campeón de la mano dura, anuncia el fin del brote subversivo. No hay más que hablar… y en forma inesperada, la conjura (la voluntad democrática) se multiplica. En la Ciudad Universitaria, el ingeniero Javier Barros Sierra, rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), pone la bandera nacional a media asta. “Hoy es un día de luto”. El primero de agosto se organiza una gran manifestación.

De allí en adelante el ritmo de los acontecimientos es vertiginoso. El pliego petitorio del movimiento mezcla antiguas demandas de la izquierda partidaria con las exigencias más que comprensibles: libertad a los presos políticos (líderes obreros sobre todo, encarcelados desde 1959), castigo a los culpables de la represión, destitución de los jefes policiales y eliminación del delito de disolución social. Inesperadamente, se reivindican los derechos humanos y civiles, que el Gobierno desprecia y la derecha no registra. En el interior del movimiento predomina la izquierda y comunistas, maoístas, trotskistas y guerrilleristas anhelan vagamente el incendio revolucionario, exaltan al Che Guevara y optan por el lenguaje más áspero. Pero el tono no lo da la exasperación guevarista, sino las sensaciones de potencia popular que alimenta la cuantía de las marchas. Por su parte, los circuitos de transmisión del movimiento (las brigadas, las asambleas, la comunicación interpersonal) neutralizan o trascienden a las campañas de linchamiento moral y a la cerrazón informativa del Gobierno, volcado en el insulto contra los “rojillos, malvivientes, parásitos, agitadores, apátridas, traidores, malos mexicanos”.

Pese a la huelga en los centros de enseñanza media y superior, en las manifestaciones de agosto y setiembre participan un promedio de 300.000 personas y son miles los integrantes de las brigadas estudiantiles (20.000 en promedio) los que difunden sus razones en camiones, parques y mercados. Además, otros eventos ocurren; por ejemplo, el Gobierno, con lujo de fuerza, aísla el movimiento; un policía mata por la espalda a un estudiante que pintaba consignas en una barda; algunas escuelas son ametralladas y en su informe presidencial del primero de setiembre Díaz Ordaz es elocuente y magnánimo: “La injuria no me llega. La calumnia no me toca. El odio no ha nacido en mí”.

A medida que se acerca el 12 de octubre, día de la inauguración de los Juegos Olímpicos, la irritación de Díaz Ordaz crece. La conjura no cede y él está a punto de recibir al mundo civilizado, el concierto de las naciones. El 18 de setiembre el Ejército invade la Ciudad Universitaria y, en el suelo y con las manos en la nuca, los estudiantes cantan el himno nacional. Aumenta la exigencia de mano dura, los provocadores actúan con descaro y el Consejo Nacional de Huelga ve en la unidad habitacional de Tlatelolco, en el norte de la ciudad, un recinto adecuado de los mítines. El 2 de octubre, en la plaza de las Tres Culturas, se efectúa otro acto, que se supone rutinario y al que asisten cerca de cinco mil personas. Los oradores hablan desde el tercer piso del edificio Chihuahua. A las 18:15 un helicóptero lanza una luz de bengala verde. En ese momento la tropa entra en la plaza a bayoneta calada…

Entre la infinidad de versiones hay hechos indiscutibles. En el desalojo intervienen tres fuerzas: el Ejército regular, el batallón Olimpia (creado para proteger los Juegos) y un grupo paramilitar, muy probablemente integrado por agentes judiciales. El Ejército se dispone a acordonar la plaza, y al batallón Olimpia (cuyos integrantes usan guante blanco en la mano izquierda) se le ordena arrestar a los líderes estudiantiles. Los primeros disparos parten del edificio Chihuahua y, según todos los testigos, los hacen miembros del grupo paramilitar (con pañuelo blanco en la mano izquierda). Cae herido el comandante de la tropa y se desencadena la balacera que dura entre media hora y 45 minutos (los testimonios varían). La plaza se vuelve un paisaje demencial. Profusión de muertos y heridos, niños y mujeres rematados a bayonetazos, los líderes vejados y desnudados junto a una iglesia, la persecución por doquier. Muchos consiguen salir del cerco, otros son detenidos o se refugian en los departamentos de la Unidad Tlatelolco, donde los vecinos, casi sin excepción, los aceptan y protegen. A las once de la noche todavía se oyen disparos. En la plaza hay cerros de zapatos y bolsas.

En los días siguientes el miedo es el elemento dominante. Eso y las cuentas del insomnio. ¿Cuántos murieron? El Gobierno admite 26 víctimas, soldados entre ellos (Luego reconocerá otros cuantos fallecimientos). Pero los testimonios y las fotos hablan de un número considerablemente más alto, 200 o 300 tal vez, o según el criterio que se impone, a cargo de intuiciones y rumores, la cifra luctuosa se eleva a los 500 muertos. El número exacto nadie lo sabrá nunca. En esas semanas y meses no se puede ni investigar, ni probar, ni publicar protestas. La censura es ubicua, las publicaciones están muy controladas, se decomisan fotos y películas, los delatores inventan conjuras, las familias de los muertos reciben visitas con mensajes amenazadores, hay miedo de hablar por teléfono o de asistir a reuniones. Se afirma la red de complicidades que es el otro nombre del sistema político y en los periódicos y en la televisión se felicita al presidente de la República por su viril energía al decapitar a “la hidra”.

En el lapso que va del 3 de octubre de 1968 al 1 de diciembre de 1970, en que Luis Echeverría toma el mando, se quiere reducir todo el 68 a la categoría de “incidente lamentable” y para ello se prosigue el vilipendio de las víctimas. Se disparó contra una muchedumbre indefensa, se fabricaron conspiraciones, miles de jóvenes fueron detenidos por el delito de manifestar, se ocultó con impudicia el número de muertos, se festejó la capacidad del poder judicial. La sociedad no parece responder, entre otras cosas, porque la oposición carece de medios de difusión, en la radio y en la televisión no se cuela el mínimo comentario informativo o crítico y los sectores del PRI, los industriales, los jerarcas eclesiásticos, los editorialistas responsables, califican a los actos represivos de “salvación de la República”. Díaz Ordaz y el régimen parecen los vencedores absolutos. El 12 de octubre se inauguran los Juegos Olímpicos, la gente aplaude y lanza cohetes, y en toda la ciudad grupos de jóvenes tocan los cláxones y usan como exorcismo el nombre del país: “¡Mé-xi-co! ¡Mé-xi-co!”. Luego del crimen, del encarcelamiento y la difamación de tantos, de la mentira que sojuzga la vida pública, el entusiasmo en las calles parece ratificar el trágico despropósito: las víctimas de la plaza de las Tres Culturas murieron en vano.

A los líderes estudiantiles y a disidentes ostensibles (entre ellos el gran novelista José Revueltas) se les somete a un proceso monstruoso y desfachatado donde las pruebas son notas de periódico y los únicos testigos de cargo son dos policías jóvenes que oyeron discursos de los acusados. No hay más y no necesita haberlo, porque, en lo que al movimiento estudiantil se refiere, el Estado de derecho no existe. Cerca de cien personas van a la cárcel por tres años. El 4 de diciembre de 1968 se levanta la huelga. El resentimiento y el derrotismo se hacen cargo de la escena; muchos jóvenes consideran clausurada la vía legal y se lanzan a la aventura guerrillera; el Gobierno se autoelogia y la marihuana y el desencanto se masifican. Luego, a principios de 1971, se publica La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, uno de esos fenómenos insólitos: un producto cultural y literario que es también un hecho histórico.

Fragmento de La memoria en el aire, publicado en 1993 en El País.

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