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Carlos Fuentes, cuentista

Cuentista consumado, novelista de grandes vuelos, dramaturgo a veces y poeta “por omisión”, la obra de Carlos Fuentes no ha perdido aliento ni vigencia.

Hace cinco años murió Carlos Fuentes y aún hoy su legado literario parece seguir pronunciándose a favor de las numerosas novelas que escribió antes que los ensayos, las obras teatrales o los cuentos, aunque siempre alguno que otro (Muñeca reina, Las dos Elenas, Malintizin de las maquilas) será materia ineludible de recopilaciones del género. Pensando en que el escritor estuvo activo hasta el final, que le sobrevino a los ochenta y tres años, la suya es una obra de la que no nos hemos separado lo suficiente como para balbucir veredictos respecto de su eternidad; se advierte, sin embargo, que sus novelas más afamadas (La muerte de Artemio Cruz, Aura, Cambio de piel, por citar tres al azar) se publicaron hace unos cincuenta años, conviene mirar su narrativa de un modo más incluyente, pues no cabe duda de que el autor de Una familia lejana seguirá siendo referente natural entre los prosistas de ficción del siglo pasado.

Un enfoque plausible puede ser, sin duda, el del Fuentes cuentista, pues si bien, como queda claro, nunca alcanzó en este género la notoriedad que le significaron sus trabajos más extensos, resulta evidente que, a diferencia de Mario Vargas Llosa, el autor mexicano no cultivó la narrativa breve de manera esporádica sino a lo largo de los sesenta años que se mantuvo activo. Por eso fue un acierto que en 2013 el Fondo de Cultura Económica encargara a Omegar Martínez la reunión, en casi un millar de páginas, de sus Cuentos completos pues, aunque es un tanto desaforado afirmar –como lo hace el editor– que es en los relatos breves “donde habita su esencia literaria”, sí es asumible que el espacio limitado del cuento le vino casi siempre bien a un autor dado a los efluvios líricos dentro de su prosa narrativa, desbordamientos de la escritura que en sus novelas pueden caber en la amplia gama que va de lo admirable a lo superfluo, pero que en un cuento, por sus limitadas dimensiones, a menudo resultan imperdonables. Fuentes supo casi siempre domar la intemperancia de esa voz retorizante en sus relatos; no así en las novelas, donde la complacencia de la escritura con la escritura misma fue uno de los ingredientes que dio al traste con sus últimos libros. Porque hay que decirlo con todas sus letras y reconociendo siempre el aprecio que la literatura de Carlos Fuentes ha generado en la mayoría de sus lectores: desde Terra Nostra (1975), y según Antonio Alatorre desde Cambio de piel (1967), las novelas del autor a menudo fueron volviéndose cada vez más abstrusas y abigarradas, presas de un barroquismo que fue perdiendo el encanto de los primeros tiempos y ya solo en contadas estaciones (Cristóbal Nonato, ciertos pasajes de Los años con Laura Díaz) cumplieron con la cuota de ese enmascarado magnetismo que atrapa la lectura. Sus textos, a veces, se enfangaron en una suerte de derroche polifónico que coqueteaba, ya al final, con el aburrimiento. Es de justicia, no obstante, reconocer que su escritura mágica, sincrética, con la palabra mito a flor de historia y la metáfora latigueando siempre en su prosa pulida, nos da no solo una “imagen” de México, como la de Juan Rulfo, sino un caleidoscopio cuyo afán totalizador es equiparable al que generan las obras completas de Alfonso Reyes y las de Octavio Paz, y lo convierte, ciertamente, en un “fenómeno de nuestras letras”, como lo señaló en su momento Elena Poniatowska.

 “Cada cuento está escrito con un fantasma sobre nuestros hombros”, anotó alguna vez Carlos Fuentes, y si tomamos la frase con el rigor que le debemos a todo lo que aviva el asombro y la extrañeza, resulta comprensible, entonces, que una de las recopilaciones más celebradas de sus relatos, Cuerpos y ofrendas, lleve ese título donde compiten la presencia carnal del ser y, al mismo tiempo, la naturaleza idolátrica, espiritual, propiamente fantasmal de muchos personajes de sus libros: la figura de la dualidad esencial que la crítica ya se ha encargado de reconocer en su prosa. Desde la primera colección de historias breves, Los días enmascarados, denominación igualmente significativa pues, como se sabe, alude a los cinco días finales del año azteca, la ascendencia prehispanista y la casi fijación que desborda la obra de Carlos Fuentes por el pasado mexicano. Es, asimismo, un punto de partida de “la búsqueda de la identidad en la pluralidad y la fugacidad temporal”, atributo que, según Paz, es el tema constante de la narrativa del autor. Sin embargo, la profanación y el horror o, por mejor decirlo, el énfasis que en su obra alcanzan el horror y el éxtasis de la profanación, la vuelta a los cotidianos o remotos fantasmas de una existencia anterior, la tentación del retorno imposible a los lugares sin límite nos recuerda cómo los cuentos de Fuentes no solo se escribieron con la ayuda de una presencia espectral sobre sus hombros, sino que esa misma criatura invisible encarna la irremediable violación de los espacios sagrados que perviven aun en los cuentos neorrealistas o francamente fronterizos con la crónica histórica, propios de la última etapa del Fuentes cuentista.

La evocación de Amilamia en La muñeca reina, una de las piezas de narrativa breve más emblemáticas de su obra primera, revela cómo una nota perdida en un viejo libro provoca en el hombre de veintinueve años, que cuenta y protagoniza el relato, la necesidad de revisitar el jardín donde, quince años atrás, una niña lo sedujo con su facundia fantasmal y persistente. El apunte rescatado del olvido, además de estar escrito con la deliciosa sintaxis y heterodoxa ortografía de la primera infancia (“Amilamia no olbida a su amiguito y me buscas aquí como te lo divujo”), indica el lugar donde la niña vive. El diálogo que la historia establece con “Una rosa para Emily”, de William Faulkner, no deja lugar a dudas acerca de que, si no con el cadáver de la niña, el personaje se encontrará, luego de la resistencia que ofrece el matrimonio de viejos que ahora habita la casa, con un altar que la recuerda, un cuerpo de porcelana, pasta y algodón entre flores y olores y ornamentos conformados por los juguetes destrozados de Amilamia: el féretro de la muñeca reina. El hombre huye, mientras la madre alcanza a decir: “Si de veras la quiso, no vuelva más.” Sin embargo, luego de un año él regresa cuando entiende que la nota reencontrada en el libro puede ser un buen regalo para los viejos: otra ofrenda para el altar. Le abre una joven en silla de ruedas, contrahecha, que lo recibe tan familiarmente como suena el “Carlos” con que la voz cascada del viejo, desde el fondo de la casa, le pide que se vaya.

Entre el realismo mágico de Rulfo y la sátira fantástica de Arreola, como observó el crítico Luis Leal, y aún podríase añadir, tensando la cuerda de la ficción con la fricción de la realidad, se ubica la obra de un autor que sabe muy bien, de todos modos, que “en literatura solo se sabe lo que se imagina”.

En los diez libros de cuentos de Carlos Fuentes –tres de ellos, en realidad, son volúmenes antológicos–, la nota de la dualidad ya señalada entretiene paralelismos y analogías de un poder de sugerencia que revela a un escritor pensante, alguien que construye su obra luego de haber trazado esquemas de afinidades y semejanzas cuidadosamente dosificados. La escritura, con pasmosa eficiencia, propicia tal entrelazamiento infinito de destinos y azares que algunos de sus libros de relatos están concebidos como novelas vertidas en forma de cuentos, trasvasamiento que devino devoción en El naranjo, La frontera de cristal y en su última colección de textos breves, Carolina Grau.

Los cincuenta y seis relatos que recoge Omegar Martínez en Cuentos completos dejan suponer que el brumoso lirismo y la complaciente heterodoxia de las últimas novelas del autor quizá deban leerse como el laboratorio de donde extrajo las mezclas adecuadas y las sustancias disolventes de ese mar de escritura (en el que a veces naufraga el lector de Carlos Fuentes) para verterlas con mayor eficiencia en su prosa breve. Hay, como en casi cualquier obra, una extraña lucidez en la obcecación con ciertas fórmulas o materiales, algunas recurrencias (el pasado mexicano, la inmundicia de la modernidad, la sofisticación y franca excentricidad de sus personajes) que se resignifican en la medida en que tienen la fuerza de parodiarse a sí mismas. Por ejemplo, en sus ya citadas novelas en forma de cuentos, el afán tautológico del plan narrativo que caracteriza a su prosa obsesiona al autor con la idea de repetir el título general de la obra en cada historia, aludir al detalle del árbol de naranjo o la frontera cristalina en algún punto de todos los relatos. Algunos de ellos se sostienen difícilmente en su anécdota (la estadunidense que termina por aceptar a la sirvienta mexicana, vista su fuerza espiritual, en “Las amigas”, por ejemplo); sin embargo, la pertinencia del conjunto, las observaciones agudísimas de los personajes o el narrador terminan por convertir lo que pudiera rozar la más sorda elementalidad en acerba crítica de una realidad que rebasa inapelablemente las fronteras de la ficción: “Al principio, Miss Amy ni siquiera le dirigía la mirada a Josefina. La vio la primera vez y confirmó todas sus sospechas. Era una india. No entendía por qué esa gente, que en nada se diferenciaba de los iroquois, insistía en llamarse latina o hispana.”

Hay, en varios relatos, párrafos de una línea que acercan o pretenden aproximar la escritura a la cadencia de la poesía; hay parrafadas –no tan abundantes como en las últimas novelas– que parecen retórica pura (“muros que no cerraban sino que abrían otros espacios en el espacio, más allá del espacio, para el espacio, pero también contra el espacio”, se permite en “Salamandra”), que se retuercen en detalles y consideraciones inútiles o saldan, en juegos de palabras o de sentido, su deuda natural de contar, la obligación implícita de todo narrador: entretener con una buena historia, ambientar las situaciones e involucrar al lector; seducir con algo más que la mirada su atención, emplear todo el cuerpo en ello y no reducirse a alentar guiños fementidos o felices de prosa lúcida.

No obstante, cuando hace de la hipérbole y de cierto espíritu rabelaisano ocasión de liviandad (como en ese fragmento cercano al final de “El dueño de la casa”, donde habla del “pedo eucarístico” que se permite un monje); cuando muestra su espléndida aptitud para caracterizar de un plumazo impoluto determinada condición de algún personaje (“Era un ciego, uno de esos ciegos enfermos con la mirada borrada como por una nube interna que solo le ofrece al mundo un par de ojos disueltos en un espeso esperma legañoso”); cuando emerge de su prosa cierta intuición que le permite deshebrar una realidad determinada, la naturaleza equívoca, estentórea y, en el fondo, vacía de un apelativo conocido (“con gusto sacrificaba ese nombre sin nombre, esa ubicación fantasmal, ‘los Estados Unidos de América’, que era como llamarse, dijo su amigo Daniel Cosío Villegas, ‘El Borracho de la esquina’ o, pensaba el propio Dionisio, se reducía a una mera indicación, como ‘Tercer Piso a la Derecha’, por los nombres con prosapia, situación, historia, México, Argentina, Brasil, Perú, Nicaragua…”, apunta en “El despojo”), el Fuentes cuentista no le va a la zaga al autor de monumentos literarios como La región más transparente y Terra Nostra, novelas donde su talento narrativo goza de una precisión que es idéntica a la que se reconoce en muchos de estos Cuentos completos.

Novelista prolífico, avasallador, asiduo cuentista, dramaturgo ocasional, ensayista de mérito, poeta por omisión, es difícil saber dónde está el mejor Carlos Fuentes. Si examinamos, como hasta aquí, su incursión en el relato breve, parece evidente que, antes que pronunciarse por su a menudo lúcida densidad, como Omegar Martínez, o por la inagotable fuerza gótica y alucinante de su vasta obra novelística, según lo prefiere el crítico Richard Reeve, resulta más provechoso percibir cómo, luego de cinco años, muchos de los cuentos y un buen número de las novelas de este insigne miembro del cuadrivio del boom siguen siendo muestra inequívoca de su pertinencia literaria.

Tomado de La Jornada

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