Carlos Cortés es considerado, con razón y justicia, como uno de los escritores más originales y fecundos de las letras costarricenses actuales. No hace mucho cumplió cincuenta años de edad, y esto no es una cosa puramente personal: representa, en su caso, la llegada a la madurez como autor. Escritor por vocación y periodista por profesión —actualmente es profesor universitario— Cortés es un autor prolífico y multifacético: poeta, novelista, cronista, autor de relatos cortos, ensayista crítico y ensayista histórico de nuestras letras recientes…y un largo etcétera. Carlos ha cultivado todos los géneros literarios, excepto la dramaturgia, género literario muy disminuido, por decir lo menos, en tiempos recientes en nuestro medio cultural. En todo se ha distinguido y recibido, con merecimiento, valiosos y abundantes premios, tanto en el ámbito nacional, como allende nuestras fronteras.
Cabe entonces preguntarse si esa profusión de obras en tan diversos géneros literarios se debe a una capacidad intelectual inusitada —cosa que, para mí, es evidente— como se comprueba en forma fehaciente en sus obras, o se debe también y, en no menor grado, a una honda y persistente crisis de identidad de profunda raigambre psicológica, que tiene sus raíces en un vacío emocional originado en un complejo de orfandad o “complejo de Orestes”. Tales rasgos de personalidad no constituyen una novedad en las letras y la filosofía recientes del mundo occidental; concretamente, esos rasgos caracterizan la obra ingente de pensadores de la talla de Sartre y de Camus, figuras rutilantes del existencialismo de postguerra.
No obstante, no por eso deja de haber una unidad temática en su producción: es el rigor denunciante que, consciente o inconscientemente, ha cultivado tanto en la esfera personal como nacional. No sé si, por esta razón, nuestro autor es en nuestro medio el más representativo de esa inconfundible característica de una época, como la nuestra, en rápida transición hacia un universo político y cultural impredecible y que engendra, por ello mismo, una tendencia irreprimible a la ansiedad con evidentes repercusiones en el ámbito psicológico.
Tal circunstancia existencial, en nuestro autor forja una conciencia ética de inusitado rigor en todas las esferas del ser y quehacer humanos. Carlos Cortés expresa esa su actitud radical frente a su circunstancia existencial, no con una búsqueda de pretensiones científicas, sino mediante la creación literaria. Carlos Cortés no hace ciencia sino arte; sin por ello dejar de cultivar una inteligencia rigurosa e implacablemente lúcida, a sabiendas de que, con ello, asume un reto condenado de antemano al fracaso: objetivar su propia subjetividad. Para intentarlo se adentra, tanto en los meandros de su subconsciente, aún a riesgo de convertir la mirada escrutadora de la infancia en un estéril peregrinar sin retorno con visos de espejismo, un edén convertido en averno dirigiendo una mirada severamente crítica a los mitos, que el sistema imperante forja como fundamento de la conciencias nacionalista de nuestra sociedad. Para ello Carlos Cortés ha hecho de la sociedad costarricense un tema acuciante que proyecta con mirada crítica de una implacable severidad nada complaciente, como tampoco lo ha sido cuando ahonda en los orígenes familiares de la conformación de su personalidad.
Novelista del San José actual, ve en esa su ciudad una muestra de la descomposición de una Costa Rica idílica que, quizás, nunca existió en la realidad, pero sí en el obscuro subconsciente colectivo, ideológica creencia que sustentan el ser y quehacer del costarricense. Lúcido crítico de sus coterráneos, Carlos Cortés ve en ellos no al “costarricense”, sino al “tico”. Nada halagüeña esta visión de un escritor que inició su carrera en un siglo —el XX ya fenecido— pero llega a su plenitud crítica y a su madurez creativa en el siguiente, ese siglo XXI que nos trae más nubarrones que rayos de sol, más incertidumbres que certezas… Eso es lo que reflejan las páginas de nuestro autor. Y si no, veamos su producción reciente.
Carlos Cortés ha escrito tres novelas importantes, una de corte psicológico que versa sobre sus conflictivas relaciones con sus progenitores, especialmente con su madre; y las otras dos que versan sobre temas históricos. De estas últimas, una tiene la forma clásica de novela y constituye una de sus obras mayores y de mayor éxito de librerías; la otra delata al periodista más que al novelista; todas son obras que han recibido premios y elogiosas críticas.
La madurez de Carlos Cortés le llega mediante el recurso a un implacable autocuestionamiento sobre la conformación o deformación de su personalidad. En su novela Larga noche hacia mi madre (Alfaguara, 2013) nuestro autor arremete, con la mirada implacable de un juez inquisitorial y la curiosidad de un buzo experimentado, que penetra en las sombrías profundidades de un Mar de Sargazo personal, hasta encontrar la huidiza sombra de una madre, que fue incapaz de suministrarle lo que corresponde a su función: ese amor sin límites que ve la vida con un gesto de ternura. Por lo contrario, no hubo ternura en la infancia y en la adolescencia de Cortés, como tampoco hubo presencia de un padre que desaparece entre los rumores de un crimen, que convierte su imagen en un manchón de sangre; desolación más que amor, desierto en vez de presencia; silencio por doquier. La infancia de Carlos Cortés se caracteriza por una sola palabra: ausencia. Esto explica el porqué de su duro mirar en su entorno urbano, donde se desarrolla lo que fue el primer tema de sus obras de juventud.
Pero nuestro autor mira hacia el pasado reciente y hacia el pasado más lejano. En un caso, lo analiza cono periodista, en el otro como historiador; aunque su condición de periodista con frecuencia lo traiciona. En una breve novela-crónica (dicho sea de paso, muy a la moda debido a la huella dejada por quien es considerado como la gran revelación reciente de las letras hispanoamericanas: el chileno, prematuramente desaparecido, Roberto Bolaño), titulada con evidente acento sarcástico Mojiganga (Editorial Costa Rica, San José, 2017), Carlos nos hace una reseña de acontecimientos altamente significativos de la historia política reciente de la región, sin por ello adentrarse en los meandros de esa faceta de nuestra realidad.
Desde el punto de vista literario, el autor tiene el mérito de buscar la objetividad manteniendo el interés propio de un relato de hechos de los cuales se fue protagonista; sin embargo, no profundiza en las causas de los conflictos de la época, dejando al lector la labor de indagar en torno a las mismas; lo cual es propio de un cronista-periodista y no del análisis de un experto en materia geopolítica estudioso. Su tono un tanto irónico provoca en el lector una sonrisa pese a la dramática seriedad de la situación imperante; todo dicho en breves páginas. El autor demuestra esta manera, su capacidad magistral de combinar literatura y periodismo, conciencia histórica y distancia personal de los acontecimientos, cosa que lo hace no considerarse un protagonista ni un analista, sino más bien un testigo directo y un cronista un poco a la antigua.
Sin embargo, su obra mayor, según mi real saber y entender, es la más reciente novela, El año de la ira (Alfaguara, México D.F., 2019), obra que de inmediato ha despertado un interés, un tanto inusitado en nuestro medio, lo cual demuestra que la novela histórica goza de un favoritismo encomiable. Valga la pena hacer notar que la historia de nuestro pueblo ofrece múltiples temas y personajes casi inagotables, como materia prima a quien tenga imaginación y pericia para cultivar este subgénero. Con su más reciente novela, Carlos Cortés lo está demostrando hasta la saciedad; la subtitula Ensayo sobre un crimen, cosa poco frecuente cuando de novelas se trata. Me imagino que, de esta manera, el autor desea prevenir al lector de que no se trata de una crónica sino de una interpretación personal de acontecimientos históricos, que siempre han despertado la curiosidad de muchos en el país, tanto por tratarse de la única dictadura sufrida por nuestro pueblo en el siglo XX, como por su desenlace dramático. El autor no se preocupa por provocar el interés del lector, porque sabe de ante mano que el costarricense ha convertido el ajusticiamiento de Joaquín Tinoco en una leyenda, que anda de boca en boca y de generación en generación.
Para destacar el carácter sanguinario de la tiranía de los hermanos Tinoco, nuestro autor se ocupa igualmente de describir la saña con que persiguieron a los heroicos defensores de los mejores valores cívicos de nuestra patria. La novela cultiva el aura de misterio que, desde sus orígenes, ha envuelto ese dramático magnicidio; aunque tampoco cultiva un tono didáctico ni menos retórico, pues el autor está consciente de que su función no es la de adoctrinar, sino la de mostrar con transparencia lo que las fuentes consultadas prolijamente revelan, sin abstenerse por ello de expresar sus personales juicios de valor, como le denota la insólita dureza con que se refiere a Don Ricardo Jiménez y omite el ominoso papel jugado por Don Cleto en la caída del avanzado gobierno de Don Alfredo Gonzáles Flores…
Pero no olvidemos que estamos ante una fascinante novela y no ante un acre análisis científico que indaga las causas y consecuencias de eventos que están lejos de haber periclitado en la memoria colectiva de nuestra comunidad nacional. Todo lo cual nos hace concluir que Carlos Cortés tuvo en mente la razón de ser de la literatura desde sus antecedentes en la tragedia griega, la cual es convertir en admonición del presente los lamentos del pasado.