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Baudelaire, el vanguardista incomprendido

A 150 años de la muerte del poeta francés, autor de Las flores del mal, este artículo analiza su vida y motivaciones de su obra que

A 150 años de la muerte del poeta francés, autor de Las flores del mal, este artículo analiza su vida y motivaciones de su obra que se impuso a través de los siglos a pesar de la incomprensión que recibió en su momento.

En la actualidad, es una opinión unánime e incontestable que la poesía moderna sería difícil de explicar sin la contribución que le aportó Charles Baudelaire, quien utilizando y destruyendo las formas clásicas consiguió expresar cosas que hasta entonces ningún lector había podido disfrutar. Pero lo que la posteridad le ha otorgado, 150 años después de su muerte, poco tiene que ver con lo que Baudelaire pudo disfrutar en vida, una vida que no fue clemente con él. Rebelde, extravagante, hipersensible y genial (quizás el peor defecto), contrario a las convenciones sociales y artísticas y puntilloso y profesional hasta el extremo, a la vez que indolente y derrochador; uno de los peores enemigos que sufrió, además de la censura o la crítica, fue él mismo.

Nacido en 1821 en París, Baudelaire creció en la capital francesa, combinando la veneración hacia su madre, auténtica y duradera devoción filial, con el odio hacia el padrastro, el militar Jacques Aupick. Su padre, pintor, lo concibió a los 62 años y moriría en 1827. Uno de los primeros poemas que escribió es A una dama criolla, datado de 1841 y levemente teñido de orientalismo por estar escrito durante un viaje a la isla Reunión, al que su padrastro le había enviado para alejarlo de su vida “escandalosa y disoluta”, y que para el poeta fue una especie de exilio que le dejó honda impresión. De vuelta a París, Baudelaire compaginó la escritura literaria con la crítica de arte y la traducción, ocupándose de las obras de Edgar Allan Poe, a quien admiraba profundamente y con quien comparte multitud de similitudes.

Criado bajo la sombra de Victor Hugo, Théophile Gautier o Balzac, fue contemporáneo de escritores como Flaubert y de toda la generación de los llamados “poetas malditos”, en cuya nómina le incluyó Paul Verlaine (él mismo uno de ellos) por su vida bohemia y sus excesos. “Dante de una época decadente” le definió el también escritor Barbey d’Aurevilly. Con todo, a pesar de sus escarceos constantes con prostitutas y drogas y de su sempiterna ruina, logró dilapidar una considerable fortuna heredada de su padre, llegó a ser el poeta más influyente para el posterior simbolismo francés, corriente dominante hacia finales de siglo.

Sin embargo, Baudelaire tuvo que luchar siempre durante su existencia con una realidad empeñada en extremo en rebajar lo más posible sus pretensiones. Privado de ser un dandi por su pobreza crónica, su faceta de escritor, tropezó con la indiferencia del público, la mezquindad de muchos editores y la propia dispersión derivada de su carácter y condiciones de vida, a pesar de sus evidentes dotes. Con su carácter rompedor, trato asimismo de erigirse en precursor estético y moral, pero la época no estaba madura. Apenas si consiguió levantar la voz en una sociedad que seguía aceptando la premisa biempensante del “arte útil” y rendía culto al “padre” Hugo y su romanticismo moralista y positivo.

Por ello el poeta dispensó a su época un trato equitativo al recibido. “Excepto Chateaubriand, Balzac, Stendhal, Mérimée, Vigny, Flaubert, Banville, Gautier, Leconte de Lisle, toda la escoria moderna me horroriza”. Un juicio severo con el que le correspondía su contemporaneidad. Por desgracia, la poesía de Baudelaire era demasiado audaz para su época. “Seguiré siendo un monstruo en cualquier tipo de literatura”, afirmaba en una carta al “rey” Victor Hugo para expresar lo diferente e incomprendido de su literatura, demasiado “moderna”. De hecho, a menudo se le hace responsable de haber acuñado el término modernidad para designar la experiencia fluctuante y efímera de la vida en la metrópolis urbana, uno de sus temas predilectos, y una paradoja, pues rechazaba esta vida moderna en el aspecto material siendo él mismo muy moderno en los ámbitos sociales y artísticos.

La visión estética y vital de Baudelaire quedaría plasmada en su única obra, aquella a la que debe su fama inmortal, pero que en realidad le causó más disgustos que otra cosa. Las flores del mal es una de las cimas de la literatura del siglo XIX, un clásico universal que ha tenido como deudores a multitud de autores, desde contemporáneos como Stéphane Mallarmé y Arthur Rimbaud, hasta herederos posteriores como Marcel Proust o Julio Cortázar. Tras multitud de problemas y meses y meses de correcciones puntillosas y milimétricas, el libro llegó a las librerías, finalmente, el 25 de junio de 1857, en edición de Poulet-Malassis y Broise. Era la consagración para el poeta que, como testimonian sus contemporáneos, habría terminado la composición de la mayor parte de su colección a principios de los años 50. Sin embargo, días después de la publicación de Las flores del mal, Baudelaire provocó las iras de la prensa. La dirección de Seguridad Pública lo llevó ante la justicia por “ofender la moral pública y religiosa” y tuvo que pasar por un oneroso y casi ofensivo proceso penal. Pero a pesar de la intervención de la justicia, la obra continuó reeditándose y alcanzó cierta preeminencia, que no dejaría de crecer, en los círculos intelectuales.

En su poemario, Baudelaire expuso una nueva forma de escribir poesía que dinamitó el clasicismo de su época, una ruptura radical que empezó por la métrica terminando por la temática. Baudelaire fue el primero en criticar la aparición de la ciudad moderna y contemporánea, habitada por una burguesía decadente cuya moral no soportaba. El poeta rechazó la modernidad tecnológica y miró con desconfianza la imparable revolución científica, al contrario que sus contemporáneos, pues advirtió su potencial deshumanizador. También su tratamiento erótico del amor fue polémico, y fue la causa de la censura de seis poemas que no fueron recuperados hasta finales de los años 40 del siglo XX. Asimismo, sus versos sobre excesos, alcohol y drogas causaron un terremoto moralista en la pacata sociedad del Segundo Imperio francés.

Un aspecto clave de Baudelaire fue su visión del lugar que ocupa el poeta en la sociedad. Para el francés, el poeta es un ser iluminado, alguien que debe vivir en las alturas porque una vez caído, una vez entre el resto de la gente es completamente inútil. Precisamente al final de su vida, ocurrido en 1867 a causa de una sífilis contraída durante su disipada juventud, fue el escritor cada vez más consciente de su lugar en la posteridad. Ya en el momento de la publicación de Las flores del mal parecía escribir con una clara vocación de pervivencia; él mismo era consciente del valor de la obra que tenía entre manos. Así, en julio de ese mismo año, 1857, escribió a su madre: “Se me niega todo, el espíritu de invención e incluso el conocimiento de la lengua francesa. Me río de todos estos imbéciles y sé que esta obra, con sus cualidades y sus defectos, recorrerá su camino en la memoria del público culto, junto a las mejores poesías de Víctor Hugo, de Théophile Gautier e incluso de Byron”.

En ocasiones místico y en otras demoníaco, ora onírico y ora procaz en su realismo contundente, el nombre de Charles Baudelaire evoca principalmente la quintaesencia de la poesía pero también la sublimación de lo sórdido y la obsesión por el mal. Hoy sin embargo, su obra es apreciada por su perfección estética y su amplia y novedosa temática. Pero sobre todo, por lo que el poeta intuyó hacia el final de su vida: su absoluta vocación vanguardista. Algo que se desprende de su juicio sobre la pervivencia de su polémico y sufrido libro. “Las flores del mal, ¡libro olvidado! Eso es demasiado absurdo. Todavía lo piden. Quizá comience a ser comprendido dentro de algunos años”. Y 150 años después, nada menos (160 de su publicación), Baudelaire ha conseguido, en efecto, el lugar que para él consideraba reservado, la posteridad, consiguiendo además, erigirse en epítome de la modernidad.

Tomado de El país Cultural.

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