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El arte de escribir de Jorge Amado

El gran narrador brasileño, con humildad suprema, hace en esta entrevista un recorrido por sus maestros y recuerda grandes claves del oficio de escribir

El gran narrador brasileño, con humildad suprema, hace en esta entrevista un recorrido por sus maestros y recuerda grandes claves del oficio de escribir, útiles para los narradores noveles y para aquellos que, al creerse consagrados, olvidan reglas básicas del oficio.

Tras 60 años de ejercer el oficio de escritor, Jorge Amado (Brasil, 10 agosto 1912; 6 de agosto de 2001), desgrana en esta entrevista los entretelones de los que significaba ser un narrador de su talla, y cómo cultivaba la manía y el arte de escribir historias.

Para Amado, quien no nace para el oficio, tiene un futuro truncado, por más que lo intente, al tiempo que aseguraba que tampoco era suficiente el talento natural para la escritura.

El autor de Capitán de altura, Gabriela Clavo y canela, Doña Flor y sus dos maridos y La Guerra de los Santos, entre otras obras de carácter internacional, el secreto está, si se tiene la vocación, en escribir todos los días, desde el comienzo de la vida hasta la muerte.

En la entrevista, Amado recuerda dos verdades que fácilmente se olvidan entre quienes escriben: la necesidad de escribir a diario y de leer sin descanso, y de leer a los grandes maestros de la literatura universal.

Este hombre, que era capaz de terminar una jornada de trabajo con los dedos ensangrentados, para evitar que la historia de los personajes se le escapara, recuerda en la conversación que cuando aquellos cobran vida propia hay que dejarlos hacer, porque no hay forma humana de evitar que cumplan su destino.

Amado fue siempre un escritor y a la edad de 18 años publicó su primera novela: El país del carnaval, lo que aunado a su segunda novela, Cacao, lo lanzó ya desde joven a ser reconocido primero en su país y luego en el mundo entero, en el que sus historias terminaron por ser traducidas a 49 lenguas.

Para quienes escriben o tienen el afán último de escribir algún día, rescatamos esta joya de 1994, escrita por el periodista Eric Nepomuceno para Babelia, pero adaptada para esta edición, tras acceder a un viejo archivo, con este y otros tesoros, inencontrable en Internet.

¿Cómo es después de tantos años y tantos libros, mantener la mano caliente para la escritura?

Vamos a hablar de la creación literaria, de la prosa, de la ficción, que es lo que hago. Creo, como creí siempre, que lo fundamental es haber nacido para eso. Claro que no estoy diciendo nada nuevo. Creo que es lo mismo para el músico, para el pintor, para el arquitecto, para el escultor. Pero solo eso no es suficiente. Hay gente que nació para escritor, pero nunca hizo nada, porque es necesario, desde el punto de vista de la escritura, mucho trabajo.

Haber nacido para eso es la parte misteriosa, aquella que no tiene explicación posible. Solo es necesaria complementarla con trabajo, escribiendo todos los días, principalmente cuando uno es joven. Y, por supuesto, leer a los grandes maestros.

¿Su primer libro fue editado en 1933. Hasta hoy (1994) fueron 32 títulos, casi uno por año. ¿Mantuvo el hábito de escribir todos los días?

Sí, lo mantuve. Claro que el ritmo varía conforme la escritura camina. Pero, lo importante, pienso yo, es escribir todos los días, sea lo que sea: cartas, anotaciones, esas cosas. Y leer a los grandes maestros.

¿Cuáles fueron ellos?

Leer es fundamental. ¿Quiénes fueron ellos, en mi caso? Hay muchos. Les debo a muchos escritores, a familias enteras.

 ¿Familias?

Claro. Yo divido la literatura en familias. Rabelais, por ejemplo, es el primer padre de familia con el que me siento identificado, sin que con eso pretenda establecer comparaciones. Al fin y al cabo, en toda familia existen los grandes, los medianos y los menores…

¿Y el hábito de lectura se mantiene?

Yo no me canso de leer nunca. Especialmente leer a Rabelais. Ahora mismo estoy releyendo un libro que traje de París para regalarle a un amigo, y acabé robándolo antes. Y Cervantes, claro. Y Dickens, con quien aprendí que nadie es completamente malo, que hasta el más miserable de los seres humanos tiene siempre una luz, aunque sea una luz pequeñita. Con él aprendí a amar a los vagabundos, a los desposeídos de la vida. Y también con Gorki. Aquí en Brasil fui marcado por la poesía de Gregorio de Mattos. Con su poesía extraordinaria él fue el primero que tocó a fondo la vida de Bahía. De los que destaco en mi país está siempre José de Alencar, a cuya familia literaria pertenezco, y Antonio Manuel de Almeida, ambos del siglo pasado.

Habría muchos más. Pero no quiero extenderme demasiado. Apenas me gustaría recordar a Mark Twain, pero no al de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, que yo leí cuando era muy joven. El Twain que recuerdo es el de los cuentos, el Twain maduro, con su visión de la vida norteamericana, de la vida del pueblo. Y del humor.

¿Del humor?

Exacto. Mi obra ganó, a partir de cierto momento, el humor. Eso tarda porque creo que, por lo menos en la literatura, el humor no es cosa de la juventud.

¿Es que los jóvenes escritores no tienen humor?

Yo diría que los jóvenes no tienen facilidad para sentir el humor. Son serios, graves y, en general, son radicales. Ellos tienen muchos compromisos con las cosas serias. El humor es algo que llega con la edad madura.

Estoy seguro, hoy que tener el punto de vista de la risa, y no el de la rabia, es una conquista que llega con la edad. Eso sirve como experiencia de vida, y también como experiencia literaria.

¿En sus primeros libros, entonces, no hay humor?

Poco. Bastante poco. La crítica dice muchas veces que en mis libros existe un clima un tanto épico. Yo no sé. Creo que toda mi obra literaria tiene una cierta unidad, que proviene de mi posición frente a los problemas del pueblo brasileño, y que fue siempre la posición de los que están al lado de los pobres, de los desheredados, de los desposeídos, de los maltratados.

Alguien, cierta vez, quiso agredirme diciendo que soy el escritor de las putas y de los vagabundos. No fue ninguna agresión, fue un elogio. Siempre busqué describir la libertad contra la opresión, los ofendidos frente a los opresores. De ahí proviene la unidad en mi obra. Sin embargo, nadie ejerce un oficio más de 60 años, como es mi caso, considerando el último como el primero.

Ni el penúltimo se parece al segundo. Nosotros vivimos mientras escribimos, aprendemos algo más del oficio. Cualquier escritor que tenga el tiempo de trabajo que tengo acaba aprendiendo alguna cosa.

 En su caso, ese aprendizaje debe haber sido largo.

Mira, voy a decir lo siguiente: alguna cosa yo sé. No mucho. Sé, por lo menos, lo suficiente para saber cuándo en una novela una cosa está correcta o está equivocada. Sé cuándo surge un personaje.

 ¿Y cuándo es?

-Cuando él queda en pie. Ya me ocurrió muchas veces, que el personaje es lo que tiene que ser, y no lo que al autor le hubiera gustado. Ya viví muchas veces la experiencia de armar un personaje, estructurarlo, darle todo para que ejerciera el destino que dispuse y, de repente, ocurre lo contrario.

¿En ese caso, quién tiene razón: el personaje, siempre, o el autor, a veces?

-Ah, cuando el personaje se impone, es porque tiene razón. Un personaje no se engaña jamás. Cualquier escritor sabe eso: cuando un personaje está vivo, no es una marioneta del autor.

El personaje acaba siempre haciendo lo que quiere, o lo que tiene que hacer, y no lo que el autor determina.

Sus personajes siempre tienen esa independencia, pero tienen también aires de quien tuvo su origen en personas reales, sacadas de la vida, sobre todo de Bahía. ¿Esa—digamos—deuda es reconocida?

-Sin duda. Escribí sobre eso en Navegación de cabotaje. Allí cuento lo que acabé de decir: siento que el personaje surge de verdad cuando no hace lo que no entra dentro del contexto de su personalidad. Cuento que doña Flor, después de haberse entregado al marido muerto, a Vadiño, debería acompañarlo en la muerte, dejando aquí al farmacéutico Teodoro. Y cuento cómo, aún después de escrita, esa escena desapareció por la simple razón de que doña Flor decidió vivir y con los dos maridos, el vivo y el muerto.

¿Después de tantos años ejerciendo el oficio, escribir todavía es un placer?

Hace algún tiempo encontré un amigo, buen escritor. No nos veíamos desde hacía mucho tiempo. Nos pusimos a conversar y él me contó que, por una serie de razones, pasó 20 años sin poder escribir. El simplemente dejó de escribir regularmente durante 20 años. Luego de nuestro encuentro, él se refugió en el interior de Portugal para enfrentar el peor de los espejos: la hoja en blanco.

Para saber, de una vez por todas, si la mano se había secado para siempre, o si todavía podía ganar calor. Cada tanto pienso en mi amigo: veinte años sin escribir. No puedo imaginar peor tragedia. Tengo suerte.

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