La poetisa costarricense Macarena Barahona narra en una breve crónica su visita como invitada a la 29 Feria Internacional del Libro en La Habana, celebrada entre el 7 y 17 de febrero. Aprovechamos para ofrecer la hermosa introducción del escritor Leonardo Padura a su más reciente libro, una recopilación de ensayos titulada Agua por todas partes. Ambos artículos reflejan ese amor entrañable que produce la capital cubana, que este año cumple nada menos que cinco siglos de haber sido fundada y lo celebra como saben hacerlo los cubanos.
Con insistente frecuencia periodistas de diversas partes del mundo me preguntan sobre las razones de mi decisión de permanecer escribiendo y viviendo en Cuba. ¿Qué tiene o no tiene Cuba para que resulte tan importante preguntarle a un escritor los motivos por los cuales vive en su país? ¿Qué hay de intrigante en una decisión de afincarse en lo propio y escribir desde la pertenencia, la cercanía y la intimidad? Pienso que si hubiese optado por vivir fuera de mi país, quizás la pregunta de por qué escogí salir, asentarme en otro sitio, exiliarme tal vez, tendría mucha más pertinencia y lógica. Porque lo que debería resultar normal, a pesar de los pesares que sean (y que son), es que un escritor cubano viva en Cuba. Lo contrario, por las causas que hayan influido y decidido, sería, es, lo extraordinario.
Por supuesto que puedo colegir que la coyuntura política y la compleja singularidad de la existencia cotidiana o la suma de peculiaridades históricas y presentes que envuelven a la vida cubana pueden ser las causantes de tal curiosidad periodística. Pero, a la vez, esa acumulación de particularidades y originalidades, e incluso de dificultades y carencias, también consigue funcionar como un imán capaz de atraer al escritor hacia su geografía, su cultura, su circunstancia, que puede resultar altamente dramática y, en ocasiones, definitivamente agobiante. Y de paso, pero con no menor trascendencia, implica enfrentarlo al muy trascendente acto de ejercicio del albedrío que encierra la decisión de abandonar su territorio (a veces para siempre) o permanecer y escribir en él y sobre él… Este último es mi caso: soy un escritor cubano que vive y escribe en Cuba porque no puedo ni quiero ser otra cosa, porque (y siempre puedo decir que a pesar de los más diversos pesares) necesito a Cuba para vivir y escribir.
Pero, ¿qué tiene Cuba, qué cosa es Cuba? Cuando me hacen esas preguntas suelo repetir que Cuba es un país más grande que la geografía de la isla. La política, la cultura, la economía, el deporte cubano tienen proyecciones que en ocasiones son universales y que, lo asuma o no personalmente cada cubano, lo cierto es que esa condición funciona como algo que nos afecta, nos define. Y más si uno es escritor y pretende entender y decir algo de su país y las gentes que lo habitan…
Es un hecho constatado que, desde los tiempos en que el dominio español se extendía por territorios africanos, asiáticos y americanos, Cuba y su capital, La Habana, fueron, por su ubicación geográfica, una pieza significativa de un imperio en el cual «nunca se ponía el sol». “La Llave del Golfo (de México)” y “Antemural de las Indias (Occidentales)” se le llamó a la isla donde llegó a estar la tercera ciudad en importancia de la América colonial, solo superada por las grandes capitales virreinales de México y Perú.
Luego de las independencias latinoamericanas que se concretan a principios del siglo XIX, Cuba, las otras veces llamada “La Perla del Caribe”, se convirtió en el territorio más dinámico y próspero del menguado imperio ibérico, la posesión de donde salían muchas de las riquezas que tanto ayudaban a mantener a la corte madrileña y la economía peninsular. Pero la prosperidad económica y la privilegiada geografía cubanas han sido en ocasiones también las fuentes de sus mayores desgracias: fue la razón por la cual la isla no se convirtió en una nación independiente cuando lo hicieron el resto de las repúblicas americanas y fue el motivo por el cual la emancipación, al fin lograda luego de largos años de guerra, resultó mediatizada con una oportunista intervención militar norteamericana que coronaría su pretensión invasiva con una enmienda constitucional que le daba a los Estados Unidos de América la potestad de intervenir en los asuntos internos de la con justeza denominada “república mediatizada”, al fin nacida en 1902.
Pero la isla, tan mimada y al mismo tiempo vapuleada por la Historia, tendría aún un destino que la proyectaría con más fuerza hacia su desproporción y singularidad: una revolución que triunfa en enero de 1959 y pronto comienza a cambiarlo todo, que en 1961 declara su carácter socialista y que todavía hoy, cien años después de la Revolución de Octubre y luego de un cuarto de siglo de que desapareciera la Unión Soviética y cualquier rastro de socialismo real en Europa del Este, sigue manteniendo su condición de Estado de economía y política socialistas, al estilo del proyecto utópico del siglo XX.
En medio de todas esas tensiones y desproporciones, de peculiaridades y singularidades, se ha ido forjando un carácter o espíritu que se adorna con tales atributos: porque la pertenencia nacional cubana, el hecho de ser cubano, arrastra consigo altas dosis de esas desproporciones y peculiaridades.
No por casualidad, sino en correspondencia con esta coyuntura, Cuba ha ido forjando mitos que, en muchos casos, responden a una realidad comprobable. Podemos recordar algunos: ¿dónde se produce el mejor tabaco del mundo? ¿Cuántos rones son mejores que los producidos en las fábricas de Santiago de Cuba? ¿Acaso la música cubana no es reconocida, escuchada, bailada en todo el planeta? ¿No fue el cubano José Raúl Capablanca el más genial de los campeones mundiales de ajedrez y uno de los pocos que no nació en Rusia? ¿Alicia Alonso no es una figura mundial de la danza, quizás la más excelsa Giselle de todos los tiempos? ¿No fue una noticia mundial el restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos y, poco después, la muerte de Fidel Castro? ¿No le correspondió a Cuba, en 1961, ser el primer país de América Latina libre de analfabetismo y, en 1962, el epicentro de la crisis de los misiles, el instante en que más cerca estuvo el mundo de la guerra nuclear? ¿No es el cubano Javier Sotomayor el hombre que más alto se ha elevado sobre la tierra solo con el impulso de sus piernas? ¿No es Varadero la playa más hermosa del Caribe? ¿Y no pensamos los hombres cubanos (y no solo los cubanos) que nuestras compatriotas, síntesis de tantas sangres, son las mujeres más bellas de la tierra? Entonces, ¿somos o no somos desproporcionados…?
Para un escritor todo el peso de esa singularidad y evidencias extremas puede ser un desafío extenuante. Asumir, entender e intentar expresar alguna esencia de la peculiaridad cubana implica un reto cultural y creativo que no podemos evadir y que solo se logra expresar cuando se le encuentra no la singularidad tan visible y limitada, sino la universalidad que la expande y la hace permanente. Y ese desafío es el que, como escritor, he aceptado.
Por eso, cuando me preguntan por qué vivo y escribo en Cuba, tengo diversas respuestas posibles que ofrecer. Pero prefiero la más sencilla: porque soy cubano y tengo un alto sentido de lo que esa pertenencia significa. Quizás mi caso sea excesivamente ejemplar en cuanto a esa defensa de la permanencia, porque milito en la rara especie de individuo moderno que, a mis sesenta años, aún vive en la misma casa donde nació, en un barrio de la periferia habanera, el mismo barrio de la periferia habanera donde nacieron mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo.
Fácil es colegir que siempre me he sentido mantillero, pero también soy un escritor habanero, y por tanto cubano, porque las peculiaridades y tribulaciones de la historia y la vida cubanas son mis alimentos artísticos. Pero, incluso para mí, entender las esencias cubanas suele resultar difícil; y expresarlas literariamente, un verdadero reto. El solo hecho de vivir y escribir en un país de sistema político socialista y unipartidista comienza a complicar las cosas. Pero si en ese país la realidad cambia y a la vez no cambia en sus fundamentos, pues las dificultades se multiplican.
En los últimos años Cuba ha entrado en un lento proceso de renovación de algunas de sus estructuras económicas. Al calor de esas variaciones, la isla ha alcanzado la condición de destino de moda al cual llegan cada vez más visitantes, incluidos viajeros norteamericanos que, con su presencia y exigencias, van alterando la fisonomía del país, de sus ciudades, incluso la manera de pensar, actuar y vivir de muchas gentes. Hoy La Habana abre hoteles de todas las estrellas posibles y tiendas para vender artículos de lujo, mientras la avenida del Malecón, frente al mar, es recorrida por turistas a bordo de decenas de brillantes autos descapotables fabricados hace más de sesenta años en Estados Unidos (a cien dólares la hora el paseo), mientras se abren restaurantes privados de ofertas que alcanzan precios parisinos y se venden (o se pretenden vender) Toyotas japoneses en trescientos mil dólares y Peugeots franceses en doscientos cincuenta mil.
En esa misma ciudad, en ese mismo país, sin embargo, la mayoría de los trabajadores reciben salarios estatales que, como promedio, andan por los veinticinco o treinta dólares mensuales, y, hasta donde sé, nadie se muere de hambre aunque a muchos les rechinen los intestinos y otros muchos busquen las vías para emigrar como solución a cualquiera de sus problemas.
¿Cómo logran sobrevivir los cubanos? Pues gracias al arte de «resolver» y a la práctica del «invento», esas eufemísticas denominaciones de las más diversas y enrevesadas estrategias de supervivencia, legal o ilegal.
De ese magma de lo insólito, lo inexplicable o no entendible, de lo cotidiano y lo repudiable brotan otras nuevas peculiaridades y singularidades que pueden funcionar como imágenes propias de un país y una cultura, y también como materia prima para la creación artística, no solo literaria.
Para un escritor que, como yo, vive y escribe en Cuba, la proximidad a la realidad del país y los pálpitos de la sociedad constituyen elementos cercanos, pues la vida cotidiana de mis compatriotas es, en muchos sentidos, también la mía. Como la mayoría de los cubanos no tengo un acceso normal a Internet y la ruptura del módem de mi computadora es una tragedia familiar, laboral, existencial. Esa cercanía, sin embargo, no me salva de ciertas reacciones de extrañamiento y de incapacidades de procesar y comprender el mundo que me rodea y del cual soy parte, en cuanto ciudadano cubano. Esa coyuntura extraña quizás sirva incluso para alentar una responsabilidad artística y ciudadana por tratar de expresar y fijar una realidad alterada y difícil, en la que nuestras palabras a veces tienen poco o ningún espacio (ediciones limitadas de libros, difícil acceso a los medios de prensa oficiales), pero sí la misión de intentar perpetuar las condiciones de la desproporción que ahora mismo vivimos los cubanos. También por eso permanezco y escribo en Cuba.
Y tal vez los textos que siguen ayuden a entender cómo vivo, cómo escribo, por qué pertenezco.
En Mantilla, setiembre de 2018