
Le dedico mi silencio
Mario Vargas Llosa
Octubre 2023
Editorial Alfaguara
Mario Vargas Llosa se despidió de la novela con una historia sobre la música peruana y una propuesta demencial de su protagonista Toño Azpilcueta, en una apuesta que aspira a alcanzar sus cumbres narrativas como lo fueron La Guerra del Fin del Mundo y Conversación en la Catedral, cuotas que no alcanza, pero la historia se defiende y seduce, aunque tiene sus altos y sus bajos.
Le dedico mi silencio, ahora sí, la última novela del Premio Nobel de Literatura 2010 es un título que en sí mismo ya platea un desafío para el lector, porque tiene tantas variantes interpretativas, que de él solo se podría escribir un amplio y profundo ensayo, para tratar de desentrañar los múltiples matices que el viejo narrador busca impregnarle a la historia.
Los hechos de la novela suceden con un telón de fondo en el que Sendero Luminoso recibe sus puyas ideológicas del narrador y se desarrolla en los callejones de ese Perú marginal y olvidado, en el que, sin embargo, surge la magia del vals criollo, los huainitos, las marineras y las resbalosas.
“Nadie iba a imaginar que esos callejones serían, antes que ningún otro, el lugar donde encontrarían hogar las músicas populares peruanas, sobre todo el vals, que se tocaba y cantaba al natural, sin micro por supuesto, sin escenarios para la orquesta ni pistas de baile. Porque allí se celebraban las famosas jaranas —la palabra había nacido con esa música, sin duda—, y se bailaba la zamacueca, y después la marinera y el valscecito, en esa locas trasnochadas que, enardecidas por el pisco puro, el cañazo de la sierra y hasta el buen vino que venía de los lagares de Ica, duraban a veces hasta dos o tres días, mientras aguantara el cuerpo”, refiere el narrador de Le dedico mi silencio.
Y es a partir de esa música popular que Toño Azpilcueta, el máximo estudioso que queda en el Perú, tras la muerte del profesor Hermógenes A. Morones, que surge su descabellada tesis de que el país, históricamente dividido por la fuertes diferencias de clase, se puede unificar a partir de la huachafería y el vals criollo, que es en palabras del protagonista y a ratos narrador, aunque a lo largo de la novela prevalece la voz omnisciente, la máxima aportación del Perú a la historia universal.
A lo largo del texto, se nota en muchos de los pasajes de la novela la maestría del Vargas Llosa narrador, que siempre hizo gala de documentarse ampliamente e incluso de practicar lo que el Nuevo Periodismo denominó en su momento la técnica de inmersión. En la novela lo hace Azpilcueta, como alter ego del autor, cuando visita Puerto Eten, donde va en busca de la biografía de Lalo Molfino, ese guitarrista extraordinario e irrepetible que recorre toda la historia y sobre el que Azpilcueta decide escribir un ensayo, porque no tiene duda de que nadie en el Perú, ni siquiera Óscar Avilés, se le acerca en el arte de tocar ese instrumento como los dioses y con una maestría inigualable.
El ensayo Lalo Molfino y la revolución silenciosa que escribe Azpilcueta le permite al narrador hacer un ejercicio de performatividad, porque mientras cuenta que va escribir dicho libro, el libro está suspendido, y luego le aplica incluso una crítica para bajarle el tono, porque cae en la cuenta de que la tesis principal, la que sostiene que la música popular, pero sobre todo el vals peruano, es el que permite unificar a la nación y hacerla brillar en América Latina, es una utopía un tanto ridícula.
A este profesor frustrado que es Azpilcueta, porque al fin nunca le dieron la cátedra que dejó Morones, excepto en un año que todo sucede como por arte de magia, lo persiguen su obsesión por las ratas, que aparecen en los momentos menos oportunos y que en un principio parece un recurso cansino, pero que luego es rematado con arte de prestidigitador por parte del autor, en una señal inequívoca de que se marcha de la novela a los 87 años, pero que conserva intactas sus artes de narrador curtido.
El descubrimiento de Lalo Molfino, cuyos orígenes son más que contradictorios, porque la biografía asegura que fue el Padre Molfino el que lo rescató del “basural” de Puerto Eten, le tuerce la vida para siempre a Azpilcueta, hombre que aspiraba a ser académico, pero que tiene que conformarse con escribir artículos en revistas que no llegan a los tres números y por los cuales le pagan unos cuantos soles, que no le dan ni para vivir.
La decisión de Azpilcueta de escribir un ensayo sobre Lalo Molfino, en el que no solo reivindicará a ese guitarrista extraño y como salido de la nada, sino que también sostendrá la tesis de que fue el vals criollo el que facultó al complejo Perú para lograr la unificación nacional, será una constante en la última, ahora sí de manera literal, novela del autor de Panteleón y las visitadoras y La ciudad y los perros.
Odio-amor a Perú
La novela, como se apuntó líneas arriba, se sostiene en su narración, pero llega un momento en que, cuando se cruza con un falso ejercicio de ensayo, decae, mientras el autor se vale del narrador para poner en la palestra el amor-odio que le ha caracterizado con su Perú natal. Ahí fue donde Vargas Llosa tuvo una infancia complicada, como ha contado tantas veces, por la relación tensa que mantuvo con su padre, al que en realidad conoce cuando él tenía diez años.
La forma en que aborda la realidad de Vargas Llosa como peruano, pero escudado en el tema principal de la novela, que es la incorporación del vals criollo como sello indiscutible de un elemento que le dio identidad y unificó al país, y en la voz de Azpilcueta, es un ejercicio de viejo zorro narrador.
Así, por ejemplo, al hablar del vals “Ódiame”, del poeta Federico Barreto, Azpilcueta hace un balance, no solo de la genialidad de la letra, sino lo que esta puede significar para la esencia del ser peruano.
“El texto es un poema de amor, sin duda, pero lo desconcertante, de entrada, es que el amante ruegue a la mujer a la que ama y que le pida que lo odie. En su retorcida mentalidad el odio es el rezago de un amo exhausto, al que se aferra porque en esas cenizas amargas encuentra un triste consuelo. Aunque ‘triste’ —en el fondo los peruanos lo somos— es un consuelo. ‘Solo se odia lo querido’. Estamos delante de un filósofo”.
Hay que recordar que Vargas Llosa, quien intentó ganar la presidencia en 1990, algo que al final no obtuvo, porque la carrera se la ganó Alberto Fujimori, ha mantenido históricamente ese amor-odio con su país y la inclusión y análisis del texto que hace el narrador queda reflejada con maestría en esa dicotomía que atormenta al escritor.
Le dedico mi silencio no es la mejor novela de Vargas Llosa, pero es un texto que atrapa y se lee bien, al tiempo que encierra un homenaje a la música popular de su país con sus grandes figuras como el citado Avilés, Felipe Pinglo Alva y Chabuca Granda, entre otros, y cuyo hilo principal corre a cargo del desconocido e inexistente, en la vida real, Lalo Molfino, por quien todo ocurre a partir del ensayo de Azpilcueta y la reivindicación del vals criollo, el vals peruano, por el que Perú entró a las grandes ligas de la música popular universal.
Una apuesta osada, con despliegues narrativos característicos del gran contador de historias que ha sido Vargas Llosa, sin lograr cuotas brillantes como en sus mejores obras, aunque tras la lectura de su última novela quedan resonancias de esa música que en la fantasía del oscuro Azpilcueta transformó a su país para siempre.
