Suplementos

Adela Cortina: “Hoy hay medios suficientes para que nadie sea pobre”

No es fácil poner un neologismo en circulación, aunque Adela Cortina, con tesón intelectual, lo va poco a poco consiguiendo.

No es fácil poner un neologismo en circulación, aunque Adela Cortina, con tesón intelectual, lo va poco a poco consiguiendo. En Aporofobia (Paidós) analiza el “rechazo al pobre”, una actitud, dice, convertida ya en “patología social”.

Adela Cortina (Valencia, 1947) utilizó por primera vez en 1995 el término aporofobia. Lo hizo en un artículo y, más tarde, en una conferencia. Había llegado a él tras constatar, dice, una realidad: la xenofobia no está en la base de nuestro rechazo a los inmigrantes, la islamofobia es residual y pocos piensan que el choque cultural pueda terminar en una conflagración incontrolada. “El problema es de pobreza -explica la autora-. Y lo interesante en este caso es que hay muchos xenófobos, sí, pero aporófobos somos casi todos”.
Cortina fatigó sus viejos diccionarios de griego y dio con la voz áporos (pobre), la unió a fobéo (espantarse) y propuso una definición: “Dícese del odio, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recursos, el desamparado”. Hoy la palabra, aunque no está admitida todavía por la RAE, ha hecho fortuna en ciertos círculos: ya es utilizada por el Ministerio del Interior para tipificar los delitos de odio contra los sintecho, y la fundación RAIS la emplea en sus campañas para erradicar la pobreza.
Cortina, catedrática de Ética y de Filosofía Política de la Universidad de Valencia y Premio Nacional de Ensayo en 2014 por ¿Para qué sirve realmente la ética? (Paidós), vuelca sus reflexiones sobre la pobreza, y sobre nuestra reacción ante los que menos tienen, en Aporofobia, el rechazo al pobre (Paidós). Afirma que esta fobia es una “lacra”, una actitud que se ha convertido en una “patología social” que conviene diagnosticar, nombrándola, para poder encontrar así un remedio cuanto antes.

Dice que la aporofobia es un peligro para la democracia. ¿Por qué?

– Porque fomenta una relación de asimetría: alguien que está bien situado desprecia a alguien que está mal situado, por debajo de él. Así se quiebra uno de los principios de la democracia, el de la igualdad. El igualitarismo ha de ser la gran preocupación, el gran tema del siglo XXI. Las sociedades que se acostumbran a la desigualdad, a que haya gentes por encima y gentes por debajo, terminan siendo antidemocráticas. No somos todos iguales, claro que no, pero hay desigualdades injustas con las que hay que terminar.

Igual que hay que nombrar las realidades nuevas, ¿conviene sustituir las palabras que se gastan? ¿Se habla tanto en las democracias occidentales de igualdad, de bienestar, de lucha contra la pobreza, que se han vaciado de significado?

-Sí. Eso pasa cuando las expresiones se manejan mucho y se practican poco. Al final la gente acaba olvidando lo que significan; es decir, terminan no significando nada.

Una de las tesis fuertes del libro es que la desigualdad comienza cuando decidimos tratar a los personas en función del retorno que podemos obtener de ellas. Cortina lo dice con Kant: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca solamente como un medio”. Esta utilización de los hombres es, dice la filósofa, la primera “actitud cotidiana” en que se manifiesta la aporofobia. “Así las personas que no nos sirven, o que nosotros pensamos que no nos sirven, quedan relegadas. Esa es la base de la exclusión. Hablo de ese mundo de los padrinos, de los intercambios, de los favores”, dice.

¿Tiene esto que ver con el avance de un sistema en el que todo se compra y se vende?

-No creo que sea algo nuevo. En realidad el sistema de favores e intercambios es una constante en la historia.

Si nos falta conciencia sobre los niveles de pobreza de nuestras sociedades, ¿no es al menos en parte porque nos han hecho creer que todos pertenecemos ya a la clase media?

-Sí, y no todos lo somos. El empobrecimiento de las clases medias es dramático; sin esto no se explican los populismos, por ejemplo. Lo terrible es que hoy hay medios suficientes para que nadie sea pobre. Esa es la diferencia entre nuestra época y las anteriores. Y lo que hace que sean escandalosos los niveles de pobreza. La pobreza es una falta de libertad. La pobreza es no poder llevar a adelante los planes de vida que uno desea: esto trasciende la vida laboral, y llega hasta la vida afectiva, familiar.

La claridad, una cortesía

En su última conferencia, Adela Cortina aseguraba que la oscuridad en el lenguaje es “un arma ideológica de destrucción masiva”. Criticaba a los intelectuales “oscuros”, pero también a los gobiernos y a las administraciones públicas que utilizan en sus documentos, afirma, una verdadera “jerga de rufianes”. Precisamente el año pasado la ensayista obtuvo el premio internacional Know Square por su “trayectora divulgativa ejemplar”.

¿Cómo ser claro sin camuflar detrás de la claridad una pobreza de ideas?

-La clave está en diferenciar entre divulgar y vulgarizar. Es fundamental para una sociedad democrática que sus intelectuales hablen claro, porque solo así podrán discutirse y debatirse sus ideas. El intelectual puede utilizar su jerga en sus círculos, en la universidad, entre los académicos, pero si no piensa en el lector al escribir, todo su esfuerzo habrá sido inútil. La claridad es mucho más que una cortesía, como decía Ortega. Los intelectuales reflexionamos desde la vida y para la vida.

Dice la filósofa valenciana que si los intelectuales renuncian a la claridad, “otros vendrán a ocupar su lugar en la vida pública”. Como en política, añade, “vendrá la demagogia, la manipulación emocional, las frases vacías. Es algo que siempre cunde porque está en la calle. Y hay genios en ese tipo de manipulación, como Marine Le Pen”.

Hay una paradoja que usted señala en su libro: políticos populistas como Trump llegan al poder con un discurso aporófobo, pero son las clases más empobrecidas, los llamados perdedores de la globalización, los que los han votado masivamente.

-Y no pocos emigrantes, ya acomodados, también lo han votado. ¿Es racista el mexicano instalado en Estados Unidos que ha votado a Trump, una de cuyas promesas electorales era levantar un muro en la frontera con México? Por supuesto que no. Son mexicanos bien situados votando para que otros mexicanos peor situados no tengan las mismas oportunidades que ellos. Es aporofobia. Y otra vez está la desigualdad en la base.

El aporófobo suele creer que el pobre es pobre por su desidia o negligencia. ¿No diferencia esto la aporofobia de otras fobias identitarias, como la homofobia o la xenofobia?

-Sí, hay que entender que uno no elige ser pobre. Y las razones de la pobreza pueden ser sociales, lo cual es una buena noticia, porque significa que puede remediarse. Hay que atajar cualquier desigualdad, no solo la económicaPiense en el acoso escolar. Surge de un abuso generado por un desequilibrio en la relación de un niño que está en posición de superioridad sobre otro. En cada capa de la sociedad podemos localizar síntomas de desigualdad flagrantes.

Señala que al principio los filósofos se ocuparon de la economía doméstica, como Aristóteles; luego de las naciones, como hizo Adam Smith, y que ahora toca ocuparse de la economía global. ¿Pero hemos logrado saber ya cómo funciona?

-Hay muy buenos autores aportando diagnósticos, propuestas, pero la realidad se ha vuelto muy compleja. Por eso el mundo globalizado en el que nos encontramos, y que parece que nos desborda, está trayendo un recrudecimiento de las fobias. Está en la base de los nacionalismos: la gente se aferra a su sitio, a su lugar pequeñito, a su casa, para sentirse segura.

Se dedica a hacer auditorías éticas a las empresas. ¿Diría que falta ética en el mundo empresarial español?

-Falta de ética hay en todos los campos, y España no está peor que otros sitios. Ni siquiera sería justo decir que la corrupción aquí sea superior a la que hay en algunos otros países de los que nos rodean.

¿A qué países se refiere? ¿No hay más corrupción aquí que en el norte de Europa?

-No, lo que digo es que hace falta abrir el foco, el mundo es muy amplio. En el mundo occidental, dado que está más desarrollado, tendemos a exigir comportamientos más éticos. Lo que no está mal, claro.

Se suele decir que España es un país poco racista, de tradición acogedora. ¿También es poco aporófobo?

-Estoy de acuerdo con esa idea. España ha sido siempre un país con la buenísima costumbre de ser un lugar de acogida. No tenemos partidos xenófobos ni aporófobos, y esto es una rareza en Europa. Europa se la juega con los refugiados. En el último Eurobarómetro, las principales preocupaciones de los europeos eran el terrorismo y la inmigración. Pero unir ambas cosas no tiene sentido.

Pero han entrado terroristas con los refugiados.

-Por eso se necesita un control. La hospitalidad no está reñida con el orden. Y, sobre todo, hay que solucionar lo que está pasando en sus países.

En general, ¿las ayudas al desarrollo han sido eficaces?

-Cada vez lo son más. Porque se está intentando impulsar el codesarrollo, que me parece lo más sensato e interesante. Esto significa que, además de aumentar las ayudas, se trabaja con los países a los que se intenta ayudar.

Zizek decía que nuestro error era enviar algo así como un paquete completo que incluye mucho dinero y un sistema impuesto que a nosotros nos funciona, pero que no es el mejor para todos los países.

-Eso es. Hay una palabra más o menos nueva que a mí me gusta mucho: empoderar. Hay que contar con la gente, hay que escuchar lo que la gente prefiere y lo que necesitan.

“Nuestro cerebro es aporófobo”, escribe. ¿Es el odio, entonces, algo con lo que nacemos y que debemos corregir a través de la educación?

-La neurociencia ha demostrado que los seres humanos somos animales disociativos; es decir, somos seres que dejamos aparte aquello que nos perturba, que nos molesta, que nos incomoda. Ahí está la razón biológica de la aporofobia. Así que cuando advertimos que alguien nos puede traer problemas, o que nos puede necesitar o pedir algo, tratamos de apartarlo de nuestras vidas. Y sí, esa es una clave biológica que se puede corregir con la educación y también con la cultura.

Se habla mucho -sobre todo en campaña- de un gran pacto educativo. ¿Pero bastaría para solucionar los males de la educación de nuestro país?

-Un gran pacto por la educación estaría bien, pero no es lo más importante. Hay que ir directamente a los hábitos sociales. Una ley difícilmente corregirá el hábito de esos padres convencidos de que su hijo siempre tiene razón y de que el profesor le tiene manía. El padre ha de darse cuenta de que el profesor es su aliado. Solucionar esto exige un trabajo conjunto de padres, hijos y profesores.

Ética en las escuelas

¿La ética ha de ser una asignatura troncal? Solía ser una optativa: ética o religión.

-La ética tiene que enseñarse, sin alternativas. No sé si debería ser troncal, pero sí obligatoria. Todos han de pasar por ahí: la ética sirve para unir, está por encima de ideologías. Que sea una alternativa a la religión es lamentable, como si hubiera dos éticas distintas, una para creyentes y otra para no creyentes.
¿Y qué papel juega el ejemplo, la ejemplaridad, en la transmisión de la ética?

-Es central. Un ejemplo vale más que 20.000 libros. A un niño le puedes enseñar la teoría, pero será inútil si detecta disonancias entre lo que sus mayores dicen y lo que hacen. Creerá que la palabra no importa, que se puede hacer lo contrario de lo que se dice. Si uno hace memoria, siempre recuerda a aquel profesor o a aquel pariente que lo iluminó con el ejemplo de su vida digna.

Tomado de El Cultural.

Suscríbase al boletín

Ir al contenido