País

Una historia de salvadoreños (parte II)

En su primera vez fuera de la violencia de El Salvador,una pareja pide refugio en CostaRica y hace malabares para aguantar hasta que pueda trabajar

Ya están en Costa Rica. Ya la pandilla no los rodea ni los investiga. Ya no hay peligro de que metan a Luis a un bosque seco y lo desmiembren, ni de que violen a su esposa Pamela entre varios o la maten también. Ya no tienen que pagar parte de su salario a la ‘mara’ porque de por sí acá ya ni tienen salario. Ya están en Costa Rica. Ya la pandilla no los rodea ni los investiga. Ya no hay peligro de que metan a Luis a un bosque seco y lo desmiembren, ni de que violen a su esposa Pamela entre varios o la maten también. Ya no tienen que pagar parte de su salario a la ‘mara’ porque de por sí acá ya ni tienen salario.

Pamela y Luis son un matrimonio joven y muy católico que salió de El Salvador en junio por primera vez en sus vidas. Lo hicieron con rumbo a Costa Rica, a donde llegaron el miércoles 14 de junio al mediodía para pedir un refugio, aunque al ingresar quedaron registrados como turistas.

Los tatuajes, síimbolo de poder e identidad en las pandillas salvadoreñas, siguen en la mente de quienes huyen a Costa Rica.

Fue justo antes del aguacero. Tenían miedo a ser rechazados en la frontera, a que les quitaran los 300 dólares que traían prestados o les decomisaran parte del equipaje. Traían una plancha porque Luis siempre va de camisa completa. Traían también frijoles molidos, sardinas y paquetes para sopa, y creyeron que lo perderían ahí mismo después de ver a un oficial tirar a la basura el pan de una familia, dos sitios adelante en la fila.

Pamela sudaba y Luis oraba para pasar rápido la frontera y volver a montarse en el Ticabús. Era la primera aduana de su vida y todo los asustaba. Ella no lo decía, pero dentro le aterrorizaba ver a un joven como aquellos que la siguieron en su barrio en mayo, tatuados hasta las pestañas con signos de la pandilla que había amenazado de muerte a su marido si nos les pagaba $40 todos los meses.

Por supuesto nada de eso iba a pasar ahí, a 650 kilómetros de donde quedó casa, familia y todo. “Suban las maletas al autobús”, dijo el agente de Aduanas y Luis sintió que se les hacía el primer milagro. Ya estaban en Costa Rica y les daban, como a cualquier turista, 90 días para permanecer de manera legal. Ponía la mirada hacia el sur y le parecían señales de frescura divina los nubarrones grises a punto de reventar.

Para sus ojos de feligreses católicos, el aguacero fresco y tupido sobre la carretera en medio de bosque era una señal divina de prosperidad. Les parecía hermosa cualquier cosa que vieran por la ventana del Ticabús. La sensación era la de haber escapado con éxito, de momento, a la violencia que tortura a El Salvador por las pandillas y a la desprotección de las autoridades del país, cuando es que gravan más bien la violencia. Pensaban que sería hermoso venir por ahí acompañados de todos los familiares que quedaron allá en el departamento Cuscatlán, uno de los más violentos de El Salvador.

Era un golpe de alivio momentáneo, lo sabían, porque conforme se adentraban por la carretera Interamericana hacia el sur comenzaban a cobrar vida las preguntas sobre el futuro, y en San José iban a volver a tener el presentimiento de estar rodeados de pandilleros. Sobre todo Pamela. Ella temblaría al ver dos muchachos tatuados que caminaban por la noche como cualquiera. La violencia salvadoreña la traía contenida en sus nervios, pero en ese momento solo sentía alivio por el ingreso a Costa Rica y melancolía por la familia que allá quedaba. Las gotas en la ventana del autobús no ayudaban.

Tenía ya casi dos días de no comer más que un plato entre los dos. Sabía que Costa Rica es carísimo y venían “estimando”, dirían ellos. Pensaban que podrían comer en forma al llegar a San José, donde los esperaba un desconocido amigo de una amiga. El hueco del estómago obedecía más a la incertidumbre que les caía encima más fuerte cada kilómetro que avanzaban. No tenían claro quién los iba a esperar  ni dónde dormirían su primera noche en Costa Rica, donde no tenían a nadie conocido.

Llegaron a San José minutos antes de las 5 p.m. y ahí estaba Alberto, otro miembro de la comunidad de salvadoreños contactado por una amiga en común desde San Salvador. Todas las semanas alguien sale de ese país y cruza los 650 kilómetros hasta Costa Rica, donde la política de refugio es accesible. El promedio en este año es de cinco salvadoreños diarios, la segunda nacionalidad en cantidad de solicitudes, detrás de los venezolanos.

En El Salvador hay otro promedio: 10. Es la cantidad promediada de asesinatos diarios, considerando los 1.771 de este primer semestre de 2017, que proyectan una tasa de 54 por cada 100.000 habitantes, menos que en 2015 pero más que en 2016. Las cifras suben o bajan en niveles superiores al resto del mundo, pero nadie ha medido aún la fluctuación del miedo ni lo que ocurre dentro de cada cabeza para sopesar los riesgos y ventajas y decidirse a dejarlo todo y huir, como lo propuso Pamela a Luis después de que se sintió perseguida en cada movimiento cotidiano.

Para los salvadoreños, Costa Rica tiene ventajas: no tienen que cruzar Guatemala y México entre grupos narcos, no entregan el alma a las mafias de coyotes ni deben ingeniárselas para entrar a la tierra de Donald Trump ni temer el choque idiomático cuando los recibe un oficial en la ventanilla para solicitar refugio. Se están viniendo a Costa Rica.
Alberto  pagó los 260 colones de cada uno del bus a Heredia. Se iban a su casa mientras encontraban un lugar. La casita de madera iba a ser el primer techo en Costa Rica del joven matrimonio que dejó en Cuscatlán su casa propia. Morían por comer algo y de camino pasaron a comprar comida para preparar la cena, pero al llegar vieron que no había gas. Les tocó cenar un pan con mantequilla y café, pero Luis seguía agradeciendo a su Dios y sonriendo con toda su dentadura grande y la corona dorada que le regaló su papá al cumplir los 18 años. Tenían posada al menos.
Tocaba buscar casa. Pensaban al principio en algo de unos 50 dólares mensuales, pero rápido salieron de la ilusión. Sus compatriotas se lo dijeron en la noche del sábado reunidos en el famoso “Parque de las embarazadas”, en Heredia, 600 metros al este de algún lugar y 800 al norte de otro, a mano derecha subiendo desde donde quedaba algo que nunca jamás vio. Luis y Pamela estaban completamente extraviados y dependían de la caridad hasta para moverse, con el agravante de que pensaban que acá, como en su país, es mejor no preguntar nada a un desconocido en la calle.

Así les recomendaron ir a donde una mujer salvadoreña que alquilaba una habitación en Cinco Esquinas de Tibás, un cuarto viejo y sucio donde ella vive con un tío discapacitado. Aceptaba recibirlos ahí por 70.000 colones de alquiler mensual, más 30.000 de agua y electricidad, según ella, además de otro monto por uso del gas de la cocina que ellos apenas usarían porque también les tocaba alimentar a los anfitriones. Sabían que la mujer se quería aprovechar de ellos, pero era lo que había.

“Lo más duro es no tener un punto de apoyo. Un lugar estable para pensar y un techo que te cubra ni tener un recipiente para comer. Yo veía llorar a mi esposa y yo soportaba, pero me rompía el corazón, porque allá teníamos de todo”, diría días después. Para ese momento la única opción era mudarse al cuartucho en Tibás para establecerse y concentrarse en ordenar lo migratorio y buscar trabajo en lo que fuera. Sabía que era posible un empleo porque había escuchado que otros lo habían conseguido.

Se mudaron con tres maletas un domingo en la noche bajo un aguacero que ya no tenía señales de alivio ni cosa parecida al de Peñas Blancas. Ambos jalaban los bultos de autobús en autobús preguntando aquí y allá cómo llegar, hasta que dieron con el lugar donde podrían al fin dormir y prepararse para ir a Migración al día siguiente a pedir el refugio.

Comerían pasta cinco días después de la cena del martes en El Salvador, la última cena. Poco importaba tener que dormir sobre un cartón en el piso al lado de un servicio sanitario. El lunes iban temprano a solicitar refugio y habilitar la posibilidad de trabajar, pensaban al acostarse.

Llegaron a mitad de la mañana y vieron cuánta gente pide refugio como ellos. Colombianos, venezolanos y más salvadoreños había en la fila de 25 personas frente a la ventanilla. No deja de ser reconfortante que la desgracia propia sea también la de otros, que no se está solo en la desdicha, pero tampoco es inspirador ver tantos solicitantes porque, cosa lógica, Costa Rica tiene una capacidad limitada que la hará acoger solo a algunos.

-¿Alguien que viene para solicitud por primera vez? – gritó una mujer, sabiendo que en la cola había quienes pretendían renovar el permiso de trabajo o actualizar información.

-Nosotros – respondió Luis con su voz baja, como de seminarista misionero. Estaba inseguro y abrumado por el movimiento sin ayuda de abogados ni “gavilanes”.

-Vengan por acá. Llenen estos dos formularios. Pueden usar estos pupitres para que escriban con calma.
Parece increíble el valor que puede tener una voz amable en el momento crítico de un extranjero. La mujer les habló viéndolos a los ojos y les respondió alguna confusión sobre provincia o departamentos o cantones. Se ofreció a aclarar cualquier duda y buscó en su celular una dirección que ellos no recordaban con precisión. Luis y Pamela no se percataban de que era este su primer contacto directo con una autoridad costarricense después de los cinco segundos en Peñas Blancas. “Los ticos son gente amable, muy corteses”, pensaba Luis en ese momento mientras escribía en el formulario el cuento horrible y real que los trajo a Costa Rica. Extorsión, amenazas de muerte,  acoso.

Palabras comunes en el diccionario moderno salvadoreño, pero Luis igual rogaba a su Dios que pusiera las manos divinas sobre cada palabra de esos documentos.

– Aquí está, niña – le habría dicho.- Muy bien. Tienen la cita para entrevista para el 18 de setiembre. Lleguen puntuales.- Muchas gracias a usted. Dios la bendiga, pero mire que tengo una pregunta.- Dígame, con mucho gusto.- ¿Será que puedo trabajar en estos tres meses?- ¡No, no, señor! Ustedes no puede trabajar hasta que les hagan la entrevista.

Luis sabe cocinar, contabilidad y lo básico de llevar un negocio. Maneja carros y computadoras porque eso estudiaba con una beca en la Universidad Luterana Salvadoreña, hasta que unos pandilleros mataron a su papá para robarle el arma de la empresa de vigilancia privada. Le tocó trabajar para mantener a la familia en estos dos años, durante los que se casó con Pamela. Entre ambos ganaban más de $500 y una parte la quería la mara 18, que controlaba la zona donde vivían. Por eso lo extorsionaban y los amenazaban con matarlo a él y a familiares si no pagaba. Y él dejó de pagar en mayo.

Ahora estaba acá en Costa Rica, sintiéndose a salvo de los “bichos”, como les llama, pero varado en la capital, sin trabajo y con solo los $300 que un familiar les prestó para viajar. El boleto del bus lo compraron con lo que vendieron la refrigeradora del regalo de matrimonio en diciembre. Los patronos millonarios de Pamela, miembros de una de las familias de la élite salvadoreña, no quisieron pagarle el último mes que ella les cuidó los niños porque consideraban que estaba haciendo abandono del empleo.

Pamela consiguió un trabajo de tres horas diarias haciendo limpieza en un restaurante, gracias a un contacto desde El Salvador. Ahí fui a buscarla el martes por la noche después de recoger a Luis frente a la iglesia de San Pedro, donde podía orar un rato y conectarse a Internet otro rato. El compatriota salvadoreño le había recomendado usar el servicio inalámbrico de los parques públicos y así podía contar a su familia que todo iba muy bien por acá. Mentir es pecado, pero no siempre.

Cuando estacionamos frente al restaurante, ella cruzó la calle a toda velocidad con cara de asustada. “Todo está bien”, le dijo él frotándole los hombros antes de saludarla y pedirle se subiera al carro. Había visto un grupo de jóvenes tatuados y su mente la hizo entrar en pánico de nuevo. La perseguían, los “bichos” vinieron hasta acá por ella y su esposo, registró su cabeza, pero tranquilizarla podía ser racionalmente fácil.

Esos muchachos son estudiantes de artes de la Universidad de Costa Rica y poca gente hay menos peligrosa que ellos, le dije. Su esposo sonrió. Ella podía entenderlo en el momento y actuar bien en el instante, pero la verdad es que el corazón de Pamela andaba por San José alerta porque la mara 18 podía salirle en cualquier momento. Eso pensaba ella.

“Venimos de un país donde los tatuajes no son moda. No son una broma. Son armas de intimidación, son manera de decirte, mira, somos los que mandamos aquí y tú nos haces caso o te hacemos daño. Allá un muchacho tatuado es alguien que te persigue”, explicaba Luis tratando de provocar empatía con su esposa. Ella está psicológicamente rota, a pesar del titánico esfuerzo del marido por comprenderla y animarla.

-Díganme qué les hace falta – les pregunté sin percatarme de que me salía de la entrevista y de los límites periodísticos.

-Mire, sinceramente, don Álvaro, nos hace falta de todo. Dormimos sobre un cartón, no tenemos cosas para cocinar

– me contestó él en el único momento en que le noté la tristeza en los ojos a través de los anteojos de hombre serio.
Básicamente necesitaban trabajo. Una mujer dueña de un tramo en un mercado supo de él y quiso emplearlo. Lo llamó, hablaron del salario (¢170.000 mensuales) y quedaron en empezar la semana siguiente, pero ella cayó en cuenta que la Municipalidad controla el mercado y sus inspectores iban a detectar que tenía a cargo del negocio a una persona cuyo estatus migratorio solo le facultaba gastar dinero y pasear. El “turista” Luis perdió la posibilidad de trabajar por falta de papeles. Después otro trabajo se le fue por lo mismo. No sabe si podrá llegar así hasta setiembre.

Por suerte, a Pamela le ofrecieron laborar nueve horas diarias y le darían almuerzo y cena. Ya con eso podían sostenerse y salir a buscar un cuarto más decente donde nadie se aprovechara de su necesidad. Encontraron uno en Desamparados que más parecía un garaje con baño; sin acceso a una cocina ni nada más. Ya iban para allá cuando dieron con otro con posibilidad de cocinar, con refrigerador, lavadora. Es un sitio oscuro, viejo y habitado por ratones, pero tiene ventajas y acceso a Internet, para seguir contando a la familia en El Salvador que aquí todo va bien. A cambio, de allá les cuentan que vieron a los “bichos” preguntando por ellos y Pamela volvía a temblar.

Todavía no logra lucir tranquila los aretes de doble esfera que una noche en su barrio salvadoreño le recomendaron ocultar. La forma parecida a un ocho se sumaba al pin para sostenerlo y formaba, según el joven que se le acercó, algo parecido a 18 que podía evocar a la ‘mara’ y colocarla en problemas con algún miembro de la pandilla rival.

Ella rápido fue al baño y se los quitó y no volvió a ponérselos hasta esta semana en Costa Rica. Solo un rato.

Todavía siente que llama al peligro.

Al cierre de esta edición, Luis seguía ocupando sus días en orar, buscar trabajo y esperar a la salida a su esposa.

Todo va a estar bien, le repite él.



¿Por qué salieron de El Salvador?

En la edición del 27 de junio publicamos el relato de Luis y Pamela (nombres ficticios) sobre las extorsiones y amenazas de muere en un contexto muy complejo de desprotección y hasta desconfianza de las autoridades de El Salvador.



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Para los salvadoreños, Costa Rica tiene ‘‘ventajas: no tienen que cruzar Guatemala y México entre grupos narcos, no entregan el alma a las mafias de coyotes ni deben ingeniárselas para entrar a la tierra de Donald Trump ni temer el choque idiomático cuando los recibe un oficial en la ventanilla para solicitar refugio. Se están viniendo a Costa Rica.

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