País

Una historia de salvadoreños (Parte I)

Amenazada de muerte por la pandilla, una pareja huye hacia Costa Rica. No son primeros ni últimos. Este semanario les sigue su ruta de escape

Dos jóvenes miraban a Pamela en una parada del autobús a plena luz del día en un municipio del departamento salvadoreño Cuscatlán. Eran las primeras horas iluminadas de ese lunes 29 de mayo bajo el cielo color plomo del centro del país y en el ambiente se sentía ya el bochornito provocado por la humedad de las primeras lluvias del 2017. La autopista Panamericana llevaba pocos carros y las gentes caminaban con la desidia de un lunes pesado y opaco.

El clima estaba para que nada especial ocurriera, para que todos siguieran desconfiados y temerosos, pero los muchachos le paseaban la mirada por el cuerpo y el celular, y la cara, y el bolso y la ropa. Uno trataba de ocultarse detrás de una columna del puente peatonal y dejaba claro que la estaba reconociendo. Ella comprendió entonces que estaba en problemas graves. Fue casi una revelación.

Dos semanas después ella y su marido iban a abandonar El Salvador para salvarse la vida, pero en ese momento el susto no estaba para pensamientos elaborados. Por suerte, el autobús pasó casi de inmediato. Ella sentía que estaba escapando de la muerte y nadie más se estaba enterando. Podría parecer un ataque de paranoia de la joven que se dedicaba a cuidar niños y predicar la Palabra en una iglesia católica con su marido, Luis, pero en este país la muerte anda urgida y no espera a la noche.

Ella estaba segura de que esos jóvenes eran vecinos de la casa que, desde abril, la pareja tuvo que abandonar en una zona donde la mara 18 gobierna y castiga con sus métodos de pandilla, mafia y carnicería. Los pudo reconocer y después iba a concluir que eran también parte del grupo de ocho muchachos encapuchados que en febrero habían interceptado a Luis y con un fusil en la cabeza le exigieron elegir entre incorporarse a la pandilla o pagarles todos los meses $40, el 15% de su salario.

La escena en apariencia inofensiva en la parada del bus era la continuación de una película de terror que sufrían Pamela y Luis, de 29 y 25 años, y que los empujaba a emigrar. El consejo de una amiga de familia fue salir a Costa Rica porque dentro de territorio salvadoreño nadie puede esconderse de la pandilla. Otros 700 compatriotas habían tomado esa ruta en lo que iba del 2017, en busca del refugio tico.

La opción de irse por tierra hasta Estados Unidos pasó por la mente de Pamela. Una prima había hecho ese recorrido porque la extorsionaban, y ahora le ofrecía enviarle desde Houston el dinero para el “coyote”, lo cual la obligaba a separarse de su esposo y esto no era negociable. Sola jamás.

Todo había empezado el domingo 19 de febrero entre las 7:30 a. m. y las 8:45 a. m., tan de mañana, cuando iba para la iglesia del cantón, donde dirigía un ministerio de jóvenes. Tiempo después iba a despedirse de ellos con un taco en la garganta, pero todavía no lo sabía.

Un mes después del día en que nadie mató a nadie en El Salvador y los medios internacionales lo contaron como una noticia extraordinaria, Luis se sintió hombre muerto cuando ocho pandilleros con tatuajes alusivos a la pandilla 18 lo sacaron del camino de piedra y lo obligaron a entrar a unos matorrales deshabitados. Era una loma boscosa por donde bajan las aguas sucias desde las casas apretujadas hasta una quebrada donde también caen cadáveres completos o en trozos. Los vecinos dicen que ahí hay un cementerio clandestino para los restos de las víctimas de las pandillas de ese cantón populoso del departamento Cuscatlán, conocido porque en 2015 tuvo la mayor tasa de asesinatos (160 por cada 100.000 habitantes) en el país que, a su vez, tuvo la mayor tasa de asesinatos en el mundo.

Ahí estuvo Luis asediado por ocho varones que le preguntaron todos los detalles de su vida. Le hicieron contar el nombre de la empresa donde trabajaba como cocinero, preparando alimentos que el Estado salvadoreño le encarga para las cárceles colapsadas del país. Nunca había pensado que quizás estuviera produciendo la comida para el asesino de su papá.

Lo obligaron a reportar la dirección de su casa, el nombre de los familiares de Pamela y el supermercado donde compraban la comida. Preguntas inútiles, porque ya sabían su salario, casi $300 que se sumaban a unos $250 que mensualmente ganaba su esposa en la casa donde trabajó como niñera hasta que ella les presentó la renuncia en junio por motivos de migración.

Ellos sabían todo

Le dijeron a Luis que ella en ocasiones dormía en el trabajo, que el horario de entrar a las 7 a. m. en la cafetería no le convenía porque lo obligaba a salir de casa de madrugada. Le conocían su ropa de invariable pantalón negro y camisa de manga larga de un solo color (indumentaria neutra para evitar provocaciones a los pandilleros). Sabían que estudió contabilidad en la Universidad Luterana hasta que tuvo que buscar empleo para ayudar a su propia familia porque a su papá lo mataron a las 4:30 de la madrugada del jueves 28 de mayo del 2015. Lo asesinaron para robarle el arma de fuego que portaba en su trabajo de agente de seguridad privada. Un diario lo registró en un párrafo.

El muchacho y su pareja viajaron con lo mínimo. Allá quedó la casa que habían comprado y la familia.

Pamela y Luis no tenían escapatoria. Luis aceptó pagar todos los meses los $40 a la misma hora, en el mismo sitio y en la misma fecha en que fue interceptado. La otra opción habría sido iniciarse como pandillero en la mara 18, rival a muerte de la MS (Mara Salvatrucha), los grupos que dominan barrios completos y compiten con las Fuerzas de Seguridad por el control territorial.

La imagen de Luis dista mucho de la de un pandillero. Sus maneras educadas y la voz de sacerdote van muy de acuerdo con lo que contaría después por teléfono desde algún lugar seguro. Siempre va con las faldas por dentro y ropa formal. Detrás de sus anteojos de montura delgada se ven dos pequeños ojos que parecen dedicados por completo a su esposa Pamela. Por ella viajaba horas cuando eran novios y cruzaba municipios de autobús en autobús, sin saber muy bien donde comenzaba el territorio de una pandilla y empezaba el de la otra. Por eso su ropa neutra.

Su estrategia era ir concentrado y respetar siempre la autoridad de los mareros. Es la realidad heredada de las guerras ochenteras carburadas con discurso ideológico, pero mezcladas con factores sociológicos germinados en las urbes estadounidenses adonde muchas familias salvadoreñas huyeron en aquellos años. Él las ha visto desde que tenía nueve años de edad; es su realidad.

El fenómeno de las maras, que también desangra a Guatemala y Honduras, nunca tuvo el componente ideológico, pero sí la capacidad asesina de la guerra. Entre 2015, 2016 y 2017 más de 12.000 salvadoreños han sido asesinados y muchos otros han tenido que emigrar para intentar evitar las extorsiones, las torturas o las violaciones que también se incluyen en el manual del pandillero profesional. El pico de comicios se dio en los primeros meses de 2015, cuando los registros indicaron que cada hora se perpetraba un homicidio. El problema adicional es que siete de cada diez víctimas eran ajenas a cualquiera de esas organizaciones criminales. Eran inocentes que cometían el pecado de querer una casa en una colonia, un ingreso mensual sin “peajes”, una familia completa o ejercer su derecho a vivir en el país donde nacieron. Si hay paz, mejor todavía, pero es mucho pedir en El Salvador actual.

Luis estaba resignado a perder muchas cosas mientras viviera en El Salvador, pero no su vida, la de su mujer o la de los familiares cuyos nombres fueron mencionados uno a uno por los ocho enmascarados. Por eso aceptó entregarles el dinero puntual, una especie de impuesto paraestatal a cambio de que no le mataran a la familia.

“Y nada de ir de sapo con la Policía”, le advirtieron, como si fuera necesario. Si contaba algo, secuestrarían a Pamela y allá a casi nadie devuelven vivo. Luis salió corriendo hacia la iglesia a rezarle al Santísimo. Pedía a Dios la seguridad que el Estado no da. En todo el municipio hay solo seis agentes del Estado, resignados al mero trámite ante el dominio de las pandillas.

Para peores, la delegación policial está vigilada por informantes de la mara para reportar quién denuncia y quién no. Además allí dentro hay detenidos miembros de las pandillas que pueden escuchar la queja de cualquier vecino y transmitirla a los “llaves” (compinches) que circulan libres por la calle. Aquí la batalla está ganada de entrada por las maras.

Lo tenía claro Luis aquel domingo, cuando los encapuchados apuntaron su nombre completo en el cuaderno de los extorsionados. Pudo leer algunos nombres tachados con lapicero rojo y sabía que no eran porque hubieran sido exonerados del pago. Podían ser los nombres de muchas personas que simplemente desaparecieron. Él prometió cumplir con los pagos y por eso pagó febrero, marzo y abril, pero las cosas se complicaron en mayo. Ambos ayudaban a sus respectivas familias; cinco hermanos de un lado y dos del otro.

Los familiares le contaban que los pandilleros preguntaban por él en el barrio, que por qué había cambiado los horarios de trabajo y por qué ya no compraba la comida en la misma tienda. Los tenían monitoreados y habían detectado alguna intención de zafarse del pago del impuesto a la mara. El intento de escape podía resultar fatal, como sucedió a un muchacho conocido de Pamela a quien acabaron incinerando vivo en una calle de barrio. “Todavía se movía cuando su papá llegó a verlo”, recordará días después Pamela tratando de explicar el día a día en su barrio.

También contaba sobre los dos adolescentes asesinados solo porque para ir a la escuela debían cruzar el límite del territorio de la pandilla.

Por eso Luis y Pamela habían decidido abandonar el barrio. El lunes 22 de mayo fue el último día que amanecieron en la vivienda que habían tardado diez años en pagar a un banco. Con la ropa mínima en una mochila decidieron dejarla al cuidado de la mamá de ella y de la Virgen de Guadalupe, cuya estampa hace de amuleto en el marco de la puerta de hierro. Unas rejas negras sobre las ventanas completan la vigilancia porque la pareja pretendía volver allí cuando la situación se tranquilizara. Luis le pedía a su suegra que le llevara poco a poco algo de ropa disimulada entre las bolsas de compra del mercado, para que nadie percibiera que ellos se habían mudado a otra casa temporalmente.

El plan era retornar, pero en El Salvador las cosas no cambian pronto y la vida se puede acabar en cualquier día. Por ejemplo, un lunes gris por la mañana.

Pamela lo tuvo claro ese lunes en la parada el autobús. Esos jóvenes que la miraban eran vecinos pandilleros y ella y su marido estaban en deuda. No les habían pagado el impuesto de mayo y además habían salido de la colonia. Pidieron posada a unos amigos en otro barrio y ahí estaban de nuevo frente a frente.

No supo si la iban a atacar esa misma mañana y si el autobús resultó salvador. Talvez solo querían identificarla para reportárselo a los jefes de la mara. Quién sabe, pero estaba claro que no era nada bueno.
Horas después estaba hablando con su patrona y con una familiar de ella. Rápido hubo contactos fuera de El Salvador. Es hora de dejar el país y sumarse al éxodo de salvadoreños que huyen antes de que sea demasiado tarde. Pasaporte rápido. Organizaciones de refugiados. Asesoría para el viaje y abogados para solicitar asilo. Pronto. Pronto. Pronto.

Costa Rica era la opción porque ya muchos otros han logrado protección; en varios expedientes de salvadoreños refugiados las autoridades ticas reconocen que el Gobierno de El Salvador es incapaz de cuidar a su gente. La comunidad internacional lleva ya tres años notando la emigración de familias por motivos de seguridad y no todos los países tienden la mano. Parece que Costa Rica sí, ha publicado la prensa en El Salvador.

En cuestión de días saldrían de El Salvador por primera vez en su vida. Nunca pensaron tener que hacerlo. Allá en San Antonio de El Carmen, cerca del predio donde hay un cementerio clandestino, queda la casa de paredes sin repello a la mano buena de su Dios, por si algún día tienen hijos y quieren regresar. La mamá de Luis ya les dio la bendición por si acaso, y el sacerdote de la iglesia donde predicaban prometió no decir nada a nadie. Es cuestión de vida o muerte y todavía no saben bien por qué les tocó así. El martes 13 de junio a las 4:45 a.m. abordaban el autobús para buscar refugio en otro país.

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