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Tres historias de endeudamiento: la joven, el economista y la inmigrante

Tres personas de distinto perfil socioeconómico acceden a contar su historia de endeudamiento y el proceso que los llevó a los aprietos. Son parte del 60% de hogares que enfrentan créditos, pero en sus casos las cuentas se complicaron más.

El 60% de los hogares enfrenta algún tipo de deuda, según la última medición del INEC. Son 920.000 hogares que deben dinero a casas comerciales, tarjeteras, bancos, entidades financieras, a la empresa de crédito rápido o a prestamistas informales.

Parece una epidemia que golpea la economía y el ánimo de las personas, sin importar su estrato social, aunque es el 20% más rico de hogares del país el que más deudas tiene (las posee el 74% de ellos).

¿Se trata solo de educación financiera o de autocontención en el consumo? ¿No hay acaso algo mal en un sistema que tiene ahogados a cientos de miles de costarricenses?

Tres personas de distinto perfil socioeconómico estuvieron dispuestas a contar su caso a este semanario y cómo fueron perdiendo la paz y hasta los amigos.

Una joven que sobrevive: “yo era buena paga”

Se llama María Céspedes y ahora lo tiene claro. Tiene propensión a gastar cuanto dinero toca su mano y por mucho tiempo fue incapaz de controlarse para evitar todas las trampas que el mercado le ponía en frente. Ahora tiene 37 años, una deuda de ¢7 millones, cuotas de ¢350.000 mensuales y está sin trabajo, viviendo de un ahorro de corto alcance.

Lo cuenta porque ya lo tiene asimilado, pero recuerda muy bien el momento en que se sentía humillada porque despertó un sábado y toda la comida que tenía para el día era una piña de pan y un polvo para hacer fresco.

Ella, que tenía un salario bruto de ¢600.000, que habla inglés, que posee estudios universitarios y que no tiene personas a su cargo, llegó al punto de tener que decidir entre comer o comprar los pasajes de bus para ir de Heredia a Desamparados para visitar a sus papás.

Llegó a acumular deudas por ¢10 millones y solo entonces se dio cuenta de en qué había caído. Por varios años fue acumulando una deuda y otra, tomando las opciones que le daban en bancos y tarjetas de crédito, creyendo que iba a poder pagarlo después.

Solo ahora, después de citas de psicólogo y de leer varios libros sobre finanzas personales puede contarlo con claridad, aunque no es algo que tenga solucionado. Sigue padeciendo vergüenza y le siguen doliendo experiencias que le pasaron, pero al menos ya controla la situación.

Lo cuenta sentada en el parque frente a la parroquia de Heredia, con anteojos oscuros como de quien quiere disimular su identidad y permitiéndose suspirar como para empujar el relato. Porque no es fácil, porque recuerda que se quedó sin amigos y que pasó tristezas. Aún las pasa.

Se atreve a contarlo porque sabe que su historia no es solo suya, que es la de muchas personas que se van dejando envolver en una espiral sutil, hasta que se ven hundidos, rendidos ante el acoso de bancos, ofertas y “créditos preaprobados”.

Era 2012 cuando ella, que trabajaba como “analista de fuerza laboral” en un call center, decidió independizarse de la familia. Se fue a vivir cerca del trabajo en Heredia y alquiló un apartamento, pero pidió prestado ¢1 millón en Davivienda para comprar el menaje nuevo. Le alcanzaba para pagar la cuota, mantenerse y salir de fiesta a menudo.

El mismo banco le ofreció una tarjeta de crédito con límite de hasta un millón y medio, que fácilmente agotó por su estilo de vida. Seguía siendo sujeto de crédito y pidió le refundieran ambos créditos, así que firmó un préstamo por ¢4 millones que, además, le permitía matricular la universidad privada donde estudia Ingeniería Industrial.

Creía que tenía todo controlado, con una cuota de ¢70.000 mensuales por cinco años, según cuenta, hasta que un familiar le planteó el negocio de comprar un lote para construir entre ambos y a ella le pareció buena idea, para dejar de pagar alquiler. Ella pidió prestados ¢2 millones para el enganche del terreno, los pagó y el familiar se arrepintió. Fue como tirar el dinero al caño.

“Me los prestaron en Davivienda porque yo era buena paga. Es decir, estaba ahogada pero yo iba pagando sin caer en morosidad. Claro, yo era una buena cliente para ellos”. Por eso le aprobaron conjuntar todo en una cuenta de ¢8 millones, pagando ¢80.000 mensuales, gracias a que en ese momento cambió de trabajo y abonó completa la liquidación laboral. Ella aún no sentía que estuviera en problemas graves.

María es una mujer alta. Mide 1,84 metros. Su espalda empezó a molestarle por tanto tiempo sentada y gracias al seguro de salud de la compañía pudo atenderse pronto. Le recomendaron una terapia intensa que costaba dinero, por lo que ella pidió prestado ¢1 millón en el Banco Nacional, pues Davivienda le había dicho que ya las condiciones no le permitían ampliar la cuenta. Además, sufrió una endometriosis que requirió cirugía y tuvo que sacar ¢1 millón más.

Lo paradójico es que el mismo banco que le negó un mayor financiamiento le ofreció una tarjeta de crédito. Es decir, no tenía condiciones para recibir más crédito, pero sí era cliente para una tarjeta. Todavía no se explica cómo. El caso es que tomó la tarjeta, con un límite de $4.000. Era 2017 y de repente vio que las deudas suyas sumaban ¢10 millones y que el salario líquido era la mitad del bruto, que apenas le alcanzaba para vivir.

“Parece algo pequeño, pero recuerdo que llegué a momentos en que no tenía plata para comprar jabón para lavar la ropa. Imagínese, para ir a trabajar con ropa limpia. Para este momento restringía los almuerzos en grupo y llevaba siempre la comida que preparaba en casa”. Eso significaba que se perdía de los encuentros en los que solían hablar también asuntos de la oficina. “Yo estaba como descolgada de todo”.

Las amistades dejaron de llamarla para salir o pasear. Sabían que se topaban con el “no” de quien antes siempre decía que “sí”. Un día una amiga la encaró. María le contó lo que pasaba y le pidió no contarle a nadie. “Ella me cuestionó y yo la mandé a la mierda, claramente no quería entender o pensaba que yo debía ser la anterior, la que gastaba sin pensar”.

Así perdió amistades y se quedó con poco más que la familia. No volvió a vivir donde sus papás porque el orgullo estaba en juego (“antes muerta que sencilla”, dice); además de que la habitación que ella había dejado la ocupaban ya dos sobrinitos, hijos de una hermana que volvió al hogar original. En casa tampoco hay holgura.

Ahora está mejor, aunque tampoco puede sentir tranquilidad. Dejó de trabajar en el call center por común acuerdo con su patrono. Espera tener pronto la liquidación para amortizar la deuda de ¢7 millones y bajar el monto de las cuotas.

“Estoy postulándome para otro empleo donde el salario puede ser mejor o, si no, hago trabajos propios”. Así le llama a un emprendimiento (“o experimento”, advierte) de una aplicación para profesores. También sabe costura porque, por su estatura, ha tenido que aprender a coserse sus prendas. Además, dice, sale bien hacer tesis ajenas o trabajos de graduación por encargo, con métodos que aprendió en sus estudios de sociología. “Quizás no es algo bueno, pero diay”.

María se declara responsable de lo suyo. Sabe que ha cometido errores, pero tampoco libera de culpa “al mercado”. “Ellos juegan con las emociones de uno”. Dice que todavía la llaman del banco BAC para ofrecerle una tarjeta de crédito y que ella le responde que no y hasta les miente con que tiene el salario embargado.

“¿Y sabés qué me responden? Que no importa, que es bueno por si uno tiene una emergencia, que si le pasa algo a los hijos o a la familia. Cuesta creerlo, pero así es. A ellos no les importa si uno no puede pagar las deudas porque a fin de cuentas otra empresa les compra esas deudas y se va a cobro judicial. ¡Me han llamado a las 8 de la noche para acosarme! Eso es fatal, porque si los llamo ahora, me la mandan de una vez”.

Un economista en un banco estatal: “aquí mucha gente está como yo”

Este economista ha estudiado cómo funciona el mercado y tiene claras las cosas: la economía es una ciencia social que trasciende los números y que se trata de buscar la manera de satisfacer las necesidades de las personas. Tiene un cargo en un banco del Estado y es profesor, por lo que acepta contar su historia solo si se le oculta su nombre real, ese que sus acreedores se conocen bien porque entre ellos han entablado una relación de muchos años.

Así es como Martín empieza a contar su historia. Tiene un puesto profesional en una institución que paga bien, un salario bruto de más de ¢1,600.000, casa propia, carro e hijos en escuelas privadas. Además, su esposa también es profesional y aporta un ingreso considerable al hogar. A primera vista, es un hombre solvente que se ubica en la quinta porción más rica del país.

Pero las cuentas privadas de Martín dicen otra cosa: es un trabajador que depende de su salario o de lo que le queda él, porque en la realidad este profesional joven recibe cerca de ¢350.000 mensuales y vive estresado por llegar a fin de mes surfeando entre las deudas, tratando de hacer todo lo necesario para evitar caer en morosidad.

Está consciente de que el suyo no es un problema particular. En su entorno laboral son muchos los que también están presionados por deudas con la asociación solidarista de la institución. “Me he ido enterando que son muchos aquí, mucha gente que anda igual”, cuenta por teléfono mientras conduce desde su trabajo bancario a dictar sus clases de economía.

¿Cómo llegó Martín a esto? Como la mayoría de las personas agobiadas por las deudas: creyendo que podría enfrentarlas sin problemas. En su caso, compró casa mediante un crédito hipotecario. No cuenta de cuánto es la deuda, pero es pesada y lo sabe ahora. Al principio suscribió un préstamo bajo premisas que iban a cambiar después, cuando nacieron sus dos hijos y uno de ellos requirió de un producto especial.

Las finanzas tambalearon y la opción de créditos rápidos estaba a la mano. Sin mucho requisito y sin demasiados problemas porque el salario de Martín aguantaba más. Entonces un préstamo pequeño. Después otro, aunque con tasas menores que en el mercado. El préstamo de vivienda, por ejemplo, tiene una tasa anual menor a 8%, todo un lujo.

La situación lo ha obligado a tomar medidas. Cortó el servicio de televisión por cable, quitó la alarma de la casa y empezó a transportarse más en autobús. También redujeron el ocio al máximo. “Una salida familiar al cine acaba costando fácil ¢50.000 y eso es algo que no nos podemos permitir”.

“¿Qué problema nos trae eso? Estrés, mucho estrés”, contesta sobre las consecuencias, después de asegurar que a nadie ha relatado los apuros que viven cada mes para salir con las cuentas con lo que le queda después de pagar las cuotas de los préstamos. Tiene tarjetas de crédito, pero siempre paga al contado. “¡Dios guarde!”, exclama cuando se le pregunta si tiene saldos pendientes.

Le quedan 16 años del crédito hipotecario, un plazo que puede coincidir con el gasto en educación primaria y secundaria de sus hijos. Sabe que su patrono es buen patrono, pero igual ha explorado otras opciones porque, si pudiera cambiar de empleo, podría acceder a una liquidación muy útil para amortizar las deudas y bajar el monto de las cuotas. Le daría oxígeno, dice.

“Puedo ver que es algo generalizado, pero en mi caso lo tengo claro: me metí en una deuda grande cuando mis circunstancias eran otras. Uno se endeuda con la información que tiene en ese momento, pero las cosas cambian. A mí me cambió cuando creció la familia  y tuvimos que afrontar imprevistos”, reflexiona.

Es más, aún lo llaman para ofrecerle nuevos créditos, personales o mediante tarjetas. Es funcionario público, tiene un buen salario y no cae en mora. Es un buen blanco para vender créditos, admite antes de reconocer que los oferentes no necesariamente saben bien cómo están sus cuentas y quizás tampoco les importe demasiado.

Una madre en pobreza: “ni siquiera sé cuánto debo, llevo meses sin pagar”

Ella ofrece contar su historia con nombres y apellidos, pero quizás no sabe que se comprometería legalmente. No podría ser distinto para alguien que tiene un par de créditos en Importadora Monge y otro por una tarjeta de Scotiabank, y otro en Coopenae sin saber siquiera por dónde van los intereses, porque lleva tiempo sin pagar las cuotas ni contestar las llamadas a su teléfono.

Le llamamos Margarita, nicaragüense de 43 años que al menos tiene un trabajo formal limpiando pisos y baños en una librería famosa de San José. Esto le permite recibir ¢150.000 líquidos cada mes, pues de ahí le rebajan ya las cuotas de un préstamo con el Banco Popular que ella juraba era a dos años plazo y en la realidad está a diez.

“Ni siquiera sé cuánto debo en todo lado. Mi situación es muy complicada y no he podido salir de eso”, dice Margarita. Vive con eso en la cabeza, con el temor de que cada llamada telefónica sea un cobro o algo peor: el aviso de que le han embargado el salario. La verdad es que no sabe cómo aún sigue recibiendo el sueldo y tiene una única explicación: “solo Dios, que es grande”.

Margarita recuerda lo bien que iba todo allá por el 2003. Había dejado de trabajar como doméstica para laborar en una cadena de supermercados, algo consideraba “un ascenso”. Al tiempo se separó, tuvo que armar casa aparte y cuidar casi sola a su hijo. Dice que se deprimió y eso la llevó a comprar cosas que no necesitaba del todo, mediante préstamos en Importadora Monge. Una refrigeradora nueva, por ejemplo. No recuerda cuándo costó ni hasta dónde pagó.

Se sumó otro episodio: un compañero sacó un préstamo en la asociación solidarista de la empresa y le pidió ser su fiadora. Él renunció al tiempo, pero la liquidación quedó lejos de saldar la deuda y esta le quedó a ella. Entonces buscó un crédito para pagar esa otra deuda, pero tampoco fue suficiente; así que buscó cambiar de trabajo para lograr su propia liquidación y volvió a trabajar en casas, pero con una carga más, una deuda por tarjeta de crédito.

“Una semana antes de cumplir mi preaviso, una representante de Scotiabank se acercó a ofrecerme una tarjeta de crédito junto a un familiar. A mí me servía para pagar cosas que me estaban quedando fuera. Yo le fui sincera y le dije ‘muchacha, si me ayudan a fundir deudas, yo la agarro’. Ella me dijo que podía ser, pero que yo tenía que usarla y un día fui al banco a preguntar y resulta que debía ¢300.000 en intereses. Los cancelé con un préstamo que pedí en Instacredit y no usé más la tarjeta”.

Después fue al Banco Popular y también le prestaron, no sabe cómo ni por qué. Se sumó entonces a la lista de deudas que sabe que tiene pendientes, pero no sabe cómo. “Esa es la que yo pensé que era a dos años y resulta que está a diez años”, dice lamentándose.

Margarita no para de trabajar en su puesto de limpieza. También hace pan que logra vender con ayuda de un conocido. Además, contaba con el salario de su hijo, que ya cumplió 18 años y consiguió trabajo en una carnicería, al que renunció para intentar aprobar los exámenes de bachillerato, cuenta.

Se le escucha afectada. Dice que vive angustiada, que ella quisiera pagar pero no puede. Por eso ni pregunta cómo van las cuentas. Solo reza para que no le llegue ninguna notificación de cobro judicial. “Es muy difícil. No sé qué pasó conmigo que me fui enredando así, pero espero en Dios poder salir algún día porque así no vivo en paz”. Después pide ayuda por si alguien pudiera darle asesoría y apenas puede despedirse.


Rasgos de la población demandada en 2018 por cobro judicial:

  • Dos de cada tres son hombres.
  • Cuatro de cada diez son jóvenes (menores de 35 años).
  • Hay más de 10.000 adultos mayores.
  • 45% está en soltería y 37% casado.
  • 80% fue demandada en el GAM.

Fuente: Poder Judicial


 

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