Son casi 600 y anhelan llegar a Estados Unidos. Carecen de pasaportes o les fueron robados o los tiene algún traficante de personas. El Gobierno descarta deportarlos y ellos temen que los deporten. El éxodo africano arribó a la mitad de América desde hace años y continuará ¿Cómo puede ser esto inédito y conocido al mismo tiempo?
Algo estaba pasando. Era el anochecer del miércoles, día 9 de campamento en la zona de tolerancia de Paso Canoas, cuando la mezcla de rumores, temores e incertidumbres elevó la tensión entre muchos de estos migrantes africanos. Tres conatos de peleas entre ellos y numerosas discusiones en un idioma que navega entre el francés, el inglés y el español, la mezcla de estas tres opciones y alguna otra lengua que nadie aquí sería capaz de identificar. Nadie.
Alrededor de ellos, además de la vida desordenada típica de esta frontera, había cámaras, algunos curiosos, pocos periodistas y decenas de policías reforzados que custodian a este grupo desde que se supo la noticia: centenares de inmigrantes africanos subsaharianos entraron por la frontera de Paso Canoas en su presunto camino hacia Estados Unidos y ante el rechazo de Nicaragua primero y de Costa Rica después, han decidido quedarse instalados ahí junto a la delegación policial, dejándose ver con sus mujeres y niños semidesnudos.
Un grupo grande de desconocidos a cielo abierto. Los oficiales les llaman “extracontinentales” y eso debe de significar algo, como de otro mundo.
Anochecía y tomaba fuerza el rumor de una eventual deportación. Decían que Costa Rica estaba planeando expulsarlos a sus propios países allá al centro y al oeste de África, como si las autoridades ticas tuvieran siquiera idea certera de la procedencia de estos migrantes. Todos dicen carecer de pasaporte. Son casi 600 y la mayoría estaba en ese momento en su “territorio”, una estrecha franja de tierra, junto a la delegación policial en espera de noticias o instrucciones de sus propios líderes.
Tres o cuatro eran los voceros del grupo, básicamente porque hablaban español a la perfección y parecían saber entenderse bien con autoridades. Saben negociar, conocen las leyes migratorias ticas y hasta de los problemas diplomáticos con Nicaragua. Saben demasiado para venir de realidades tan lejanas y miserables.
“En el Congo estamos bien enterados”, se justificaba Wilson Cámara minutos antes de estar rodeado por sus compañeros de odisea, que le exigían explicaciones concretas e inmediatas. Un barullo multilingüe oscilaba en el “campamento” en medio de los graznidos de los zanates y los motores de los furgones.
Algo les decía Wilson cuando otro migrante, un guineano alto y musculoso le increpó en francés por una actitud demasiado débil ante las autoridades ticas, creía él. “Pas moi me conduire à une auberge. Je ne vais pas retourner dans mon pays. C’est une piège, c’est une piège. Je préfère mourir ici. J’y ai passé $6000 pour obtenir ici et ne’ai pas plus d’argent » (No me van a llevar a un albergue. No quiero volver a mi país. Esto es una trampa, es una trampa. Prefiero morir aquí . Gasté 6.000 dólares para llegar aquí y ya no tengo más dinero), me gritaba el hombre con los ojos abiertos como sus manos enormes. Parecía furioso en la sola posiblidad de separarse del grupo y llevar a un centro de atención a familias con niños y de detención al resto, a decenas y decenas de hombres jóvenes. Llegaron a estacionarse tres autobuses y para ellos era una amenaza.
Estos no son los cubanos de tránsito que provocaron la mayor crisis migratoria tica desde los años 80. No son los colombianos de la primera década de este siglo. Tampoco los nicaragüenses que hacen de este país un receptor neto de migración. Son africanos, como si tal palabra bastara para abarcar a los 57 países de ese continente. Son subsaharianos como los que han llegado por millones a Europa antes de que las rutas se tornaran más limitadas, caras o peligrosas.
Son congoleños, senegaleses, guineanos y otras 8 nacionalidades según las listas que ellos mismos entregan, aunque la Policía tica dice haber identificado algún brasileño o haitiano y reporta 14 países de procedencia.
La mayoría se apresura a contestar que viene del Congo, la República Democrática del Congo que antes se llamó Zaire y que fue devastado durante el dominio personalísimo del rey belga Leopoldo II. Después vinieron las dictaduras, las rebeliones, las guerras civiles, los golpes de Estado, la complicidad o dejadez internacional, asesinatos en masa… vienen del horror que narró Joseph Conrad en su novela El corazón de las tinieblas. Llegan de ese mismo infierno, pero un siglo después.
De ahí, de esas tinieblas, vienen o dice venir mucha de la población migrante que en años recientes ha pasado silenciosa hacia su “sueño americano” y que ahora se exhibe anclada en la de por sí desordenada Paso Canoas.
SIN DOCUMENTOS
Este martes, al cierre de edición, cumplen dos semanas varados, sin ganas ni permiso de retornar a Panamá y sin posibilidad de pasar como tantos pasaron ya a través de Costa Rica. Están en una especie de “zona de tolerancia”, en una república improvisada de menos de mil metros cuadrados y una sola fuente de agua. Una, y es más de lo que tenían en su tierra. Otros duermen cerquita, en los hoteles de este pequeño pueblo fronterizo.
Todos aseguran carecer de pasaporte, curiosamente. Unos dicen haber salido de su país sin documentos.
Otros cuentan que fueron asaltados en el paso por Colombia viniendo desde Ecuador o Perú. Otros reconocen que viajar sin papeles es una manera de asegurarse no ser deportados de vuelta, por falta de certezas de su origen.
Algunas autoridades sospechan que los pasaportes están en el maletín de algún traficante de personas en algún punto del camino, en espera de que estos lo retomen. Quizás en Peñas Blancas o en México.
No hay certezas aquí. Los relatos son profusos, confusos y a veces incoherentes. Wilson Cámara, por ejemplo, dice haber huido de su país, la República Democrática del Congo, porque desertó del ejército y querían asesinarlo como ya habían asesinado a su padre y un hijo.
Historia creíble de una nación en constante conflicto. Muestra cicatrices de machete en el brazo y dice que lleva dos balas enquistadas en la pierna izquierda. Cuenta que huyó el año pasado de la capital Kinshasa a otra ciudad cuyo nombre olvidó y entonces a otra llamada Fila, la cual en realidad se ubica en la República del Congo, que es otro país al lado. “Después salí de mi país”, iba contando.
Su relato incluye después un vuelo a Sudáfrica, donde tomó un barco hacia Brasil. Después Perú, Ecuador, Colombia, Panamá y ahora aquí trabado, haciendo de vocero y coordinador de medio millar de africanos como él.
Habla un español más que bueno, bonito, casi caribeño. En su tierra quedaron su abuelo y tres hijos, cuenta sentado en una de las sodas de Canoas que han hecho su agosto con los apetitos de estos migrantes. Alrededor, otros no paraban de llamarlo y pedirle que fuera al “campamento”. Las cosas estaban tensas.
“Toda África está en guerra y si no es por política es por religión. Si no es Boko Haram es el ébola y si no, es la pobreza. Yo nunca voy a volver”, decía en esos momentos con gesto serio el ghanés Abuba Kar, de Kumasi, ciudad natal de Kofi Annan.
Su relato comienza en el puerto de Takoradi (costa oeste de Ghana), donde se habría despedido de su esposa. Reconoce haber pagado mil dólares a un traficante de personas y su desvelo es el “sueño americano”. Anhela, por ejemplo, estar en un partido de la NBA. Lleva una gorra de los Lakers, como tantos otros llevan indumentaria originaria de Estados Unidos. Su sueño lo llevan puesto. “They welcome inmigrants”, dice candoroso.
No había comido, lamentaba Kar, a pesar de que la comida es lo que menos falta a estos migrantes y se les nota. La caridad de los lugareños se ha volcado quizás con excesos. Iglesias, negocios, asociaciones comunales o particulares llegaban con ollas de comida, dinero en efectivo o pañales para los 27 niños que estaban con sus madres bajo un toldo.
Apenas les hablan, pero los alimentan y los fotografían. Las ayudas particulares sostienen las jornadas mientras el Gobierno intentaba buscar una solución que no pasa por la deportación, en buena medida por las dificultades logísticas y el alto costo.
El problema es regional, aunque la región se haga la ciega. El hormigueo desde hace años desde Suramérica hacia Estados Unidos ha sido alterado. Hay ciertas bandas de “coyotes” desarticuladas y los gobiernos han tenido que quitarse la venda ante el tráfico de personas. Si no son cubanos son africanos o asiáticos de Bangladesh, Nepal o China. (Ecuador eliminó el requisito de visado para chinos en 2015).
En este grupo hay también tres pakistaníes. Si Migración les da permiso de entrar, el atasco será en la frontera norte, porque Nicaragua les cerraría el paso, y comenzaría entonces una odisea similar a la que se vivió con 8.000 cubanos entre noviembre y marzo. Y para eso ya no hay dinero, alega la Presidencia, consciente de que en suelo panameño o colombiano vienen más migrantes con dirección norte; cientos o miles. “Esto ha llegado para quedarse”, opina Carmen Muñoz, viceministra de Gobernación a cargo de la situación de los migrantes africanos.
Podrían estar entrando a España por Ceuta o a Italia desde el centro de África, pero Europa es territorio complicado y por eso están aquí, afincados en un campamento improvisado de unos 1.000 metros cuadrados o pellizcando el techo de algún comercio en el sur del istmo centroamericano, a 3.500 kilómetros de distancia en carretera para llegar a Estados Unidos, su meta.
No tienen garantías de que les reciban bien, pero todo es relativo. “Cualquier cosa es mejor que estar en nuestros países o aquí en la calle”, decía un joven que deletreó su nombre así: Blaise Vangú, musulmán de Mali.
EL BAILE DE LA PROTESTA
Aquí es la calle. Duermen en colchonetas que les han regalado o algún inflable que pudieron comprar. O en cartón, sin más. Al lado están las baterías de sanitarios portátiles con la fetidez que los caracteriza y también la delegación policial de donde salen aguas sucias, de dudosa procedencia. Bolsas con basura, restos de comidas, perros que se aprovechan y moscas. Todos en chancletas sobre aguas turbias, menos los niños, que andan descalzos.
“En cualquier momento se forma un foco de quién sabe qué y no quiero pensar en toda esta gente enferma”, señalaba Juan Carlos Segura, un transportista vecino del lugar, el jueves por la mañana, mientras decenas de migrantes protestaban a su manera por el permiso para seguir el camino. Lo hacían bailando y cantando; la percusión era sobre tarros plásticos vacíos y sobre una de las vallas de seguridad policial. Sudaban mucho y sonaban bien.
Danza, gritos agudos y mensajes escritos en pedazos de cartón, de las cajas que les llevan con ayuda. Se leían cosas como “Costa Rica viola el derecho internacional” o “Estados Unidos es nos destinacion” (mezcla idiomática para decir que no pretenden quedarse en Costa Rica). Se cantaban cosas como “Deportación no” y “Oé, oé, oé, oé”, como en un estadio. Algunos parecían en comparsa y otros en trance. Todos sudaban a las 11 a. m. pero había cámaras y no debían parar, mientras otros estaban en las mecedoras de sus hoteles o en las mesa de las sodas.
“Muchos tienen plata. Todos las noches vienen con la hielera llena de cervezas Imperial”, contaba el administrador de un hotel que, por supuesto, se reservó su nombre. Llegan en grupos con certeza de dónde hospedarse y pagan por adelantado, añadía mientras conectaba el Wi-Fi para los teléfonos inteligentes de sus huéspedes. “Oiga, compa, pero tampoco son los primeros africanos que se quedan aquí. Esta vara lleva años”.
Tiene razón. La migración económica africana hizo trillo por Centroamérica desde 2008, cuando Ecuador levantó el requisito de visa para la mayoría de países de ese continente, pero ha aumentado conforme se complica el “destino” Europa.
“Son migrantes económicos, claramente”, concluye aquí Rina Cáceres, directora de la cátedra de Estudios Africanos de la Universidad de Costa Rica (UCR). Lo dice después de haber conversado con varios de ellos, a pesar de los distintos relatos que ofrecen. Apunta que varios países africanos, a pesar de una pobreza promedio de 45% de su población, tienen repuntes en la economía, sin que ello impacte de momento en su desarrollo social.
Es el caso de D’jamba Kasongo, un hombrón alto y adulto, con un diente quebrado y cara de buenazo. Dice ser escritor y maestro de secundaria en Kinshasa y haber trabajado un tiempo en Ecuador. Dice que salió en un buque mercante con 300 migrantes más y arribó al Amazonas brasileño, por donde entró hasta llegar a la ciudad amazónica de Iquitos, en Perú.
De ahí voló a Lima y después a Ecuador y a Colombia, donde estuvo cogiendo café. Después muchos buses, caminatas y barcos. Los guías se van turnando. Los reciben un punto, los acompañan un trecho y los dejan en manos de otros. “Es muy duro quedarnos acá después de todo lo que hemos vivido. En nuestro país otros mueren o se van. Yo no sé ya si tengo mi esposa”.
(Este 17 de abril fue detenido un hombre costarricense de apellidos Esquivel Mora, quien había prometido a doce supuestos congoleños llevarlos hasta Honduras por $500 cada uno. La misma promesa había hecho un libanés de apellidos Anis Zulia a otros seis congoleños y cuatro senegaleses, pero fue detenido este 21 de abril. Ambas causas están en investigación por el supuesto delito de “tráfico ilícito de migrantes”, informa la Fiscalía).
Kasongo estaba enterado de estas detenciones. Es de los pocos que habla español pero no es líder, o no lo parece. Se quedaba observando mientras otros armaban las listas con nombre, nacionalidad (14 países), estado civil (mayoría de solteros, pero hay 38 embarazadas), edad (predominio de veinteañeros y treintañeros) y religión (musulmanes, católicos y cristianos). El proceso estaba a cargo de ellos mismos. Los policías de Migración ticos solo custodiaban con algo de perplejidad en el rostro al ver los listados. Uno de los oficiales apenas se asomaba a mirar tanto nombres exóticos y solo atinó a dar su informe al compañero: “en Extranjería se van a volver locos”.