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Marjorie, la estudiante “tica-nica” que Costa Rica expulsa al régimen de Ortega

Estudia Odontología en la UCR y es madre de un niño. Está siendo forzada a regresar a Nicaragua –donde nació y apenas conoce– seis años después de cumplir una pena de cárcel por un delito que alega no haber cometido.

Una imagen borrosa vuelve una y otra vez a su memoria. Está en el piso, esposada, rodeada de policías y un cerco de curiosos que pasan por el Parque Central la observa y pregunta qué pasó. Otros, sin afán de entender mayor cosa, la sentencian directamente: “no entiendo por qué no quieren trabajar, tan jóvenes y ya en esas”.

Se llama Marjorie Icabalzeta, es nicaragüense, tiene 22 años, llora y no entiende nada de lo que pasa. “Me pregunté: ¿qué hice?, ¿qué agarré? Si una fuera una criminal, estaría acostumbrada a esas cosas; pero escucho a la gente, el murmullo, los policías apuntándome, es horrible”, recuerda. Había salido de su casa en el barrio de Las Brisas, en la ciudadela La Carpio, a hacer un mandado para Carlos, un amigo de su tío Álvaro, quien purgaba una condena por homicidio.

No era la primera vez que le hacía una vuelta a Carlos. Ya una vez le ayudó con la entrega de los papeles de unas propiedades. Se trataba de llevar un sobre de papel manila que Carlos le daba, solo le hacía el favor y listo. A la segunda vez, habló con una mujer –supuestamente una prima de Carlos– con quien se vería en el Parque Central de San José, la tarde del 31 de marzo de 2011. Esa fecha marcó un punto de inflexión en la historia de Marjorie.

Un punto que ahora la tiene al borde de ser expulsada de Costa Rica a Nicaragua, un país del que salió siendo muy niña, un sitio que no conoce y que ahora está sumergido en la violencia. Esa mañana los planes cambiaron: en lugar de la mujer con quien había hablado por teléfono, le esperaba un hombre que daba vueltas a la cuadra desde hacía minutos.

Marjorie se comportó con ingenuidad. No sospechó que le tendían una trampa y, mucho menos, que ella quedaría como la cara visible de una banda de delincuentes que robaban carros y extorsionaban a sus víctimas.

El mandado del amigo de su tío se convirtió en el pago de un rescate por un vehículo robado y en una pesadilla que la llevaría a la cárcel, y que aún no logra dejar atrás. Una vez que recibió el sobre de manos de un oficial del OIJ disfrazado de civil, fue abordada por un grupo de policías armados que se encargaron de detenerla y procesarla a las celdas del OIJ. Aún recuerda el dolor sobre sus muñecas cuando la sujetaban para amarrarle las esposas.

La trasladaron en una perrera, junto a otras tres mujeres que pasarían la noche en los calabozos, unas celdas subterráneas por donde pasan los presuntos delincuentes; una zona de tránsito antes de llegar a una cárcel de verdad. Un día después la procesaron y fue a dar a la cárcel El Buen Pastor, de donde recuerda las voces del miedo y la intimidación.

“¡Barco, barco!”, gritaban las privadas de libertad. Esa era la clave para avisar cuando llegaba una reclusa a una cárcel que no tenía más camas ni espacios para repartir. Los primeros días le tocó compartir cama con otras privadas de libertad, hasta el día en que una cumpliera su sentencia y el espacio se liberara.

En repetidas ocasiones tuvo que cambiar de compañera, porque una quiso aprovecharse y meter mano a su intimidad mientras dormía. En El Buen Pastor lo vio todo: muchachas que se cortaban el bíceps para que les llevaran a sus hijos, consumo de pastillas y violencia desenfrenada a raíz de sus efectos. Ahí estuvo un año y cuatro meses, que descontó por buen comportamiento y estudio. Marjorie Surania Icabalzeta Membreño cuenta esta historia siete años después de haber sido condenada por el delito de extorsión simple. Alega que un cóctel de malas decisiones e infortunios la trajeron donde está hoy, pero que pese a todo esto, insiste, no cometió ningún delito.

Una de sus peores decisiones, dice, fue aceptar alegatos en su contra y aceptar su culpabilidad en una acusación por extorsión simple, luego de un consejo del abogado que la asesoró en el proceso. Marjorie llegó a Costa Rica a los seis años de edad, proveniente de la comarca de Sabana Grande, en la ciudad de León, Nicaragua. Su mamá, Catalina, no encontraba trabajo y decidió buscar oportunidades en Costa Rica, sin tan siquiera tener una oferta concreta.

A partir de ahí su mamá trabajó como empleada doméstica en distintas casas, hasta que en 2009 surgió la oportunidad de cuidar adultos mayores en España y dejó a Marjorie y a Francinny, su otra hija, a quienes les envía un aporte mensual que apenas cubre las necesidades básicas del hogar.

Sin tiempo para estudiar, Marjorie complementaba las ayudas de su mamá trabajando como cajera en un supermercado. No quedaba otra. No había posibilidad de estudiar ni de divertirse. Heredó la responsabilidad de una hermana menor y de un hijo propio.

En la cárcel, donde vio un tráfico ilegal de pastillas, cuartos hacinados y violencia a la orden del día, tuvo el chance que no tuvo afuera para estudiar. Sacó tres cursos en la Universidad Estatal a Distancia y pudo salir en julio de 2012, una fecha prevista, gracias a su buen comportamiento.

A partir de ahí se encargó de reconstruir su vida y poner las cosas en orden. Hizo el examen de admisión de la Universidad de Costa Rica, entró a la carrera de enseñanza de las Ciencias Naturales y dos años después ingresó a Odontología.

Marjorie (centro) cursa el tercer año de la carrera de Odontología en la UCR. Semanario Universidad | Cortesía

Hoy lleva tres años en la carrera y sus compañeras la describen como una estudiante aplicada y con facilidades para memorizar y entender materias complejas. “Viendo la situación de Marjorie, es demasiado admirable que haya logrado llegar a la UCR, entrar a la carrera y que le haya ido bien.

Uno le puede preguntar algo de un curso y lo maneja al dedo. Los cursos difíciles como bioquímica o fisiología le resultaron muy fáciles”, relata María José Muñoz, estudiante y amiga cercana de Marjorie en la universidad. Sin embargo, ni el buen comportamiento ni una reinserción efectiva pueden burlar las leyes de Migración, específicamente al artículo 129, inciso 4, que prohíbe la permanencia legal “a la persona extranjera que haya cumplido condena por delito doloso en los últimos diez años”. Fue el 16 de enero de 2015 cuando Migración le comunicó a Marjorie la cancelación de su residencia permanente.

Ni las apelaciones ni un recurso de hábeas corpus o los alegatos de la desprotección de su hijo fueron suficientes. Una de las últimas esperanzas de Marjorie recaía sobre la Sala Constitucional, el tribunal con la última palabra en asuntos de derechos humanos. No obstante, la Sala se apegó a las leyes migratorias y rechazó el recurso de la nicaragüense. Desde el pasado 8 de setiembre, Marjorie está en el país infringiendo la ley migratoria.

No matriculó este semestre en la universidad porque debía gastar más de medio millón en materiales y, además, no tiene certeza de poder seguir en Costa Rica, el único país del cual se siente parte. En los últimos días apura los trámites para dotar de un pasaporte a Daniel.

La sola idea de poner un pie en Managua le aterra. Sus papeles dicen que es nicaragüense pero construyó su vida en Costa Rica. De nica tiene los apellidos y poco más. “Lo único que conozco es Costa Rica, no conozco Nicaragua, no soy nadie allá en Nicaragua. Me pone fatal, ¿qué voy a ir hacer allá?, me da miedo solo poner un pie en Managua. No sé si todavía hay disturbios, mientras siga Ortega en el poder es latente”.

¿Qué voy a hacer en la Universidad de León cuando allá quemaron aulas y mataron estudiantes?”, dice. Su única visita a Nicaragua se dio en 2005, con su mamá, y recuerda que el solo hecho de tomar un taxi ya era complicado. “Recuerdo que me monté en un taxi y mi mamá peleaba con el chofer, nos quería cobrar por maleta, por cabeza, allá los precios no estaban regulados. En los buses también pasaba eso, me infarto de pensar qué hacer en Managua con mi hijo”, dice.

Hoy Marjorie permanece en su casa en La Carpio, uno de los populosos dormitorios de inmigrantes nicaragüenses sin papeles.

De calles angostas, piso de tierra y pulperías por cada cinco casas, La Carpio está llena de niños jugando con botellas que simulan balones de fútbol, ventas de elotes y chucherías en las esquinas y, por supuesto, un tráfico incesante de drogas a la hora que sea.

El ciclo de su vida podría volver a partir de cero, en otro lugar que no es su casa, pero que un papel dice que sí.

La maldición de la genética, las malas decisiones y el infortunio tienen a esta joven y a su hijo con un pie en la Nicaragua de Ortega.

En medio de represión, asesinatos y desempleo, ambos buscarán forjarse un futuro en un país donde otros ya perdieron la esperanza.

Cerca de irse, Marjorie no puede entender qué pudo ser peor para continuar con sus sueños: caer en una trampa y atribuirse la culpa o haber nacido nicaragüense.

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