No era la primera vez que su esposo la golpeaba hasta dejarla casi muerta. Esa noche, tras volver de una fiesta, el tipo rompió una silla de madera en pedazos y luego apaleó a Yorleny con tanta fuerza que le destrozó la boca por dentro. La joven tuvo que alimentarse a través de una pajilla durante tres meses. Entonces decidió que aquella sería la última paliza que recibiría en su vida.
Viajó desde Limón hasta San José para vivir temporalmente con un familiar. Llevaba a dos niñas pequeñas nacidas dentro de ese nocivo matrimonio y la incertidumbre de qué hacer siendo una madre joven y sin profesión para poder mantenerlas.
Al tiempo regresó al Caribe y trabajó como salonera en un bar. Estaba dispuesta a hacer lo necesario con tal de no regresar a vivir con aquel sujeto, 12 años mayor, que la conquistó cuando ella era apenas una adolescente de 15 años y que luego fue capaz de apuñalarla en un pie.
“Todo el tiempo me vergueaba, cuando le daba la gana. Llegaba borracho y me pegaba”.
“Inventaba cosas que solo él las veía. Revisaba debajo de la cama, revisaba el ropero, decía que yo tenía hombres escondidos”.
“Llegaba muy drogado. Me hacía tiro al blanco con unos zapatos que son de punta. Si yo no me capeaba, me mataba”.
Cuando cumplió 25 años, Yorleny ya era madre de tres niñas y un bebé, Cachorro, su hijo menor.
“La plata no me alcanzaba y siempre he sido una madre que me ha gustado darle lo mejor a mis hijos, que mis hijos vivan excelente aunque yo tenga que hacer lo que tenga que hacer”.
Entonces alguien la recomendó y entró en el negocio de la droga. Empezó vendiendo puntas de cocaína y, transcurrido un año, había logrado posicionarse como jefa de otros distribuidores. Después hizo más contactos, consiguió más droga, ingresó en las ligas del tráfico internacional. Cayó presa cuando estaba por retirarse del negocio, 20 años después de haber iniciado.
“Ya uno sube de rango, ya no trafica poquito, sino que trafica en grande. Y ya se ve más la plata. Lujos que no se puede dar uno cuando no tiene plata, como comprarse un carro, comprarse una moto, comprarse un cuadra, comprarse una casa. Vivir bien”.
“Una carga que uno mande a Jamaica… puedo ganarme unos 15 millones en un viaje que entre, en cuestión de una semana”.
La policía la capturó en diciembre del 2016. Integraba una banda que empleaba una verdulería como mampara para la venta de drogas en Limón. Un Tribunal la condenó a ocho años de prisión.
“En el momento en que ya uno se mete en ese mundo, le empieza a gustar la plata, vieras qué raro. Entre más plata se gana, más plata usted quiere; y más plata gasta, y más plata va y viene. Y entre más negocios le ofrecen, más usted se va metiendo. Cuando usted se percata, ya usted está en la fama, como dicen en Limón”.
Yorleny supone que si su primera pareja no la hubiese golpeado tanto aquella noche, tal vez nunca hubiese tomado el camino del narcotráfico para poder subsistir.
Razonamientos y vidas como la de Yorleny fundamentan una reforma legal impulsada por el Ministerio de Justicia y aprobada por la Asamblea Legislativa en noviembre del 2018.
La modificación de los artículos 71 y 72 del Código Penal permite a los jueces reducir las penas -incluso por debajo del mínimo establecido- a mujeres sin antecedentes penales que hayan delinquido por encontrarse en condición de vulnerabilidad, ya sea por pobreza, porque tienen a su cargo hijos u otros familiares, por discapacidad o por ser víctimas de violencia de género.
Las rebajas en las condenas pueden realizarse tanto de manera retroactiva, para beneficiar a mujeres que ya fueron sentenciadas, o bien, para que los jueces fijen la pena en aquellos casos en que todavía se desarrollan los juicios, explicó Diana Montero, directora de la Defensa Pública.
Este año, la Defensa Pública ha presentado 39 solicitudes de revisión de sentencias ante la Sala Tercera, instancia que resuelve estos recursos, detalló Montero. Dos fueron declaradas inadmisibles y el resto hacen fila para una audiencia o esperan una resolución.
Yorleny es una de esas mujeres a quienes la violencia de género, la pobreza y los apuros para sustentar a sus hijos la empujaron al comercio de drogas.
Es una de las 200 privadas de libertad cuyas condiciones de vulnerabilidad las hacen candidatas a aspirar a una reducción de su sentencia. En la cárcel Vilma Curling hay en total 635 mujeres, la mayoría detenidas por delitos de drogas o robos.
“La gran mayoría son señoras que están en condición de pobreza y que se involucraron en delitos relacionados con el microtráfico; o sea, que fueron utilizadas para vender droga y que su principal motivación es un tema de necesidad económica. Si hay una señora que tiene cuatro o cinco hijos, que tiene que mantenerlos… Aquí hay una señora con 13 hijos, por ejemplo”, describió la directora de la cárcel de mujeres, Kattia Góngora.
“No hay empleos, no tienen escolaridad, no tienen formación ni hábitos laborales; entonces el microtráfico se convierte prácticamente en la posibilidad que tienen para que su familia se sostenga”, agregó.
La oficina de Impugnaciones de la Defensa está entrevistando a las mujeres con el perfil descrito en la reforma para recopilar información y presentar sus casos ante los magistrados de la Sala Penal.
Si logran una reducción de la pena, ellas podrán salir antes e intentar retomar sus vidas, para lo cual la Defensa hace coordinaciones con otras entidades como el Instituto Nacional de las Mujeres (Inamu).
En el patio del ámbito B1 de la cárcel Vilma Curling las mujeres comparten el área de lavandería, el café amargo, las historias, alegrías y tristezas. El lugar bien podría ser una vecindad josefina si no fuese por las rejas de las celdas, los pasillos estrechos, los camarotes hacinados, la falta de libertad…
Es el módulo más tranquilo de ese centro penitenciario. Allí se encuentran las privadas de libertad de buen comportamiento que cumplen normas de convivencia más estrictas. Es como la suite de esa cárcel, si de comparaciones se trata.
Menos amigables son otros módulos, como el B4, donde las presas resisten a punta de violencia y disimulados arreglos económicos: tener derecho a lavar su ropa puede costar unos ¢5.000, narran las presas.
Ahí se encuentra recluida Johana, una joven de 28 años, inmigrante, desempleada, madre de tres hijos, vecina de un barrio humilde de San José, quien fue arrestada cuando intentó introducir droga escondida a la cárcel de hombres La Reforma, delito por el que fue sentenciada a cuatro años y ocho meses de prisión. En su defensa, ella alega que era obligada por su pareja.
“Él me maltrataba mucho, si no lo hacía, me dejaba moreteada. Me pegaba mucho”.
“Me decía: ‘Andá que vas a ganar plata’. Yo le decía: ‘Pero yo tengo miedo’. Y varias veces fui obligada. Él me iba a dejar allá donde yo iba, a Reforma, me metía y me esperaba hasta que yo saliera”.
“Ya después yo dejé esa pareja. Ya después dependían mis hijos de eso. Nunca le quise decir a mi mamá de qué era la plata, pero mis hijos dependían de eso. Yo cuando llegaba iba a comprar el diario, los cuadernos, todo lo que ellos necesitaban, porque yo decía: ‘Si lo hice por esa persona, ¿por qué no lo seguiré haciendo por mis hijos, si ellos son mis hijos?”.
Johana y Yorleny tienen historias de vidas disímiles y, sin embargo, muchas cosas en común. Ambas, por ejemplo, terminaron en la cárcel tras ciclos de agresiones y carencias que las arrinconaron sobre la delincuencia como tabla salvavidas.
Lo mismo Grace, Yorly, Ana Patricia, Marcela, Beite y otras cientos de presas de ese centro penitenciario ubicado en Desamparados, cantón del sur de la provincia de San José. Son mujeres pobres, en su mayoría, jefas de hogar sin estudios ni fuentes formales de empleo, de acuerdo con los datos del Ministerio de Justicia y el Estado de la Justicia.
Las coincidencias entre ellas no son mera casualidad, sino producto de las estructuras patriarcales de la sociedad, arguye el exministro de Justicia, Marco Feoli, uno de los impulsores de la reforma y quien ahora, en su cargo como defensor público, gestiona algunas solicitudes de revisión ante la Sala Tercera.
“Las mujeres tradicionalmente reciben una serie de funciones relacionadas, por ejemplo, con el cuido, con las responsabilidades del hogar (…) Se trata de que el juez pueda valorar que no es lo mismo que porque soy un adicto me pongo a vender droga, a que yo soy una persona que tengo tres hijos, que no tengo apoyo de nadie, que tengo que darles de comer, o tengo unos padres ancianos que tengo que darles de comer y nadie me ayuda”, manifestó.
Por eso la reforma se planteó enfocada en ellas, las mujeres, con el fin de equilibrar la balanza de la justicia para quienes delinquen por necesidad y así aminorar los impactos que tiene en la sociedad la reclusión de jefas de hogar.
“Por las estructuras de nuestra sociedad bastante patriarcal, las labores de cuido normalmente la asumimos las mujeres y, en consecuencia, cuando se le impone una pena privativa de libertad a una mujer que está en estas circunstancias, esa pena termina trasladándose a todos los familiares y generando problemas sociales importantes, porque ya no hay quien cuide a los niños, porque se dejan abandonadas a las personas ancianas o enfermas que se cuidaban, etcétera. Entonces, básicamente lo que se busca es paliar esos efectos colaterales o secundarios que en esos casos implicaba la pena”, explicó Rosaura Chinchilla, jueza de Apelación y coordinadora de la Maestría en Ciencias Penales de la Universidad de Costa Rica (UCR).
“Cuando se hacen estudios en Economía o Sociología se dice que la pobreza tiene rostro femenino, porque en medio de las circunstancias más apremiantes quien más sufre suele ser la mujer, que a su vez tiene a su cargo hijos o hijas, o personas enfermas que los hombres muchas veces abandonan en su cuidado”, añadió.
Grace tuvo 14 embarazos, pero solo siete hijos con vida. Ninguno de ellos estaba bajo su cuidado cuando cayó presa. Cuatro están con la abuela, la mamá de Grace, una anciana enferma de cáncer. Los otros tres permanecen en custodia del Patronato Nacional de la Infancia (PANI).
El primer embarazo de Grace ocurrió cuando ella era una niña de 12 años y “un señor de un jeep” la metió en un bananal y la violó.
“Me junté como a los 15, por ahí. Tuve a mis hijos muy seguido, como cada año. En la cuarentena quedaba embarazada, nacía uno y quedaba embarazada otra vez, porque mi mamá me crió pensando que los hijos eran lo que hacía que el esposo estuviera con uno, pero ya ahora sé que no es así”.
Cuando su pareja la abandonó, Grace tenía ya cuatro hijos.
“Y como mi mamá nos crió pensando que el marido es el soporte de la casa… Al verme sola, con niños, sin trabajo, no tengo ni estudios, buscaba trabajo y nadie me daba porque me pedían siempre título. Y al ver que no había comida, no había nada en la casa y mi mamá más viejita y más enferma, tenía que buscar vida”.
Llegó a San José sin conocer a nadie. Le robaron las pocas cosas que traía en el bolso y durmió tres días en cajeros automáticos, cubriéndose con hojas de periódico, hasta que una mujer topó con ella y le ofreció trabajo como prostituta.
“Yo me llené de chiquitos aquí, ya. Aquí fue que tuve los otros así seguiditos y las pérdidas (…) Porque quedaba embarazada a los 22 días, los 16 días y no me cuidaba. O tenía a los bebés y, como no tenía plata, como llevarles las mantillas y eso, entonces como mi único trabajo era trabajar en ya sabe qué, yo iba y me ponía algo ahí y así iba a trabajar, para conseguir para las mantillas y eso”.
“La última que se me murió me la dio el hospital México y la fui a enterrar a Liberia, de nueve meses”.
A Grace la detuvieron por ser cómplice en el robo de una cámara fotográfica a un transeúnte y le dictaron una condena de tres años y cuatro meses de prisión.
Habla mientras mece el cuerpo como si se le removiera algo por dentro o muchas cosas a la vez: tristeza, remordimiento y hasta la satisfacción de logros que suenan pequeños -pero no lo son- como haber aprendido a escribir su nombre estando en la cárcel.
Su vida define a la perfección esa palabra tan de moda en los discursos políticos pero tan ausente en los barrios pobres o en las cárceles hacinadas del país: vulnerabilidad.
La propuesta de reforma al Código Penal que hizo el Ministerio de Justicia planteó que se deben considerar algunos factores económicos, sociales y familiares como pruebas de que muchas mujeres delinquen por motivaciones muy distintos a las que tiene otro tipo de criminalidad. Lo hacen por hambre, por alimentar a sus familias y no necesariamente por enriquecerse o por maldad.
La nueva ley estableció los criterios de pobreza, tener hijos u otras personas dependientes, discapacidad o ser víctimas de violencia de género como las expresiones de esa vulnerabilidad.
Las mujeres que ahora acuden a la Sala Tercera poseen al menos una de esas características, aunque en algunas confluyen todas las condiciones de riesgo.
Marcela, por ejemplo, empezó a realizar tachas a personas y vehículos en Grecia luego de que el papá de sus tres hijos cayó preso y ella no tenía ingresos para sostenerlos.
“Tengo un niño de 10 años que tiene una discapacidad. Él usa pañales, no habla…”.
A Ana Patricia sedujo “el gusanito de hacer plata con droga” para mantener a sus cuatro hijos cuando escaseaba el trabajo en Puntarenas.
“Yo empecé a vender droga porque yo veía que las personas vendían y obtenían plata fácil. A veces hay personas que venden droga por enriquecerse, yo lo hice por necesidad, porque ya mis hijos estaban estudiando. Yo tenía que pagar alquiler de casa, pagar agua, luz, tras de eso la comida, yo no tenía de dónde. Diay, fue la manera más fácil que yo vi para ver las necesidades de mi hogar”.
«Usted sabe que la plata de la droga sube como la espuma, entonces yo ya me iba emocionando, como dicen, ya yo veía la plata más fácil, veía bastante plata y ya mis hijos estaban bien. Entonces ya yo me metí yo sola en ese, en ese lado de las drogas».
Yorly empezó a vender drogas a cambio de ¢140.000 por semana, un ingreso muy superior al que recibía como recicladora de aluminio, plástico, cobre y otros materiales. A ese trabajo callejero llegó luego de sobrevivir a las violaciones sexuales que sufría de niña por parte de su papá, al abandono de sus padres, a ser madre a los 14 años, a la adicción a drogas.
La antropóloga Claudia Palma, quien ha trabajado con mujeres privadas de libertad, advierte que ellas recurren principalmente a delitos como el microtráfico porque consideran que de esa manera no le hacen daño a las personas directamente.
“Es absolutamente comprensible que ellas piensen que no le están haciendo daño a nadie, porque no le están haciendo daño a nadie, no hay una persona en el medio a la que estén golpeando o robando, y ellas dicen: ‘Yo no robo, yo no estoy matando”, apuntó Palma.
“Entre las cosas que más me impactaron es cuando decían: ‘Bueno, es que yo empecé a decirles que no a mis hijos cuando me pedían un helado o algo para la escuela’. Son circunstancias que finalmente para ellas tiene que ver con la dignidad”, agregó.
La paradoja de mujeres presas es que muchas delinquieron por proteger a sus hijos y, ahora, estando en la cárcel, se encuentran más ausentes de sus vidas que antes. Las relaciones con sus familias se limitan a brevísimas conversaciones telefónicas y visitas de fin de semana, si logran reunir el dinero para el viaje.
“Mi hija la de 12 años está muy rebelde, se me va de la casa y no llega a dormir. Mi hijo el de 13 años inclusive en diciembre él se me empastilló (drogó). Resulta que junto con tres chiquitos más de ahí del vecindario se quisieron meter donde un señor que tiene un taller y dicen que lo golpearon”, lamenta Ana Patricia.
Son las secuelas de un delito que parecía ser su salvación, pero terminó sentenciándolas a ellas y a sus familias a una vida de miseria y más delincuencia.
“El 31 (de diciembre), amanecer primero, me llaman, me dicen que mi hijo está en cuidados intensivos, que me le dieron 4 balazos con una A9 (arma). Yo pensé que lo habían matado, yo casi me vuelvo loca aquí adentro”, recuerda Yorleny.
Rodolfo Meneses, abogado del Patronato Nacional de la Infancia (PANI), explicó que cuando una madre de familia es sometida a un proceso penal, la institución no necesariamente retira a sus hijos de su cuido.
“Se hace una investigación preliminar donde se determina cuáles son las variables, cuál es el delito por el cual se está investigando a la mamá, cuál es el vínculo que existe con sus hijos, si hubo una situación donde la madre por negligencia o por abuso incumplió con sus deberes parentales”, detalló.
Si como parte del proceso penal a la madre se le dictan medidas cautelares, el PANI puede buscar alternativas de protección como algún recurso familiar o comunal o, en última instancia, llevar a los menores a un albergue.
La vida de Beite es, dentro de la cárcel, una excepción: tiene estudios en la carrera de Farmacia y su familia gozaba de cierta estabilidad económica.
Luego, murió su padre, que era su pariente más cercano y explotaron en ella el cúmulo de dolores que arrastraba desde los 11 años, cuando la violó un primo. También la violaron un tío y un excuñado, cuenta Beite. De esa última agresión sexual nació su hijo, que hoy tiene 10 años.
Salió de Guanacaste huyendo de aquellos recuerdos y de la discriminación por su orientación sexual. Por recomendación de un conocido llegó a Tierra Dominicana, en San José, donde una banda la reclutó para la venta de drogas. Vivió en hoteles hasta que la detuvieron.
“Legalmente mi vida ya venía hecha un desastre, con esas violaciones yo me sentía mal, me sentía poca persona (…) Yo llegué a consumir hasta crack. Olía cemento en la calle. Yo me drogaba para no sentir, legal”.
Entre el negocio y la adicción, terminó en el medio de conflictos entre grupos narcos, de los cuales aún posee las cicatrices de dos balazos y una puñalada en las piernas.
La vida en la cárcel no ha sido menos fácil, pero le ha permitido explorar opciones que desconocía: trabaja para una compañía de materiales de oficina que emplea a privadas de libertad, canta y baila.
Beite aguarda hoy -al igual que muchas de sus compañeras en prisión- a que finalmente llegue su turno en la pila de expedientes judiciales y que tres jueces, con los cargos más altos en el sistema penal costarricense, la deje contar una vez más su historia para que esta vez sus circunstancias sean tomadas en cuenta cuando esos juzgadores indiquen cuánto tiempo debería estar encerrada esta mujer.
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Este reportaje fue realizado por el Semanario Universidad y Radioemisoras UCR.