País

Un hogar en las líneas de la pobreza

La buena noticia fue que 10.000 familias dejaron de ser pobres en el último año.

La buena noticia fue que 10.000 familias dejaron de ser pobres en el último año. La mala es que el hogar de Magaly sigue siendo pobre; sin extremos, pero pobre. La realidad es que ella recibe todos los subsidios que el Estado puede dar y navega sobre la estadística… por ahora.

Esa muchacha que corría bajo el aguacero acababa de terminar un examen de Cívica y espera graduarse de noveno del colegio este 14 de diciembre. Corría para no mojarse y porque la esperaban para comer sus tres niños en la casa desmontable en un precario de San Francisco de Asís, en San Isidro de El General.

Se llama Magaly Marín Bonilla y es madre soltera, pobre en todas sus letras pero contenta, porque ya va al colegio y porque ya tiene comida en casa. Porque ya no debe ir a pellizcar ingresos por las noches en un bar de San Isidro, la cabecera de la región del país donde más se redujo la pobreza en el último año y donde más hay que reducirla todavía.

Le dicen “Maga” y su apodo sugiere artes mayores. Es casi magia la que explica por qué nos atiende en un sofá nuevo, por qué puede pagar el recibo de luz, comprarle una cama a su papá enfermo y por qué una computadora portátil irradia su luz azul junto a la ventana con cedazo de esta casucha sin títulos de propiedad. Y un router, y una impresora, unos libros de colegio, una refrigeradora a medio llenar y hasta una caja de chocolates que Uziel, el niño de en medio, está dispuesto a gastar con las visitas de UNIVERSIDAD.

Pero esto no es magia. Es política pública. Es el hogar de Magaly atiborrado con todos los subsidios que el Estado tiene para la población en pobreza. Ella lo está, ella y sus tres hijos, pero al menos no están ya en la pobreza extrema, esa condición que es sinónimo de miseria; la que ocurría cuando Magaly y su papá dejaban de comer para garantizar que los niños tuvieran su ración de arroz, frijoles y tal vez huevos o bananos que les regalaban por ahí.

En esta casa construida con playwood, ladrillos y madera, con dos cuartos y cables eléctricos peligrosamente parecidos a bejucos, vive una de las casi mil familias beneficiadas con el programa estatal llamado “Puente al Desarrollo” en San Isidro de El General, el distrito donde más hogares se atienden con este plan de ayudas.

Este “Puente”, como le llaman familiarmente en el Gobierno, es el plan al cual se atribuye en parte la reducción de la pobreza registrada en el mes de octubre, cuando el Instituto de Estadística y Censos (INEC) certificó que esta pasó de 22,4% en 2014 a 20,5% en el 2016.

Es decir que casi 20.000 hogares dejaron de ser pobres en esos dos años, una buena noticia celebrada por sectores distintos y explicada por razones diversas, no todas ligadas a los subsidios estatales.

Magaly vive en la Región Brunca, la que más redujo la pobreza (5 puntos porcentuales) y la que más la padece (31.2% de su población). Ella no está entre esos que salieron de la pobreza. La línea del tecnicismo le pasa por encima y lo sabe; por algo sigue siendo beneficiaria de ocho programas distintos gestionados mediante “Puente”. Lo coordina el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) y los representan los “cogestores”, como se llama a los 170 visitadores oficiales, como Dayana Castro, encargada de este hogar y decenas más favorecidos por este plan que conjunta la tarea de diversas instituciones.

Ella misma enumera los subsidios que recibe “Maga”: Avancemos (para que se mantenga en el colegio), cupo en el Cen-Cinai (que le brinda la leche de los pequeños), un seguro social por el Estado, un bono de bienestar familiar (₡75.000 mensuales), cupo en un programa de capacitación del Inamu, la computadora con internet del plan “Hogares Conectados”, una ayuda específica del IMAS para comprar una cama y hasta dinero para ponerse lentes de contacto. “Tiene el combo completo”, reconoció Dayana, que acompañó a UNIVERSIDAD en esta visita.

Se suma también la pensión por invalidez del papá de Magaly, por ₡129.000 mensuales, el único ingreso que tenía antes de junio de 2015, cuando se sumó a “Puente” y la pensión alimentaria de ₡60.000 que entrega el padre de Uziel. Los papás del niño mayor y de la menor están desaparecidos.

“Viví muchas necesidades en comida y lo básico, pagar agua y luz. Mi papá y yo comíamos solo una vez para dejar que los niños tuvieran al menos dos comidas”, cuenta esta mujer de 26 años.

Ahora al menos no está en la pobreza extrema que aprieta al 6,3% de la población, un cifra menor al 7,2% del 2015. Este hogar que huele a limpio es uno de los 9.700 en el país que siguen siendo pobres, pero ya no miserables. El Estado la sacó a flote con todo lo que puede, porque aquí nadie trabaja todavía.

Magaly está en lista para el programa oficial Empléate, que le garantizaría capacitación y un ingreso de ₡100.000 por mes trabajando y aprendiendo en la Hotelera del Sur. También presentó todos los papeles para obtener un bono de vivienda y salir de esta casa cuyas paredes tienen la facilidad de zafarse para poder meter, por ejemplo, el sofá enorme donde nos atendió. “Algo bueno tiene ser pobre”, bromeó Magaly antes de hacer una pausa y hablar en serio de su pobreza.

“Empezaron a ayudarme y tuve plata para pagar luz, agua, comidita y hemos ido saliendo. Retomé los estudios. A como yo estaba antes, sí siento que superé la pobreza, o sea, que ya no me siento con ese término: pobre, porque tengo qué comer todos los días. Yo soy muy feliz ahora”.

Se comprende. La pobreza, como la riqueza o el bienestar, es también un estado de ánimo afectado por lo que se tuvo o por lo hay alrededor. Aquí lo que hubo fue miseria y hambre. Lo que hay alrededor de este barrio son otras casas igualmente pobres que no provocan a Magaly esa sensación de marginada, de excluida, en relación con lo que ve cuando va caminando al colegio o a San Isidro.

El problema viene cuando hablamos del futuro, de cuando el Estado no la beneficie ya con el combo completo de subsidios y le toque trabajar a cambio de un salario. Para eso estudia, claro, pero nada evita que en la cara se le dibuje un gesto de miedo cuando le preguntamos qué hará después.

“Ese es un temor que yo paso pensando, cuando ya salga del “Puente”, pero por eso estoy tratando de aprovecharlo al máximo, para no volver a caer en lo que viví”. Se rascaba los dedos y evitaba vernos a la cara, con la mirada puesta en el aguacero que azotaba las latas de zinc del techo. Este es un hogar vulnerable y nada lo blinda de volver al pasado, víctima de la inestabilidad dentro de la población pobre: el informe Estado de la Nación mostró en 2013 que en ese año 4 de cada de 10 pobres no lo eran el año anterior y toman el cupo de otros que en ese año sí lograron sobrepasar la línea de pobreza.

Magaly quiere “meter papeles” para ser policía. Le gusta la idea de trabajar para el Gobierno. ¿Estudiar en la universidad? Quizás, le gusta la Criminología, pero no es algo que anhele. Tampoco se puede esperar demasiadas ambiciones académicas de alguien que creció en un hogar miserable de 14 hermanos, todos hijos de una mujer que buscaba los recursos en la calle vendiendo melones o robando, contó Magaly.

Su papá cuidaba una finca. Ella vendía chiles en el centro de San Isidro después de sacar el sexto grado a los 15 años y antes de conseguir empleo a los 17 años en una frutería.

A los 18 años intentó entrar al colegio pero cuando se es tan pobre cualquier pequeño accidente puede tumbar los sueños. “Se me desbarató una ‘tenni’ y no me dejaban ir en chancletas. Tuve que salirme y empecé a trabajar en un bar cuando me llamaban, pero no me alcanzaba para nada”.

Y mientras tanto: tres hijos. Tres padres diferentes y solo uno de ellos aporta lo que manda la ley. Son los ₡60.000 de la pensión por Uziel.

“No sé ni cómo hacía yo”, repasó, volviendo a los tiempos previos a que el IMAS pasara por aquí y pusiera la calcomanía junto a la puerta para identificar el hogar como parte del programa “Puente”. Es una lotería para Magaly, porque en la región Brunca hay casi 30.000 hogares en la pobreza extrema y de ellos 20.000 carecen de atención estatal alguna. La cobija no da para todos, reconocen los funcionarios.

Después vuelve Magaly a lo del empleo y vuelve a fruncir la cara. No lo ve claro y sabe que su papá no puede trabajar, que los tres niños entrarán a la escuela y que no tiene un círculo familiar sobre el cual apoyarse. Sabe que el otro año, por ahí de setiembre, acabarán los dos años establecidos en “Puente” y, aunque podrá seguir recibiendo subsidios fuera de él, no será lo mismo.

Y tampoco es que haya demasiado empleo en la región Brunca. Las cifras de desempleo en Costa Rica se mantienen casi invariables en un 10%, aunque la última encuesta sobre el tema no precisó los resultados por zonas.

Lo que hay disponible para precisar por región es la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho) publicada en octubre pasado, la cual mostró una reducción de la pobreza sin importar qué método se usara para medirla, por ingresos o índice multidimensional, como se lo propuso la administración Solís.

De esto nada sabe Magaly. Desconoce que en este año la fuente de ingresos de los hogares que más creció fue la de subsidios estatales y desconoce que, sin embargo, estos son solo el 15% de todos los recursos que ingresan al total de familias pobres (el quintil más bajo, la quinta parte con menos recursos). El restante 85% viene de remuneración por empleo, o debería de venir.

Aquí empiezan otras consideraciones que ignoran quienes padecen la pobreza. La Enaho reportó que en la región Brunca se redujo el desempleo 12 puntos porcentuales, lo que podría explicar el aumento del 27% en los ingresos de ese quintil de menos recursos.

Esto, según un análisis del estadístico Diego Fernández, quien contradice así la idea de que la reducción de la pobreza obedece a la estrategia social del Gobierno y la atribuye más a la actividad económica.

Recordé estos datos mientras estaba sentado en el sofá enorme y nuevo que Magaly compró con un crédito desventajoso en una tienda de artículos de hogar. En este hogar no hay tal de ingresos por empleo. Todo el ascenso social, si es que cabe la frase, está empujado por la palanca estatal y quizás también por el frenazo en seco de la inflación, ese tipo de impuesto que golpea más a los que menos tienen.

Nada de esto comprende Magaly (“no sabía yo que había bajado la pobreza en el país”), aunque ella sepa más que muchos qué es la pobreza extrema, a qué huele y a qué sabe cuando la compra de la comida, con suerte, se reduce a arroz frijoles, sal y manteca. Recuerda bien cómo sentía un taco en la garganta cuando volvía de vender chiles o del bar en la madrugada con un dinero que no alcanzaba ni para ilusionarse. Ahora el dinero tampoco sobra, pero sí alcanza para ilusionarse.

Sonríe porque el énfasis lo pone en su situación actual. “Le pido a Dios que no me permita volver a ese punto. Estoy muy positiva sabiendo que tengo que aprender a volar para cuando me suelten. No puedo caer ahí otra vez”.

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El problema viene cuando ella piensa en que el Estado no la beneficiará siempre con su combo completo de subsidios y deba trabajar a cambio de un salario. Para eso estudia, pero nada le evita un gesto de miedo cuando le preguntamos qué hará después.
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Nota de edición: Esta nota se corrigió para precisar el número de hogares que salió de la pobreza en el último año.



Otro ángulo: un empujón para salir adelante

p-60-pobreza2Johnny Cariel siempre se ha dedicado a la tapicería, pero en modalidad casi “pirata”. Recuerda cerrar apurado el pequeño local en San Isidro de El General cuando veía rondar a funcionarios municipales porque ya veía venir el castigo por la falta de patente.

Si se lo cerraban, se quedaba sin siquiera el exiguo ingreso que necesitaba para sostener su hogar de seis miembros. Vive con su esposa Fresia, tres hijos y la suegra en un pequeño apartamento de dos habitaciones que alquila por ₡60.000 mensuales. Esta es una casa en pobreza, como el 20% de las casas del país.

La pasaban muy mal hasta que fueron incluidos en el plan estatal “Puente al Desarrollo” y resultaron beneficiarios de varios subsidios, pero sobre todo uno que a Johnny le hace quebrar la voz cuando lo describe. Con el programa “Ideas productivas” el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) le entregó maquinaria, herramienta y ayuda suficiente para formalizar el pequeño negocio.

Sí, reciben becas para los niños, una computadora, una ayuda en efectivo mensual y leche para el niño menor. Además cupo en una guardería de la Red de Cuido, pero lo que más valoran, dicen, es el impulso al negocio de tapicería y los cursos para que Fresia depure sus habilidades en costura y aporte lo suyo en la microempresa.

Los frutos son incipientes, pero promisorios. En una buena semana puede ganarse ₡100.000 y, después de restarle costos, algo entra ya por cuenta propia a este miniapartamento. Algo que no sea un subsidio estatal, pero no hace sentir del todo cómoda a la pareja.

Ellos también saldrán del programa “Puente” en la segunda mitad del 2017, pero confían en que el negocio fructifique y puedan mantenerse con los recursos que generen. “Es lo que nos ilusiona. Ahora estamos motivados para llegar a ese momento pronto”, cuenta Fresia durante una breve entrevista con UNIVERSIDAD frente a la visitadora social (cogestora) Tatiana Carrillo y un gran cartel pegado en la pared con varias metas del plan “Puente”, como señal de que este hogar está poniendo de su parte.



 

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