País

En silencio y bajo el sol: la epidemia que mata a los agricultores guanacastecos

La enfermedad renal crónica mató a unos de 1.750 guanacastecos en dos décadas.

Enrique Quirós Quirós tiene fe en que San Caralampio, santo patrono de Bagaces, un día le va a conceder un riñón nuevo. Mece su cuerpo de un lado a otro sobre la cama. Del lado izquierdo inferior de su abdomen emerge una manguera que chorrea un líquido amarillento. “Si fuera más amarillo, hay peritonitis y hay que salir volado”.

Habla sobre sus propios orines con soltura, con suficiencia, con familiaridad, como un mecánico que explica cómo debe salir el aceite de un motor. Clarito, clarito.

Lo que Enrique bota del cuerpo no son técnicamente orines, sino un suero que hace seis horas le tenía el abdomen inflado como un globo y que ahora se escurre fuera de su cuerpo hacia una bolsa de plástico.

“Mientras el riñón no trabaje, entonces lo que es la comida, el agua, son un veneno que da vueltas ahí”. Esos desechos son los que ya no filtran ninguno de los tres riñones que carga en su cuerpo (los dos suyos y el que le donó su hermana).

Los tres se los dañó la Enfermedad Renal Crónica (ERC) que padece.

Decir que se los dañó la ERC suena aséptico, limpio, científico, ajeno, casi inocente. En realidad se los dañó la pobreza, el abandono, las jornadas interminables bajo el implacable sol guanacasteco, la falta de hidratación, la ignorancia. Y sí, claro, finalmente la ERC, la misma peste silenciosa que enterró a miles de agricultores guanacastecos.

El miedo más grande de este bagaceño de 45 años es que, en una de tantas, le entre una bacteria y lo llene por dentro de pus. “Así se murió mi cuñado. Edwin Torres se llamaba”.

Si se infecta la membrana peritoneal, una telita que recubre los órganos del abdomen, le da peritonitis y los doctores le van a prohibir el tratamiento en casa. Estaría de nuevo esclavizado en el hospital de Liberia.

Los médicos dicen que en el hospital están expuestos a bacterias mortales. Por eso les piden a los pacientes que se hagan un cuarto seguro para el procedimiento en sus casas. Si pueden.

Enrique pintó el suyo de color rosa. A la cama la viste con una sábana blanca de hospital. Impecable, impoluta. Parece darle un orgullo tremendo invitarnos a conocer su cuarto seguro. “Le puse cielo raso; aquí una pilita; aquí el abanico”, enumera con una voz que parece acostumbrada a los sacrificios.

El calor nos derrite. Hace días que llueve en todo lado menos aquí. “Una garuíta, apenas”. El resto de la casa, en la que vive con su madre y una sobrina, es de techo de lata. No les alcanza para más con su pensión de ¢130.000 al mes ($200 en el país más caro de Centroamérica), pero al menos puede hacerse la diálisis cuatro veces al día sin salir de su casa.

Cuatro veces al día lo mismo. Una rutina a la que debe aferrarse rigurosamente. Lavarse las manos durante cinco minutos, tirarse en la cama, moverse de un lado al otro para “vaciarse bien” —“hasta que me duelan los testículos”.  Pesar los “orines”. Anotarlo en una tablita. Inflarse otra vez. Esperar a que sean las 10, las 4, las 10 de nuevo. Recordar, al menos de vez en cuando, que sin este procedimiento, su enfermedad lo mataría a los pocos días.

Lo mataría como mató a su padre, Bernardo Quirós Ordóñez, hace diez años. O a su cuñado, Luis Segundo Umaña, hace doce. O a su otro cuñado, Secundino Umaña, hace cuatro. Como mueren los agricultores más pobres de Cañas y Bagaces: al sol, con los riñones disecados.

***

No hay en Costa Rica un padecimiento cuya tasa de mortalidad crezca tan rápidamente como la Enfermedad Renal Crónica (ERC). Mientras en el 2000 morían 15 personas por cada 100.000 habitantes, en el 2016 la tasa llegó a 20.

Ni siquiera el cáncer. “Bueno, en aumento, podríamos decir que los cánceres, pero no es tan marcado o tan significativo como la enfermedad renal crónica”, confirma el doctor Daniel Salas, director de Vigilancia de la Salud del Ministerio de Salud.

Solo en Guanacaste la ERC ha matado a 1.744 personas en dos décadas, y el número va en aumento. La provincia con menos población del país aporta el 26% de hospitalizaciones por esta enfermedad.

Los científicos se refieren a ella como una epidemia, pero el sistema de salud de Costa Rica le baja el tono. No la reconocen como “epidemia” en ningún documento oficial y ni siquiera hay estadísticas concretas de cuántas personas se enferman por ERC al año (como sí existen del dengue o del zika, por ejemplo).

“No era un evento de notificación obligatoria hasta el 2017”, explica Salas. Solo están los datos de hospitalización, que son “claramente insuficientes”, agrega rápidamente.

Aún más escondidos entre las estadísticas de Costa Rica están aquellas víctimas cuya ERC es, como dirían los científicos, por causas “no tradicionales”. Es decir, cuando no la desatan la hipertensión o la diabetes sino una misteriosa causa que los científicos ya tienen prácticamente resuelta: el trabajo brutal y bajo el sol. En la caña. En el arroz. En el campo. Inclemente, extenuante. Sin agua. Lo que prosaicamente los científicos etiquetan como “estrés térmico”.

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Hace nueve años, la investigadora Jennifer Crowe llegó a Guanacaste y se internó en un cañal para entrevistar a los hombres que cortaban y a los que procesaban caña para un ingenio en la provincia. “Había una sospecha de una enfermedad renal rara pasando ahí. Algo sin nombre aún, sin jamás entender las dimensiones”, cuenta esta estadounidense —sin erres en su diccionario— pero con un español cargado de sentido.

Los cortadores de caña le hablaron del calor, de las largas jornadas, de la falta de agua. En el mundo, notó que los científicos hablaban cada vez más sobre las pocas veces que la política pública incluía a los trabajadores más vulnerables —como Enrique, como su padre y sus cuñados muertos— en los planes de adaptación a los cambios del clima. Jennifer, quien se convertiría en una de las investigadoras más prolíficas de Costa Rica en el tema, quería entender.

Durante los años siguientes, ella y otras varias decenas de investigadores de todo el mundo estudiaron el fenómeno no solo en el pacífico norte de Costa Rica, sino también en El Salvador y Nicaragua. Los dedos de la epidemia tocan también a Guatemala y a México, entonces le llamaron Nefropatía Mesoamericana.

Investigaron todo lo que pudieron: los agroquímicos, los metales tóxicos, los analgésicos, las jornadas extenuantes, el calor, la caña.

En el 2015, Jennifer Crowe y 78 colegas más llegaron a un consenso. La Enfermedad Renal Crónica por causas no tradicionales tiene, al menos como una de sus causas, el esfuerzo físico de los agricultores cuando hacen trabajos tan duros como cortar caña bajo el sol, actividad en la que más se multiplica la enfermedad.

O dicho en sus palabras, publicadas en el resumen del encuentro científico: “Existe creciente evidencia sobre el papel causal que tienen el trabajo extenuante, el calor y la falta de hidratación como factores de riesgo para la Nefropatía Mesoamericana”.

Era la segunda vez que se reunían para hablar y ya traían consigo un rastro de polémica y controversia por los empresarios que financiaban los estudios, algunos de ellos involucrados con la caña, y por el peso político de concluir que los agricultores del pacífico centroamericano trabajan para morir, no para vivir.

El mismo año, el Gobierno de Costa Rica firmó un decreto que exige a las compañías agrícolas darles descanso e hidratación a los trabajadores. El documento reconoce que el calor es un peligro en aumento pero no menciona a los trabajadores que no están empleados formalmente por una compañía ni a los que se les pagan por contrato, por hectárea sembrada, como a Enrique y a la mayor parte de su familia.

“Son avances importantes, el país ha sido pionero”, dice Jennifer Crowe. Pero el Estado de Costa Rica no reconoce todavía que la insuficiencia renal que padecen de manera crónica los agricultores de Guanacaste es un riesgo laboral. En parte porque no existe un estudio clínico concluyente que demuestre una relación directa e inequívoca entre la enfermedad y la ocupación, explica el director de Vigilancia de la Salud, Daniel Salas.

“Lo que existen son correlaciones estadísticamente significativas”, dice Salas. “Es todo un proceso”, coincide Jennifer. “Incluso con la evidencia de causalidad, luego hay que adaptar los protocolos nacionales a los estándares internacionales”. Se refiere a toda la normativa que los organismos internacionales —como la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y la Organización Mundial de la Salud (OMS)— han creado y a la que Costa Rica se ha adaptado de la mejor manera posible, según Crowe.

Por eso el Instituto Nacional de Seguros (INS), entidad estatal ante la que las compañías aseguran a sus colaboradores por riesgos de trabajo, no indemniza a nadie. Y por eso también el peso recae sobre la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS), que gasta al año unos $26 millones en hemodiálisis y otros $5,5 millones en diálisis peritoneal.

Mientras tanto en el Gobierno sucede eso de lo que ya estamos anestesiados: el Ministerio de Salud dice que a la Caja le toca saber cuánto gasta Costa Rica en la prevención del padecimiento, en la Caja dicen que es al revés y el Ministerio de Trabajo, que es el máximo rector, ni siquiera contesta los correos. O quizás está pasando lo que dice el dr. Salas: “Estamos trabajando mucho, evaluando las responsabilidades de cada parte. Qué le toca al INS, qué le toca a la Caja…”

Los investigadores tampoco han descartado que la enfermedad tenga un componente genético (“se necesitan más estudios”, repiten todos, siempre), pero sí la han relacionado con el consumo de algunos antiinflamatorios y el contacto con agroquímicos.

Suena todo muy científico, muy comprobable. Unos días después de estas conversaciones voy a tratar de explicárselo a Israel Lazo, que trabaja chapeando en los cañales de un contratista, que tiene tres hijos y una esposa. Que toma pastillas contra la ERC, pero que algún día le llegará la hora de hacerse diálisis cada seis horas, como Enrique, y entonces no sabe cómo será. “Solo Dios sabe”.

***

Pedro Alvarado Quirós, tío de Enrique, quiere que llueva. Debajo de un almendro tupido, con la camiseta enrollada sobre el abdomen, se da un manotazo por la pierna y se la deja llena de sangre de zancudo mientras se queja de la milpita que sembró. “No crece eso ya”, me dice.

Aquí en Aguacaliente de Bagaces, a 11 kilómetros del centro del cantón, casi todos son familia. Casi todos trabajan o trabajaron en caña o en arroz, porque no hay mucho más. Casi todos tienen un riñón menos, o tres dañados, o dos en proceso. Casi nadie supera la línea de la pobreza.

Él tampoco. “Se me infeccionó dos veces el catéter y vaya para hemodiálisis”. Pedro viaja tres veces por semana al hospital México, en San José, para que le cambien toda la sangre en una máquina. Dura todo el día. No puede trabajar, los doctores no lo dejan y de todas formas el cansancio tampoco.

“Yo ahí paso. Mientras esté sentado estoy tranquilo, descansado. No siento nada. Pero antes sí me gustaba vagabundear, andar en el monte chapeando”.

Habla de su trabajo. Lo dice como si lo hubiera disfrutado mucho, como añorándolo. Y habla suavecito, como que nada precisa. Vive con los ¢130.000 de pensión que le da el Estado. “Luché siete años para que me la dieran y casi toda la gasto en comida cuando voy a San José, porque hay que comprar almuerzo. El desayuno sí me lo dan”.

Lo que no han estudiado los científicos es la relación de los enfermos con la pobreza. Un matrimonio letal. “(En la ciencia) uno tiene que ser muy objetivo”, dice Jennifer Crowe. “Entonces nos olvidamos de eso (de las historias de las personas), que es lo más importante”.

Durante los siete años en que Pedro luchó para que le dieran la pensión estuvo tomando tratamiento. Cuando lo conocimos, hace año y medio, estaba esperando un riñón. Su hermana Mireya se lo donó, pero el trasplante “no le pegó” y lo perdió. En realidad los dos lo perdieron. O todos: un solo trasplante de riñón le cuesta al estado $30.000 (unos 16 millones de colones).

Ahora solo queda esperar que ella, su hermana, nunca lo necesite y que él consiga otro. Ahora, de nuevo, engrosa el registro de personas que esperan por un riñón, que hasta junio de este año llegaba a 280 en todo el país.

La mayoría de nosotros podría regalar uno de nuestros riñones si muriéramos en un accidente, “pero es muy poca la cultura de donación de órganos en este país”, dice Hugo Delgado, encargado de la unidad de diálisis de Nicoya. De hecho, Guanacaste es la provincia en la que menos personas se suscriben al sistema electrónico de donaciones de la CCSS.

Muchos de los vecinos de Pedro todavía no necesitan diálisis, pero la necesitarán algún día. En esta enfermedad casi todo está dicho. Las pastillas no son interminables como la esperanza, no duran para siempre. Tampoco curan. La enfermedad nunca se devuelve, solo avanza. Primero pastillas, después diálisis peritoneal, después hemodiálisis. Tal vez, algún día, un riñón nuevo. La ERC va despacio, pero avanza. Como el tiempo cuando se está bajo este almendro.

***

En la pared de la casa rosada de Enrique Quirós cuelgan dos retratos de muertos. “Ese era mi esposo. Se murió porque no se quiso hacer la diálisis”, me señala Juana Quirós, ojos tallados a cincel, piel de cobre pulido, camanances eternos.

“Nunca supimos qué le pasó, dicen que es el agua (antes se creía que era el agua con arsénico). A mí me dijeron que porque tenía la presión muy alta”, dice Enrique Quirós, hijo de Juana, cuando le pregunto que qué le han dicho los doctores.

La ciencia habrá resuelto mucho, pero Enrique no sabe. Tampoco Israel, ni Pedro. Tal vez están más preocupados por sobrevivir que por entender. La vida tiene esa obsesión: se aferra a lo imprescindible.

La que sí sabe es Jennifer Crowe, los doctores y los científicos. La ciencia quiere terminar de resolver el misterio, pero eso cuesta mucha plata. Enrique quiere un riñoncito, algún día, otra vez. Pero eso puede tomar mucho tiempo.

Sobre su cama de sábana blanca, impecable, impoluta, orgullosa, descansan juntitos una imagen de la Virgen de los Ángeles y otra de San Caralampio. “Una vez curó a todo el pueblo de una plaga que estaba matando a la gente”, dice Enrique como sin darse cuenta. Afuera cae, por primera vez en semanas, un buen aguacero.

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