Tortuguero, Limón. Al caer el sol, los profesores del colegio nocturno esperan que los niños desocupen las aulas para usarlas en las clases a las que acuden jóvenes y adultos que decidieron seguir a pesar de “lo que pasó” y que puso al pequeño pueblo Tortuguero en las secciones de noticias sangrientas.
Es jueves y a las 6:30 van llegando poco a poco los alumnos al pabellón resguardado únicamente por dos cuerdas delgadas, como de tendedero, colocadas con la intención de que las personas ajenas al colegio no caminen por el corredor por donde el 20 de junio pasaron dos muchachos, casi a esta hora, sin que nadie sospechara que iban a descargar diez balazos contra una estudiante mientras realizaba un examen de español.
Pasados 100 días desde que dos supuestos enviados de un peligroso narcotraficante mataran a Jazmín Torres por una supuesta venganza en un supuesto asunto de venta de drogas, sus compañeros acuden a las clases con sentimientos de resignación sobre las razones de fondo de ese crimen o de temor de algo parecido vuelva a ocurrir y que esta vez no todos los disparos se dirijan a una sola persona.
“El aula del delito”, como le llaman algunos estudiantes, fue el escenario del crimen ocurrido el martes 20 de junio, quizás el único asesinato perpetrado en un salón de clases. Ocurrió aquí en el pueblo Tortuguero, ubicado en el distrito Colorado del cantón limonense Pococí. Dos muchachos preguntaron por ella, le hablaron y apenas levantó la cabeza le descargaron todas las balas que pudieron antes de gritar que eso le pasaba por “no hacerle caso” a un hombre de apodo conocido nacionalmente por el negocio de la drogas. La mujer cayó sobre el pupitre y se volcó hacia un lado ante la mirada fija de su hijo menor de edad, que también era compañero de la clase, y del resto de estudiantes. A una de ellas, Angie, la blusa le quedó salpicada de sangre, pero todos coinciden en que es casi milagroso que nadie más hubiera resultado ni siquiera herido.
Pero sí quedaron traumados. “Miedo”, “ansiedad”, “incertidumbre” y “abandono” fueron algunas de las palabras que mencionaron los estudiantes en una visita de este periódico al colegio al que asisten 60 alumnos de modalidad Centro Integrado de Educación para Adultos (Cindea) que opera en la escuela del pueblo, pues el liceo carece de electricidad y se hace imposible dar clases por las noches. Por eso hubo decenas de niños que conocieron bien lo que pasó en “el aula del delito” y por qué pasaron días sin que nadie pudiera entrar a esa la clase, que aún dejaba ver rastros de sangre en el piso y paredes.
“Obvio no se supera saber que no la volvimos a ver. Nada es igual”, dijo una estudiante antes de reconocer que en más de 100 días no han hablado como grupo de “lo que pasó” y que la estrategia ha sido evadir el tema. Por eso sacó la carta del humor al lamentar que Jazmín era la que compartía las tareas con el resto de compañeros, un apunte que habla de una estudiante aplicada y concentrada en el objetivo de sacar el bachillerato pronto, pues ya estaba en quinto año.
“Jamás pensó uno que eso podía pasar aquí y menos a alguien como ella”, añade una alumna segundos antes de otra se apura a corregir: “no, no, ya uno sabía en lo que ella andaba y, diay, meterse en eso es arriesgarse”. Después otra compañera intenta buscar un cruel punto medio: “bueno, está bien si van a matar alguien, pero que no la maten aquí, que lo hagan allá afuera sin exponer a gente que anda en buenos pasos”.
“Allá afuera” es una frase relativa en este centro educativo. Un corredor abierto es lo único que hay entre las aulas y un terreno abierto de uso público por donde cruzan turistas, lugareños y cualquiera que desee ir o volver de la playa a las callecitas del pueblo. Asomarse por las rejas de madera de los salones de clase era una cosa normal hasta aquel martes, pero ahora es un gesto que puede poner nerviosos a los estudiantes. Por eso pusieron dos cuerdas delgadas para cercar a la institución, si cabe el término, y obligar a ingresar por el inicio del corredor.
Policías y desconfianza

Esas dos cuerdas y la presencia de una muchacha encargada de vigilancia es lo único en el escenario que ha cambiado desde aquel crimen. Hubo unos días en que llegaron unos policías, pero pronto quedó solo Gerardo, el oficial que acude cada noche como estudiante desarmado y que tras el asesinato ayudó a los demás a mantener la calma, aunque admite que se sintió “inútil”. Un muchacho dice que es cierto que no hubo reforzamiento de seguridad, pero que de por sí desconfía de los policías.
Lo otro que mencionaron como ayuda fue la visita de psicólogos, pero de ellos no hay ni rastro. “Por eso le digo que es como si no hubiera pasado nada, como levántese y juegue, pero la verdad es que uno siente una vibra rara”, dice un muchacho. Otra reconoce que toma medicamentos contra la ansiedad. Otros sólamente escuchan la conversación con una mirada de incomodidad por el tema o de desconfianza por las intenciones de la charla.
“El pueblo no se ha repuesto por la manera en que ocurrió. Esto es lo sorprendente, la forma, porque ya todos sabemos lo que pasa aquí”, dice un adulto estudiante en referencia al tráfico y venta de drogas en el pueblo donde habitan no más de 2.000 personas que en su mayoría viven del turismo. Los visitantes llegan por cientos atraídos por los tours para mirar desoves de tortugas, los paseos por el río y en muchos casos por “la experiencia de consumir (drogas)”, como dice un guía turístico que habló con este Semanario.
Ese es el problema de fondo y “lo que pasó” a doña Jazmín es porque, “bueno, tenía que pasar en algún momento”, apunta un joven en referencia a la pelea entre grupos que venden drogas y al intento de control total que pretende el narcotraficante famoso. Agrega que tiene miedo de que ese señor tome dominio de todo aquí, pero también teme que otros le hagan competencia porque ahí es cuando aparecen los homicidios. Además aporta un indicio de que ya hay control total: “antes había cinco ventas de loterías y ahora solo hay una, y ya sabemos que esa es una manera de manejar la plata”.
En la visita de una noche a Tortuguero, UNIVERSIDAD no pudo corroborar lo de la venta de lotería ni otras dinámicas económicas del pueblo. El recorrido nocturno por las callecitas solo dejó ver que poca gente circula a esas horas, algo que había señalado una señora del colegio al mencionar las consecuencias del asesinato: “La gente anda con cuidado, con desconfianza y midiendo bien los pasos. Tampoco es que haya confianza en la policía porque ellos tampoco van a impedir nada y tampoco quieren meterse en problemas”.
Los estudiantes que quedan

En uno de los salones de clase, otra estudiante lo resume mejor: “ya pasó el pánico, pero las aguas no están tranquilas y nos toca vivir con esto cada quien como pueda”. Por eso pidieron clases virtuales, aunque el Ministerio de Educación Pública no autorizó. El único que está a distancia es el hijo de la ahora fallecida, pues las autoridades consideraron que podía correr peligro particular y nadie sabe dónde vive ahora. Solo fue un día a hacer un examen, pero en solitario.
Los que conversan con UNIVERSIDAD vienen al colegio asumiendo el riesgo o sobreponiéndose al desagradable recuerdo de cómo sonó aquello, de la imagen de los dos sicarios caminando como si nada o lo que cada uno hizo o no para protegerse en el momento.
Otros ya no están. En el nivel de décimo había 16 estudiantes y ahora solo hay 7 de asistencia regular. En el último grado eran 16 y ahora son 11, contando al hijo de Jazmín. Hubo adolescentes a quienes los papás trasladaron al colegio diurno y otros simplemente no volvieron por miedo. La experiencia educativa, de por sí limitada en este pueblo al que solo se llega en lancha, está ahora condicionada por la criminalidad y esta es una tragedia mayor.
“De verdad uno quiere superarse, pero se hace muy difícil. Yo también pensé en junio en no volver, pero quise darme una oportunidad más”, señala una estudiante junto a otra que lamenta el efecto en el ritmo académico: “las clases son escuetas y pasamos varios días sin clases, a veces falta algún profesor, pero uno agradece que vengan hasta aquí a pesar de lo que pasó o lo que puede pasar”.
De las profesoras que estaban el día del crimen, ninguna va ahora a dar clases al Cindea de Tortuguero. Por fortuna van rotando al cuerpo docente, porque una de ellas está incapacitada y en todo caso sería traumático volver, dice un profesor actual. Todavía se sobrecogen cuando cuentan que las profesoras debieron salir inmediatamente de noche de Tortuguero por el río La Suerte en un servicio privado de lancha, iban tiradas en el piso y cubiertas con una lona por el consejo del botero, que temía algún incidente en medio de la oscuridad total en medio de la selva y los bancos de arena. Después supieron que el hombre iba armado.
“Vea, al muchacho lo atraparon en Turrialba y ahora está en la cárcel, pero él no es el problema real y eso lo sabemos todos”, analiza un profesor que viene de la sede del Cindea de Cariari, cantón de Pococí, en la zona caribeña donde los índices de criminalidad y narcotráfico superan al resto del país, que llegó este martes a 700 homicidios en este 2023. Reportan que es duro trabajar así, tratando de ayudar a los estudiantes sin saber si están pisando terreno minado, tratando de mantener las aulas libres del conflicto de las calles, pero sabiendo que es imposible, al punto de que a Jazmín la mataron sobre el pupitre.
El video del asesinato circuló por las redes sociales. Lo grabó uno de los muchachos y quizás lo difundió como un mensaje para todo el pueblo de quién manda aquí. El otro joven está preso, cumpliendo seis meses de prisión preventiva dictada el 9 de julio por el Juzgado Penal de Pococí. Una de las profesoras lo muestra y todavía siente escalofríos, pero su sentimiento es parecido al de los estudiantes: poco qué hacer y sensación de que las autoridades centrales en seguridad solo acudieron al calor del momento.