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Crónicas de vulnerables: El paciente Miguel Ángel

La historia de este obrero no es única ni la más urgente, pero retrata las eternas listas de espera de la CCSS. La Sala Constitucional nunca había recibido tantos recursos de amparo por ellas como en 2018.

Buenos días. Sus documentos. Chac. Chac. Acá tiene. Vaya al ce erre pe y entrega esto. Pregúntele al guarda cómo llegar. Siguiente. No, esto es Ortopedia. Tiene que ir al ce erre pe, que queda al otro lado. Sí, es parte del Calderón, pero tiene que cruzar la calle. Sí, pregunte. Siguiente.

La voz robótica sale de la ventanilla llena de adornos navideños y rótulos como hechos con impresoras y dibujitos de 1990, pero al paciente Miguel Ángel esto no es lo que más le importa.

No se indigna. No se enoja. Aprieta los labios y lo entiende como un designio inevitable. Ya ni siquiera le dan fecha para la operación de sus rodillas trabadas, atróficas, que lo obligan al imposible arte de renquear de las dos piernas, pero al paciente Miguel Ángel eso no es lo que más le duele.

Vino de Batán el día anterior. Llegó temprano con la esperanza ingenua de que le dieran fecha para la operación de al menos una de sus rodillas en Ortopedia del hospital Calderón Guardia, que es el infierno para los pacientes sin paciencia. Es ese lugar donde someten a prueba de fuego a la madre de todas las virtudes, el departamento donde muchos pierden la esperanza, que es lo último que se pierde, dicen. Donde los asegurados no tienen seguridad de nada.

Es que ya ni siquiera le dan fecha para la operación a Miguel Ángel, pero al salir de la ventanilla él cree que sí, que seguro no comprendió algo. Revisa los papeles con el mismo brazo con que prensa unas placas entre el sobaco, sin dejar caer la mochila ni el bordón, su tercera pierna inflexible.

Busca alguna nueva noticia. Alguna fecha de algo. No lee. Escanea la hoja. Arriba dice “Formulario la priorización de patología quirúrgica”. Dice que tiene artrosis severa, una deformidad mayor a 15 grados, molestias graves al realizar las actividades diarias, limitaciones funcionales y dependencia del bordón, pero no dice nada de fechas de cirugía.

Dice que está incapacitado continuamente para trabajar y esto es lo que más importa al paciente Miguel Ángel, un maestro de obras retirado y expropietario de una pequeña empresa de construcción que daba servicio a las bananeras de Limón. Pero no dice nada de fechas.

Miguel Ángel preguntó en el hospital Calderón Guardia cuándo será su cirugía, pero la política del centro médico es no dar esas fechas. (Foto: Álvaro Murillo).

A sus 68 años vive con una pensión estatal de ₡78.000 y con lo que pueda sacar de vender unos pollos que cría en su patio, más la venta de “carnitas” de los fines de semana en el centro de Batán y las ayudas que le dé su hijo desde San José. Tiene esposa, una hija con capacidades limitadas y un nieto de cinco años que le dice “papi”.

Vive en una casa amplia y vieja a un costado de la línea del tren en Barrio Costa Rica, Batán, en un terreno propio que compró cuando las cosas iban bien, cuando tenía dinero de sobra para cotizar a la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS). Tenía hasta para pagar servicios médicos privados si hubiera querido, cuenta apretando suave los labios, el mayor gesto de indignación que le pude ver al paciente Miguel Ángel.

Eran años prósperos, cuando las fuerzas físicas bastaban y las rodillas podían cumplir el pequeño milagro de doblarse como Dios manda, que para eso son. Miguel Ángel Suárez nunca había vivido en precariedad, pero helo aquí débil, vulnerable, casi pidiendo por misericordia, fuera de una ventanilla, una fecha para una cirugía que, quién quita, le permita volver a trabajar en la construcción.

El “ce erre pe” es algo así como el Centro de Registro de Pacientes (CRP) y queda en efecto fuera del edificio del hospital Calderón Guardia. La voz de robot que mandó allá al paciente Miguel Ángel no consideró que cada paso es un malabar para este hombre trípode que camina balanceando su cuerpo robusto a un lado y a otro, a un lado y a otro, casi jalando sus dos piernas gruesas apalancado por el bordón. Va como remando lento.

Tiene dolor, claro, pero eso no lo vemos quienes estamos este viernes 21 de diciembre a las 8:30 a.m. en los pasillos de “Ortopedia-del-Calderón”; porque fue constructor en las bananeras, un niño trabajador de finca en la espesura caribeña, un rudo jugador de fútbol “de aquellas épocas” y árbitro que se daba a respetar cuando solo se respetaba la fuerza física o de carácter.

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A veces uno como que pierde la paciencia y quiere putear a media humanidad, pero nada gana con eso.
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Darle la mano a este hombre es como saludar a una tuca, pero ante el sistema de salud es un paciente indefenso, extraviado, dependiente de lo que pueda escuchar a través de una ventanilla o lo que pueda decir su tarjeta de citas. Y lo que dice es que venga el 5 junio para que un médico, el doctor Carvajal, le vuelva a ver la rodilla y le diga qué.

Y que vaya al “ce erre pe” a dar el papel, claro. Lo veo agradecer a la mujer que le habla desde la ventanilla, dar dos pasos al costado y mirar hacia un pasillo y otro. Se le ve perdido y entiendo que ese hombre representa bien lo que dice la Sala Constitucional cuando se refiere a los tiempos de espera por procedimientos médicos en nuestro sistema público: “la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) realiza una violación sistemática del derecho a la salud en perjuicio de la población costarricense”.

Duele escribirlo así por tratarse de un sistema que con todo y todo recibe las envidias desde muchos otros países. Cobertura universal, sistema solidario, equipos valiosísimos y profesionales muy competentes, pero nada de eso puede convencer al paciente Miguel Ángel de que las cosas están funcionando. Es como si le dijeran que mire, que sus rodillas funcionan bien. Y pues no.

Hay otras personas con menos acceso a la salud, claro. Están muchos indígenas de zonas aisladas, inmigrantes sin papeles, indigentes, niños o ancianos que viven en la miseria, pero el caso de Miguel Ángel (como el de tantos otros asegurados) cuesta más entenderlo.

Él está dentro del sistema, lo abonó toda su vida laboral e incluso cree en ese sistema que no supo arreglarse el par de rodillas y lo tiene hoy desempleado. Los ingresos se su casa, dice, se redujeron a la décima parte; ha habido meses en que no tiene para la electricidad, pero tiene la fortuna de que su otro hijo es profesional (¡salud ocupacional!) y prácticamente les compra los alimentos a los cuatro de la casa.

Este viernes amaneció en la casa de su hijo en San Pedro, por fortuna. Sino, tendría que haber dormido en un poyo, dice Miguel Ángel, que llegó al Calderón Guardia después de sentirse engañado por años por un médico de apellido Iturriaga en el hospital de Limón.

Cuando amenazó con presentar un recurso de amparo, en 2016, el director de ese centro médico le hizo una referencia para que en San José le solucionaran el problema, pero nunca imaginó que “Ortopedia-del-Calderón” fuera ese lugar donde más bien algunas enfermeras recomendaran a los enfermos de rodilla presentar un recurso de amparo para saltarse la fila.

“Salacuartazos contra la CCSS”, en la jerga de calle. Esos que ahora representan un tercio del total de recursos de amparo que recibe la Sala Constitucional. Es el motivo de reclamo por violación a derechos constitucionales, según datos oficiales. En el 2012 fueron 1.745 casos ingresados, equivalentes al 10% del total de ese año en amparos en la Sala; en el 2013, el 12%, en el 2015, el 20%; en el 2017 los 5.682 casos representaron un 28,4% y en 2018 fueron un tercio, con 6.932 expedientes.

“La Sala Constitucional debe ordenar a la Caja Costarricense de Seguro Social ejercer las competencias que le han sido encomendadas por la propia Constitución, como administrador de los servicios de salud de Costa Rica, y se le debe dar un plazo razonable para que establezca un plan remedial que evite que los ciudadanos se tengan que apersonar a la Sala Constitucional para poder ver satisfecho su derecho a la salud”, dicen de manera reiterada los magistrados Marta Esquivel y Paul Rueda en los recursos que suelen dar razón al paciente.

La CCSS dice que el promedio de espera en cirugía mayor es de 363 días, el de ambulatoria es de 326 días, el de consulta especializada, 112 días y el de procedimientos, 321 días.

Miguel Ángel dice que lleva tres años yendo y viniendo, pero que no ha querido presentar un amparo porque no quiere pelear y pensaba que ya casito lo operaban. Un médico le dijo que era urgente, pero en este lugar hay otros casos más urgentes. Tenía cita de seguimiento para el 25 de abril de 2018, pero ese día el hospital entró en huelga y se la pasaron para hoy, 21 de diciembre. Hoy lo vieron y le dijeron que vuelva en junio, para ver cómo evolucionan las rodillas.

“¿Qué van a evolucionar nada? ¿Evolucionar de qué si ahora ni siquiera me dan fecha de cirugía. Cosas de esta vida”, dice sin llegar a indignarse, mirando hacia un pasillo y otro, viendo pasar enfermeros corriendo en sandalias crocs o tennis de maratonista, médicos en corbata sin hablar demasiado con pacientes que sienten que su caso es único, y asegurados que comparten sus lamentos, porque mal de muchos quizás no consuela, pero alivia. O no alivia. No se sabe.

Ver lo que le pasa a otros acaba de desinflar la esperanza. Miguel Ángel vio a través de la ventanilla que una doctora llegó a la oficina, tomó una pila de expedientes, sacó uno de ellos y metió el caso de un niño accidentado que debía entrar ya mismo, hoy, inmediatamente al quirófano para operarle una pierna. Claro, lógico, una urgencia es una urgencia, pero esto significa que acaban de suspender la cita de operación de otro asegurado que con seguridad lleva esperando meses o años.

“Cosas de la vida”, insiste en pronunciar Miguel Ángel cuando acaba de contarme lo que vio a través de la ventana. Yo también le traigo noticias desde el “ce erre pe”, a donde fui a llevarle los papeles para evitarle que él diera los 850 pasos, quizás mil, que le indicó la secretaria o el sistema.

-¿Qué le dijeron?
-Diay no, don Miguel Ángel, la cosa no pinta bien. Yo dejé sus papeles y me dicen que luego lo llaman, no están dando fechas.
-¿Cómo? ¿A nadie?
-Parece que no. En la pared tienen pegado un rótulo. Dice que a nadie. Que los van llamando.
-O sea, que no hay nada seguro.
-Qué hijuemialma.

Le enseño la foto que le tomé al rótulo. En realidad es una carta firmada por el jefe de Ortopedia, el doctor Mario Solano Salas, y dice así: “Señor usuario: el servicio de Ortopedia no asigna fecha de cirugía (en rojo y en mayúscula). Estas se programan con criterio de oportunidad de acuerdo a fecha de ingreso de la lista de espera, criterios de priorización y capacidad resolutiva. Cuando le corresponda su turno será llamado para tal fin. Favor verificar en el CRP que sus números telefónicos sean los correctos”.

Miguel Ángel lo lee, se acomoda los anteojos, vuelve a apretar los labios y vuelve a lanzar su insulto de fuego contra el sistema: “¡qué hijuepúchica!”. Se levanta con dificultad de la banca y se queja de dolor mientras masculla una frase, dicha aquí, tiene un significado más triste: “ya no valgo nada”. Empieza a caminar buscando la salida. Mejor regresar rápido a casa, tomar pronto el bus como si no hubiera venido. En minutos irá balanceándose solo por el parqueo de la terminal de buses Caribeños remando con el bordón y sosteniendo la mochila que parece se le cae con cada paso. Va deseando salir de San José.

***

La casa de Miguel Ángel en Batán es amplia y con algunas señales de abandono. Tiene partes sin cielorraso y deja ver los intestinos eléctricos. El patio es una bodega abierta de chunches que llevan mucho tiempo sin usarse porque quizás algún día se necesiten para volver a construir. Puede que a Miguel Ángel le sirvan mañana para fabricar un rótulo o reparar la carreta a pedal que usa para vender “carnitas”.

No viven mal, relativamente. Cría a veces un par de cerdos, una decena de pollos y tiene el pasatiempo de los gallos finos que le recuerdan cuando andaba apostando en las peleas, décadas atrás, cuando todo iba bien, cuando estaba sano y no paraba de trabajar. Lo va contando mientras se balancea en chancletas sobre el pasto crecido y en medio de latas, escombros y restos de materiales. En pantaloneta se le ven las piernas fuertes y morenas, con rodillas como cualesquiera otras, salvo por el dolor y la rigidez.

Al sentarse en una mesa en el corredor, con un café negro y un tamal que quedó de la Navidad, resume su vida desde que trabajaba en la finca de su papá en Las Vegas de Reventazón, al lado del río Parismina. Los cursos de construcción, las odiseas para construir plantas empacadoras en las bananeras, el accidente con lesión en la columna, una oportuna operación de columna en hospital privado gracias al seguro del INS, el mismo día en que su hijo se licenciaba.

Además, repasa la historia de frustración con las rodillas que se atrofiaron progresivamente desde el 2000 y que lo hicieron dejar de trabajar en 2013. El descalabro de la economía familiar y las historias paralelas. La esposa, Lilly, también tiene historias en la CCSS y hasta ha hecho amigas en las filas y las esperas. Ella dice cosas como “tengo una compañera del Poder Judicial que…” refiriéndose a otra paciente con la que coincide a menudo. La desgracia une. También recuerda que sus dos papás murieron esperando unos procedimientos en el Seguro; y calla.

El presidente de la CCSS, Román Macaya, reconoce que el desafío está pendiente. Las famosas “listas de espera” son un problema de muchos años, una tarea poseída por el síndrome del “puente la platina”, pero mucho más larga, compleja y perjudicial. Son miles de personas a quienes se les va la vida esperando una operación, una cita, unas placas, una consulta, una fecha para algo. ¿Cuántas? No se sabe bien; los registros pueden tener imprecisiones.

En cada campaña electoral hablamos de las “listas de espera”; cada nuevo gobierno dice tener un plan para reducirlas; cada fin de gobierno evita publicitar mucho sus avances porque reducir esas filas ha sido imposible. Han optado por cambiarle el nombre y llamarle “tiempos de espera”, con el razonamiento de que el problema no es el tamaño de la población en espera, sino el plazo que tardan en atenderla. Claro, esta tardanza depende en buena medida de cuántos haya adelante. Y cuántos haya adelante depende de cuánto tarden en atenderlos. Y en “Ortopedia-del-Calderón” cada vez hay más gente, dice Macaya.

Alega que hay más motos, más accidentes de tránsito, más huesos y articulaciones rotas, más emergencias que desplazan a otros justo el día de la cita programada, como pudo ver Miguel Ángel a través de la ventanilla, cuando una doctora llegó con cara de mucha preocupación a “colar” a un niño y sacar a uno de los que estaba para entrar en esa jornada.

Macaya no promete magias. Apuesta al expediente digital para ordenar los números y poder llevar las cirugías de un hospital a otro donde haya más profesionales, equipo, camas o tiempo. Porque además cada lista de espera es distinta según qué servicio médico y qué hospital. Sí admite que “Ortopedia-del-Calderón” es un caso especial.

Por algo la misma enfermera Julia recomienda a la gente presentar un recurso de amparo ante la Sala Constitucional, para que obligue a la CCSS a programar el procedimiento pronto. Seis meses, digamos, como “plazo razonable”.

El paciente Miguel Ángel regresó el 21 de diciembre a su casa en Batán, decepcionado por la falta de respuesta de la Caja. (Foto: Álvaro Murillo).

Eso de “plazos razonables” se le hace demasiado relativo a Miguel Ángel, allá sentado en el corredor de su casa, su agradable sala de espera, en pantalón corto y sandalias. Los días se le pueden hacer largos sin poder trabajar y los plazos para esperar una cita también se le hacen exagerados. Anhela que lo llamen de repente para una cita espontánea o un espacio en el quirófano, pero sabe que eso no va a ocurrir pronto. A ese hombre robusto no se le doblan las rodillas, pero sí la esperanza. Y no es tristeza tampoco, es como exceso de realismo porque sabe que su caso es solo uno más.

“A veces uno como que pierde la paciencia y quiere putear a media humanidad, pero nada gano con eso”, dice como explicación de sí mismo. Agradece que al menos puede caminar así, como volcando el cuerpo, y que puede pedalear para llevar la carreta de las carnitas al centro de Bataan en las quincenas que coinciden con el pago a los trabajadores de las bananeras. Ni permiso de Salud ni nada, pero de algo tiene que vivir mientras no vuelva a su trabajo como maestro de obras.

El aire tibio de Batán y su familia son como una inyección de analgésicos contra el dolor crónico. Se divierte recordando cosas del fútbol y de las peleas de gallos, haciendo trabajillos de “McGiver” o jugando con el nieto, Mathew, que ya va aprendiendo del abuelo. Se puede ver entonces al niño sonriente ir en sandalias detrás de su abuelo imitándole la forma de andar, con las dos piernitas rígidas y acomodando el cuerpo para poder avanzar. Es su propio juego, la forma entretenida del paciente Miguel Ángel de esperar el llamado, algún día.

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