País

Crónica del traspaso de poderes: del 48 al 48

Plaza de la Democracia alojó escenas simbólicas e imprevistas en la primera y apresurada investidura de un mandatario ajeno a partidos del siglo XX

Eran las 8:30 a.m. y el presidente de la República número 48, Carlos Alvarado Quesada, aún venía en un bus que se mueve con tecnología de hidrógeno hacia esta Plaza de la Democracia y la Abolición del Ejército. Lo esperaba con paciencia de estatua ese hombre de bronce, don Pepe, aquel que se alzó en armas en 1948 y comenzó una era política que se prolongaría quizás hasta este mismo lunes, en el último día del gobierno de Luis Guillermo Solís.

Solís, formado en las filas del Partido Liberación Nacional (PLN), que fundó Figueres y que lo llevó a presidir tres veces Costa Rica, ya había llegado y se aprestaba a zafarse por última vez la banda presidencial para cederle la silla a Alvarado.

Ana Helena Chacón desfiló con sus hijas Carolina y Marisa para despedirse de su puesto de Vicepresidenta de la República. Fue una de las más aplaudidas.

Alrededor de don Pepe y frente a la tarima de la sesión “solemne”, cientos de invitados ocupaban su sitio bajo un sol picante que hacía sudar a los hombres de saco y a las mujeres peinadas con fijador. Otros, mezclados, vestían short y manga corta; hacían del traspaso de poderes una sesión de bronceado, casi un acto de esparcimiento, restándole gravedad a una transición política que parece ir más allá de un gobierno a otro.

Casi comenzaba el “gobierno del bicentenario”, la frase que Alvarado ha convertido en muletilla desde aquella lejana campaña electoral del 2018 que tan en riesgo puso a la esencia nacional, la identidad, los valores y otros misterios, incluidos los del rosario.

Los invitados oficiales estaban ya en la tarima principal (ubicada en el lado oeste donde hace solo unos meses había comerciantes de artesanía). Eran visitantes extranjeros que se extrañaban de ver una toma de posesión tan abierta y sencilla, embajadores que disfrutan estas jornadas porque ya saben que son folclóricas y diputados tan sonrientes que no parecían opositores.

Había llegado también Carolina Hidalgo, la presidenta del Congreso, que quiso transportarse en bicicleta como muchos otros días, pero consciente de que aportaba así su símbolo “progre” para este acto lleno de prefijos modernos: “eco”, “inclu” y “multi”. Un acto acorde a “los nuevos tiempos” que iba a reivindicar el nuevo presidente en su discurso.

En la tarima al este, a espaldas de don Pepe y junto al antiguo cuartel Bellavista, donde simbolizó a mazazos la abolición del Ejército, estaban los invitados especiales no oficiales. Era el sector “sombra”, detrás de la tarima donde los periodistas esperaban la llegada de su colega, muy cerca de la “gradería de sol”, sin alusiones necesarias a aquella frase que decía don Beto Cañas, el figuerista, cuando hablaba de la política.

La identificación costarricense era evidente: camisetas de la “Sele”, chonetes, pañuelos tricolores, gorras con el lema #YoSoyTico y, por si alguien dudaba, un hombre con una imagen de La negrita estampada en su camiseta blanca.

Se llama Ernesto Guadamuz, salió de su casa a las 5 a.m. y vino en bus (de diésel) desde Pocora, distrito del cantón Guácimo (Limón). Ese fue el distrito donde Fabricio Alvarado arrasó en la primea ronda electoral, pero ahora estaba representado aquí con uno de sus vecinos devotos de la Virgen de los Ángeles.

“Hoy estamos aquí por muchas razones, pero una de esas es esta: La Negrita. Más allá de las posiciones de la Conferencia Episcopal, la gente defendió algo que es muy tico y muy espiritual a la vez. Por eso la traigo hoy y la voy a llevar el 2 de Agosto a la romería a Cartago”, para pagar la promesa que le hice el 1º de abril”, contaba este programador de computadoras de 57 años. A su alrededor, alguna bandera multicolor del orgullo LGBTI.

Aquí tampoco había micrófono para obispos católicos ni sacerdotes de ningún tipo. Igual que en la investidura de Luis Guillermo Solís, el programa dejaba por fuera el tedeum en que un prelado oraba por el nuevo Gobierno y agradecía a Dios. Carlos incluso llevaría el modo laico más allá, pues en su discurso no mencionaría a ningún dios, pero aún faltaba un rato para eso.

Faltaba que entrara el presidente saliente Solís con su esposa Mercedes Peñas, ovacionados ambos, sonriente ella y conmovido él, al borde de la lágrima y con reverencias como de músico al final de su concierto. Las encuestas dicen otra cosa, pero quienes llegaron a la Plaza de la Democracia parecían tener una opinión inmejorable del historiador que cuatro años atrás quebraba el poder bipartidista y que adornaría su despacho con un retrato de don Pepe.

Migel Ángel Rodríguez (que gobernó entre 1998 y 2002) fue el único expresidente de la República que asistió al la investidura de Carlos Alvarado.

Y faltaba, claro, que llegara el nuevo mandatario con su hijo, Gabriel, en brazos y entrara con su esposa Claudia, vestida de blanco. El nuevo presidente saludaba con la mano izquierda y dejaba ver las iniciales bordadas en el borde de la manga, por debajo del traje de lana italiana “made in Costa Rica”. Dichoso que estaría a la sombra.

El presidente 48.º entró entre gritos de la gente y alguien se sintió en confianza: “¡buena esa, Charlie, con todo!”. Era el rock star del acto no solemne, pero no el único. Antes la gradería había aplaudido con entusiasmo mayor a Carolina Hidalgo, a la fracción del PUSC (¿qué diría Figueres?) y al unitario de Frente Amplio José María Villalta.

También salió premiada la ministra de la Mujer, Patricia Mora, y el de Educación, Édgar Mora; además del ministro de la Presidencia, Rodolfo Piza, el excandidato del PUSC que exactamente hacía dos meses estaba firmando una alianza con Carlos Alvarado. (“Sin él hubiera sido más difícil esto”, diría después una muchacha de 24 años con sombrerito PAC).

Hubo hasta aplausos para la fracción de Restauración Nacional (PRN), pero apenas los necesarios. “¡Seas bárbaro!”, exclamaba un señor mayor. “Diay, mae, ni modo”, se justificaba para sí misma otra joven. Después se vería cómo el jefe de fracción, el pastor evangélico Carlos Avendaño, daría un abrazo de medio segundo a la feminista Patricia Mora.

Más rápido fue el saludo de Epsy Campbell, vicepresidenta y canciller, a los siete jefes de las fracciones legislativas (todos varones). Tan rápido que no se vio. La nueva jefa de la diplomacia de Costa Rica dejó en “visto” a los voceros legislativos formados en hilera sobre la rampa y caminó sin volverlos a ver, acompañada de su esposo, Bernie Venegas, y una de las hijas, Tanisha.

Detrás de Campbell, el vicepresidente Marvin Rodríguez también pasó directo. Pequeños gazapos de tarima VIP.

Todo ocurría más bien rápido. La organizadores temían que el sol resultara demasiado pesado o que pronto cayera un diluvio, como en 2014, en 2010 o en 2006… La prisa era tal que el programa se adelantó.

A las 9:57 a.m., veinte minutos antes de lo programado, Carlos Andrés Alvarado Quesada juraba como manda la Constitución Política, besaría el escudo de su banda presidencial y haría algún esfuerzo facial por no dejar que se saliera una lágrima. Haría unos gestos acotados con las manos, tocándose el pecho y abriendo las manos en señal de agradecimiento y entrega, pero con menos contundencia que su antecesor en el 2014.

Vendría media hora de discurso presidencial. Una colección de hitos históricos, una lista de proyectos de gobierno, una alarma fiscal y un llamado a los valores políticos de antaño para responder a las demandas modernas. El final era una promesa y una arenga casi de campaña. “Prometo lo que he prometido siempre, con inteligencia, con equilibrio y con fuerza: trabajar, trabajar y trabajar. ¡Que viva Costa Rica, que viva Costa Rica y que viva mil veces Costa Rica!”, decía gritando. Aplausos pues.

Así acababa el mensaje presidencial, un juego de tiempos verbales entre pasado, presente y futuro en boca del presidente más joven en un siglo, que creció entre lo análogo y lo digital y que no mencionó “tercera República”, pero sí “Cuarta Revolución Industrial”.

Epsy Campbell debutó como Vicepresidenta y ministra de Relaciones Exteriores. Desfiló junto a su hija Tanisha y su marido Berny Venegas. Sin embargo olvidó saludar a los diputados, como ordenaba el protocolo

Juramentaría después a su equipo de Gobierno, entre quienes estará una nieta del hombre de bronce verduzco. Se despedía el nuevo presidente por quien votaron, entusiastas o angustiados, 1,3 millones de costarricenses. Comienza el juego de expectativas y premuras, y equilibrios y decisiones, frente a una ciudadanía que quizá ya no tenga tanta paciencia y no se satisfará con símbolos o señales modernas.

“No hay tiempo que perder”, había dicho en el discurso el representante de una generación nueva y heredero de una familia que dejaba de ser liberacionista para cuando él se estrenaba como votante, en 1998, la última elección antes de las segundas rondas.

20 años más tarde, Alvarado debuta en su primer cargo de elección popular. Nada menos que la Presidencia de la República. Dos muchachos vestidos de pantalón negro y camisa blanca salían de la mano, junto a unos estudiantes canadienses, no podían creer que todo estuviera tan tranquilo.

Sin quererlo y sin que nadie les impidiera acabaron metidos en un traspaso de poderes del “país más democrático que hay”, decían aún emocionados por haber saludado en francés al nuevo mandatario. Su profesor les explicaba que ese hombre de bronce inmóvil sobre el pedestal de cemento fue quien abolió el Ejército después de una guerra en 1948, que marcó la vida política hasta hoy, y quizás más allá.

Eran las 11 a.m. pasadas y la gente se retiraba, como si nada hubiera pasado. “Ahora deseamos todos trabajar tranquilos. Necesitamos cordura, olvido y perdón, recíprocamente, paz y unión, dentro de la democrática diversidad de pareceres”, decía el presidente saliente –don Pepe– el 8 de mayo de 1958.

Suscríbase al boletín

Ir al contenido