Al borde de la trocha fronteriza, casi a la orilla del Río San Juan, existe un pueblo esparcido entre kilómetros de pastizales y plantaciones de banano, piña y otros monocultivos. El paisaje es completamente verde, sólo interrumpido por pequeños destellos celestes de las bolsas que cubren los racimos de banano.
Un angosto pero kilométrico camino de lastre recorre valiente una planicie que da la sensación de ser infinita. Al final, un pueblo en donde no hay plaza, ni iglesia, ni cancha de fútbol o Ebais. Solo un manojo de casas que aparecen tímidas en el paisaje, casi desarticuladas una de otra. Esto es Cureña de Sarapiquí.
A solo 123 kilómetros de allí, se ubica San Rafael de Escazú, allí sí hay plaza, con una blanca y bien cuidada iglesia al sur que la corona, un centro comercial de tipo colonial a su izquierda, más comercios a la derecha y la escuela Yanuario Quesada al frente de una ruta que lleva el nombre del expresidente estadounidense John F. Kennedy.
Cientos de vehículos transitan por ahí a diario, donde se conectan sofisticados locales comerciales con lujosos condominios y grandes casas, en las que sin duda vive parte de la gente más adinerada y uno que otro embajador acreditado en el país.
Cureña es el segundo distrito menos desarrollado de Costa Rica, mientras que San Rafael se ubica en primer lugar, según el Índice de Desarrollo Social 2017 del Ministerio de Planificación (Mideplan).
Las diferencias en el modo de vida de sus pobladores saltan a la vista sin mayor dificultad, y la desigualdad que describen los índices, también. Son parte del mismo país: Costa Rica, pero unos viven en condiciones similares a las de África y los otros a los de Europa.
En 1994, Costa Rica era el país menos desigual de Latinoamérica, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Pero para el 2016, la desigualdad había regresado a ser casi la misma que en 1980.
Es decir, tenemos los mismos índices que hace casi cuatro décadas y somos la única nación de América Latina en la que la desigualdad va en aumento.
Hoy, el coeficiente de Gini –un indicador que mide la desigualdad interna de los países– es de 0,49, bastante mayor al promedio de los países desarrollados de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que se encuentra en 0,32.
Esta escala se mide del 0 al 1, donde 0 es un país en el que todas las familias reciben el mismo ingreso y 1 un país donde una sola familia recibe la totalidad del ingreso de la nación.
Así, mientras Kenya Kirchman, residente de Cureña, debe viajar más de 30 kilómetros por camino de lastre –o esperar por uno de los tres buses semanales– para llegar a un supermercado local; Mauricio Miranda, residente de San Rafael de Escazú tiene disponibles ocho supermercados en dos kilómetros a la redonda de su casa.
En Cureña tampoco hay agua potable. No hay acueducto público y en la refrigeradora de una de las pocas pulperías de la zona quedaba solo una botella de agua de medio litro. La próxima llegaría hasta 15 días después en el camión de Coca Cola.
El Río Sarapiquí, sigiloso, nos acompaña a un lado del trillo que lleva a la casa de la familia León, una pequeña construcción cobijada por un techo rojo que apenas sobresale en una leve colina en medio de la planicie.
Obligados a salir de San Carlos hace 40 años por no tener suficiente dinero, Los Ángeles del Río de Cureña terminó siendo el lugar donde William León y Olga Villalobos formaron un hogar, que además sería su forma de subsistencia.
Con nueve vacas pagadas a medias, que ingresaron primero por Puerto Viejo de Sarapiquí y después en lancha, se sumaron a la principal forma de producción de la zona: la agricultura y la ganadería.
“Quise hacerme de un camión, pero no pude. En un momento vine a conocer Sarapiquí y vine a parar aquí mismo. Era una finca invadida, al final pagué un monto que ahora parece una ridiculez. En ese momento la plata valía”, relató don William.
Cureña es un pueblo de poco más de 1.000 habitantes, allí solo viven cuatro profesionales graduados de la universidad. Una de ellas es su hija, María, quien se preparó como asistente de veterinaria para colaborar en la finca familiar.
De niña, tuvo que mudarse con una tía que vivía en San Carlos, porque solo así podía acceder a la educación. En Cureña no había, para entonces, educación preescolar, escuelas o colegios; estos centros llegaron hace solo ocho años.
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