El Gobierno envió la semana pasada el presupuesto más austero desde 2006 a la Asamblea Legislativa; sin embargo, el monto creció un 17,5%. El motivo: una deuda que no deja de inflarse por un Estado que ya no encuentra cómo financiarse.
“No hemos encontrado los recursos frescos para financiar todos esos derechos y beneficios que, con muchísimo tino, se le han otorgado a la población durante estos últimos años. Así que, por más esfuerzos que se hagan para la contención del gasto, arrastramos un importante nivel de deuda que hace que todos esos esfuerzos cueste observarlos”, resumió la ministra Aguilar el viernes anterior, cuando intentó explicarle a la prensa y los diputados de qué tamaño es la asfixia.
Específicamente, el proyecto de Ley General del Presupuesto de la República para el año 2019 estima partidas por más de ¢10,9 billones, un monto muy alto y que creció como no lo hacía desde el 2015 (contemplando la inflación) y 2008 (sin ella) a pesar de que los presupuestos institucionales se mantuvieron casi intactos.
En total (contando el pago de la deuda), el presupuesto creció en un 17,54%; sin embargo, sin el pago de intereses y amortizaciones apenas lo habría hecho un 1%.
De hecho, un 41,6% de la propuesta de presupuesto se destina al pago de la deuda y, aún peor, más de la mitad del dinero con el que se financia (53,5%) proviene del mismo endeudamiento.
Es, aplicando una metáfora, como si el Estado viviera en el círculo vicioso de un hogar que paga sus tarjetas de crédito con otras tarjetas de crédito. La ministra Aguilar lo expuso con una doble preocupación, pues se agrava con el decrecimiento de los ingresos tributarios que vive el país, que son el grueso de todos los ingresos.
En otras palabras, el país se endeuda cada día más para sostener las condiciones actuales de su Estado, un objetivo para el que cada día existe una base más chica de recursos, que provoca los altos déficits de los últimos años.
La deuda, como un “fantasma”, no es especialmente visible para la población, pues solo sirve para mantener la estabilidad de las condiciones actuales del Estado; sin embargo, esa estabilidad no es inagotable. Conforme se acumula el endeudamiento cuesta más conseguir nuevos financiamientos a tasas y plazos favorables, pues las calificaciones de riesgo decaen.
Prueba de ello es el aumento en el endeudamiento a corto plazo, que cuadruplicó las expectativas a finales de 2017 y repercutió en la reciente solicitud de un presupuesto extraordinario de ¢600.045 millones para amortizar los vencimientos.
La deuda en sí misma no es una solución, pues —como sucede en los hogares— solo es un mecanismo para suplir carencias estructurales.
Para atenuar esas carencias, Hacienda continúa impulsando el Proyecto de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas (expediente 20.580) en la Asamblea Legislativa, cuya recaudación estimada sería de un 1,4% del Producto Interno Bruto (PIB) a través de la instauración de un Impuesto al Valor Agregado (IVA), una reforma parcial al Impuesto sobre la Renta, una regla fiscal y algunas limitaciones en materia de empleo público.
Más adelante, el Ejecutivo ya anunció que presentará reformas estructurales en materia de empleo público y de organización institucional, con las que buscaría poner orden a la inversión del Estado, que crece a ritmos mucho más acelerados que el de sus ingresos.
Por el momento, el presupuesto deja ver la realidad de un país que no cuenta con los recursos para financiarse y cuya deuda crece, crece y no deja de crecer.
Cómo se reparte
El pago de los intereses y la amortización de la deuda (41,6%), la educación (24,2%) y las pensiones y los programos sociales (14,8%) consumen poco más de un 80% de los recursos presupuestarios.
Cómo se financia
En cuanto a su financiamiento, el presupuesto contempla una base de endeudamiento (53,5%), complementada con los ingresos tributarios (43,3%) y los ingresos corrientes por los servicios que presta el Estado (3,2%).
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