Señala una conocida canción de Rubén Blades que “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”. Hasta la muerte te puede dar, de sopetón. Es lo que en escenarios diferentes y a pocos años, les dio a Alfonso, primero (aunque más joven que el hermano) y recién, ahora a inicios del 2017, a Leonardo. Los dos, prominentes científicos, con gran labor investigativa, ambos con gran veneración por sus preclaros antecedentes, pero me temo, pronto olvidados en esa misma línea “Jiménez” que tanto me ha interesado, de nexo con Bélgica.
De Alfonso, fallecido en el 2010, me queda la clara imagen del científico a todo dar. Solo guardo de él su Diccionario didáctico de ecología, editado por la Editorial de la Universidad de Costa Rica, junto con Franklin Quevedo (a quien va una llamada, para que se comunique…). ¡Alfonso!… estimado por toda la colonia chilena (de la que yo, believe it or not, casualmente formaba parte). Bastante tenía de bohemio, de bon vivant que finalmente lo llevaría a la muerte, por exceso, seamos francos. Siempre se manifestó con toda química, vale la pena subrayarlo, siendo esta también su profesión.
A mí, por andar por los trillos enrevesados de arte y letras, me interesó justamente que ese emérito, a mucha honra, también destacara por lo cultural, la ecología humana del bien comprar en la feria, del buen comer, del vivir integralmente. Y voy a esa dimensión que me sigue haciendo falta, en él, tarde ahora, porque me dejó hilos sueltos: de joven también estudió música: lecciones de piano con su abuela Rosita Jiménez Núñez y su primo Benjamín Gutiérrez Sáenz, el compositor y músico de nuestro tiempo que, me temo, igual ya se está despidiendo de la vida, porque no me contesta correos, sobre lo mismo que me persigue: la relación de esa familia, en las venas, por su bisabuelo Pilar Jiménez, cuya escuela figura todavía en Guadalupe, pero cuya memoria se ha descuidado.
Pero curioso, siendo microbiólogo, muy destacado en lo nacional y lo internacional, su hermano Leonardo, que acaba de emprender el viaje sin equipaje, me conversaba a ratos y bites electrónicos del mismo entronque: en especial de Enrique Jiménez Núñez, el abuelo, estudioso de música en el Conservatorio de Bruselas y, por exigencia económica, también egresado de la escuela agrícola de Gembloux, en Bélgica. Me contó don Leonardo que guardaba el diploma de aquel patriarca tan valioso para la historia patria, y de su correspondencia desde tierras mías, hacia Costa Rica. ¡Señores herederos, no boten eso en la carrera y por descuido o ignorancia, por favor! Cabe rescatar eso, apreciados familiares de Alfonso y Leonardo, quienes ya salieron se supone “a mejor vida”
Por eso me invade cierta rabia humanista: una semana antes de partir, Leonardo y yo quedamos en reunirnos, para poner manos a la obra, respecto de esa labor de rescate, Océano de por medio. Favor comunicarse, antes de que la muerte nos separe a todos.