Ana es una mujer de 47 años que alquila un cuarto en una pensión cercana al Museo de los Niños en San José; tiene una condición de salud bastante delicada, su citología salió alterada, le comunicaron que tiene una displasia severa, todo esto unido a que desde hace 10 años tiene lupus. Ana también se enfrenta a su condición de alcohólica, ella no para de beber, ha estado internada en varios centros de rehabilitación, ha asistido a terapia psicológica, su familia la ha apoyado pero ella sigue bebiendo. Según dice, tiene un dolor tan grande por dentro que no ha podido sanar: ella fue abusada sexualmente por tíos maternos, al igual que sus otras hermanas cuando eran niñas. A pesar de que esto ocurrió hace más de 40 años, Ana sigue sintiéndose “sucia y culpable”, siempre supo que las mujeres mayores de su familia sabían lo que pasaba y no hicieron nada. Ana y sus hermanas solo desean que ninguna otra mujer viva lo que ellas vivieron.
Laura, es una joven de 20 años, madre de una niña de 6. A los 13 años, cuando estaba en sétimo año de secundaria, empezó a sentirse extraña, no comprendía muy bien lo que le sucedía hasta que su madre notó que el vientre le estaba creciendo. Estaba embarazada. Su madre no podía entender cómo pudo suceder porque Laura era una joven que “casi no salía de su casa”. Cuando Laura tenía 6 meses de embarazo, trató de suicidarse en el baño del colegio al que asistía; ese día le confesó al director de la institución, que su padre biológico la violaba desde que ella era solo una niña. Las autoridades del colegio llamaron a la madre y le manifestaron su total apoyo para denunciar, la madre tomó a la joven y huyó. Actualmente Laura vive con su madre, su padre y su hija que a la vez es hija-nieta de su padre. Económicamente viven bien, pero Laura tiene problemas con el alcohol y otras drogas; y a pesar de su juventud, ha tenido serios problemas ginecológicos.
Aunque actualmente se puede hablar de violencia sexual de forma más abierta que tiempo atrás, no podría afirmar que la situación haya dejado de ser una epidemia que está afectando de forma significativa la vida de las mujeres. Familiares, amigas, compañeras, vecinas, casi todas, narran experiencias de abuso sexual, violación, hostigamiento, acoso callejero, de ellas mismas, de sus hermanas, primas, tías, abuelas, amigas, compañeras de estudio o trabajo.
La Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, en su artículo 1, establece que cualquier acto que cause muerte o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, es un acto de violencia, pero, ¿quién puede tener una vida digna libre de violencia cuando ha tenido que callar, que esconder este tipo de violencia sexual? El silencio y la impunidad están dejando una huella profunda sobre la salud física y emocional de las mujeres; es necesario hablar, denunciar, exigir una legislación respetuosa de nosotras y de nuestros sentires.
La violencia sexual contra las mujeres debería declararse un asunto trascendental del que se debe hablar en centros educativos, discutir en grupos comunales, realizar campañas en los medios de comunicación, no podemos seguir viviendo en una sociedad que por un lado, se dice llamar respetuosa de los derechos humanos de las mujeres y, por otro lado, calla ante la violación de mujeres por sus parejas, el abuso sexual de niñas, de jóvenes, de mujeres adultas mayores, de mujeres con capacidades diferentes, ante el hostigamiento sexual, el acoso callejero. ¡Qué hipocresía sería seguir guardando silencio mientras la vida de tantas mujeres es violentada a diario!