El rasgo común más profundo de todos los seres vivos, en sus distintos estadios de evolución y su exuberante diversidad en nuestro planeta es, ni más menos, que el instinto de supervivencia, asociado en la mitología griega al dios Eros, relacionado con el amor y el deseo sexual.
No obstante, cada vez que nace y se desarrolla un ser vivo, cualquiera que sea, debe confrontar dialécticamente al Ta- natos, según la mitología griega, el dios asociado a la muerte, que tarde o temprano se impondrá al individuo. De hecho, la más grande revolución de la vida en la Tierra es de muy larga data.
En tiempos remotos en los que la vida se concentraba en el océano que cubría todo nuestro planeta.
Nos referimos a la revolución de la reproducción sexual que dejó atrás millones de años de mitosis celular, mecanismo que generaba copias indefinidamente de sus predecesores, y dio paso a la extraordinaria diversidad de formas de vidas, al permitir la mezcla de los diferentes ADN de los progenitores.
Lo que se traduce en una magnífica explosión de variedad genética, engendrando seres combinados e irrepetibles. Un acicate sin precedentes para la evolución.
Ahora bien, en los seres vivos más evolucionados, incluyendo al homo sapiens sapiens, lo sexual y su indisoluble componente afectivo, para nada son un mero reflejo instintivo ni mecánico, es parte central de las relaciones sociales y los afectos que se tejen cotidianamente.
En todo caso, nos interesa señalar acá, cómo siendo tan fuerte el instinto de vida desde las amebas hasta nosotros, lo que varía sustancialmente es la estrategia de sobrevivencia.
Así pues, buena parte de los peces, batracios, reptiles, insectos y tortugas, tienen como estrategia lograr inseminar la mayor cantidad de huevos y luego desentenderse de sus crías.
Porque la gran cantidad de huevecillos y de inermes crías, asegura que un porcentaje de la multitudinaria generación sobreviva, así sea una proporción del 10% de nuevos ejemplares. Incluso las hembras progenitoras llegan a comer algunos de los huevecillos y crías neonatas.
No existe relación entre progenitores y descendientes, más que en la inseminación y el desove. Un segundo salto evolutivo es el de las especies que no concentran su instinto de vida en el individuo, sino en la progenie.
Diversos pájaros y mamíferos están dispuestos a defender con su vida a sus crías, al menos hasta que tengan las aptitudes para valerse por sí mismas.
En este caso, no interesa tanto la subsistencia del individuo, sino la transmisión de sus genes a las subsiguientes generaciones. El tercer salto evolutivo es el de la manada o parvada.
Son más inteligentes y efectivos los animales que se defienden y atacan en estrecha cooperación. Sus lazos no son estrictamente consanguíneos, sino que prefiguran las primeras formas de organización social, en el caso de los humanos, en su fase de cazadores y recolectores.
¿Cuál es el salto evolutivo que nos hace falta hoy para evitar el descalabro de nuestra especie y del ecosistema global en estos graves momentos en que el capitalismo es lo opuesto al Eros y cada vez muestra más su rostro mortuorio?
Pues bien, nuestra esperanza es que los seres humanos, no circunscriban su instinto de vida al individuo, la progenie o la manada, y menos aún al lucro privado que contra viento y marea impone un capitalismo cada vez más decadente.
Se trataría de que, como sujeto colectivo, asumamos el compromiso de garantizar la continuidad y la empatía en la especie humana; y en ese mismo marco, modificar radicalmente nuestra relación con el ecosistema, que hoy es alarmantemente destructiva.
He ahí el gran desafío del siglo XXI.