En esencia, podríamos estar ante la más burda o torpe corruptela. Ello, pese a que los acólitos insisten en que se trata de una inocentada presidencial.
No obstante, para los ciudadanos torales —y por tanto críticos—, ese presunto “fin de semana a la Garnier”, con todo y su contracara de esnobismo empresarial, compone la violencia política más descarnada y la impudicia pública más ofensiva, vistos los “tiempos de guerra” que el mismo Alvarado advirtió, apenas días antes de este exabrupto que, en paralelo, evidencia la ignorancia crónica sobre la legalidad pública, por parte de la más alta jerarquía ejecutiva.
Lo cierto es que, asomando al contexto y no solo al texto de galimatías que componen el relato oficial y su retahíla de excusas prefabricadas, se repara en un entorno presidencial perdido, chambón y, lo más grave: visiblemente cautivo. Una realidad presidencial inocultable y, ya a esta altura, por demás ominosa, que en una palabra resulta: ¡alarmante!
Cabe recordar —porque buena falta hace el ejercicio de memoria en este país estrecho— que nos enteramos de ese “recreíto presidencial”, por conducto de una ciudadanía activa que viene rompiendo el cerco mediático progobierno, convirtiendo las redes sociales, en “cortatelarañas” antiautoritarias. En eso se ha erigido la web, frente a un periodismo escaso, mayoritariamente “prebendal” o entreguista, populista o “chinamero”, e inculto y remolón. Un periodismo que ya no solo es medio “polo”, sino vergonzoso y hasta ofensivo.
Dicho esto, cabe prescribir que, bajo ningún supuesto, debería quedar impune, judicial ni políticamente, lo que se viene acusando, siempre y cuando se sustente procesalmente, en adelante, conforme a la Constitución.
Pero los judiciales, me temo, no se atreverán a condenar a un presidente —ya de por sí a esta altura, políticamente descartable—, y al mascarón de proa de los consorcios familiares más ricos de este país; dueños de tres cuartos —y un tanto más— de la riqueza nacional. Sin descontar su dominio pleno de la prensa dominante y aculturizante, que hoy pone y quita.
Siendo lo medular aquí —si evitamos resbalar por ese tobogán tramposo de las distracciones elocuentes, que ahora tratan de reducir todo aquello a una merecida y cortísima vacación familiar— la prohibición que alcanza a todo funcionario público, y con mucha más razón al “Primer Magistrado”, previniéndolo de recibir cualquier donación, emolumento, premio o regalo, más allá de su digno salario. Incluidas las entregas en especie, indiferentemente, de si se trata de bienes o servicios.
La razón de fondo que inspiró al legislador al prohibir “complementos” al salario del funcionariado, fue evitar los condicionamientos que podrían sobreentenderse cuando un servidor público acepta “cortesías” de parte de sujetos privados que, tarde o temprano, esperarán reciprocidad, siguiendo la lógica popular de que “no hay almuerzo gratis”.
Más allá de la injusticia que supone todo presunto enriquecimiento sin causa, incluido el derivado del ventajismo que ofrece el desvío de cualquier poder discrecional, lo que importa aquí es dejar algo en claro: el funcionario público se debe, en primer lugar, al interés público; en segundo término, también al interés público; y por si las dudas, en última cuenta, también al interés público. ¡Punto!
Para lo demás, está el sector privado. Y el recordatorio, por más elemental que nos parezca a nosotros, los humildes parroquianos, es muy necesario para los otros, encumbrados por el poder político, económico o ambos. Para todos aquellos que luzcan confundidos y quieran plantarse el guante, va este recuento.
Así las cosas, la chambonada de haberle aceptado —presuntamente— un suntuoso viaje en helicóptero o un hospedaje lujoso, a un millonario criollo, sea este “ministro sin cartera” —o no—, amigo coyuntural/interesado —o no—, en ningún caso se borraría con el —también supuesto— pago posterior y parcial, de los servicios efectivamente aceptados y disfrutados por funcionarios públicos. Sea el Presidente, el Ministro de Salud o cualquier otro que haya caído en “tentación”.
He aquí una pregunta clave. ¿Las cancelaciones se dieron antes o después de que tan inoportunas y ocultas vacaciones trascendieran gracias a una ciudadanía tan harta como desconfiada?
Ese “detalle” no es menor para determinar el presunto favorecimiento real o eventuales simulaciones, posibles encubrimientos u ocultamientos, que deben investigarse sin miramientos, amiguismos ni pendejadas; también de cara a aclarar si, en este país y de un tiempo para acá, la mentira consuetudinaria se viene empleando como recurso político descarnado, de quienes —irónicamente, y vale la pena recordarlo—, han venido declarándose víctimas de violencia política. ¡Vaya manera!
Si fuera tan fácil burlar los blindajes anticorrupción de nuestro Estado de Derecho, como pagar ex post lo recibido, ello sentaría un precedente nefasto para que en adelante los funcionarios encargados de proveedurías institucionales tan riesgosas como las del ICE, CCSS, AYA, Recope o MEP se la “jueguen”, aceptando pasajes, hoteles, comidas y cuanto “guiño” adicional les sea ofrecido, a sabiendas de que, si los “pescan”, bastaría con “devolver o reintegrar” el valor de esos “regalitos” desinteresados, a quienes originalmente les hicieron cualquier “cortesía”.
Y así, bajo esa tesitura, borrón, cuenta nueva y que viva el saludo a la bandera, dirán los miembros superfluos de la “Sociedad del Aplauso”, en su infinita “objetividad”, que “ellos también tienen derecho al descanso y el recreo”.
Escribo estas líneas no solo por la colección de contradicciones que trasluce la versión oficialista, y que parte de que todos somos una pila de majes desatentos, dando pie a muchas más dudas que certidumbres, sino, y sobre todo, porque los que trabajamos a inicios de siglo en la redacción del bloque normativo vigente en anticorrupción debemos evidenciar como mínimo, a esta altura de confusiones público-privadas en las más altas esferas el cúmulo de sinsentidos, verdades a medias y cinismos puros, que pueblan la mollera o cabeza de iceberg de este penoso caso de presunta corrupción, al más alto nivel público.
Por lo que, si bien es cierto, será la Sala Tercera la que decida sobre la inocencia de un presidente en ejercicio, en caso no dejen pasar el tiempo intencionalmente, para que al resolver tengan al frente, más cómodamente, a un expresidente y su exministro. Por tanto, aquí no afirmo ni sugiero por principios que mi (de)formación profesional me aconseja, debe quedar muy claro, eso sí, que los redactores de la Convención Interamericana contra la Corrupción replantearon y relanzaron figuras como el enriquecimiento ilícito, el conflicto de interés o las donaciones indebidas, en tutela de la “transparencia pública” como bien jurídico y ya no solo como activo sociopolítico legitimante de cualquier democracia que se precie de tal.
Monumental ironía, que sea en un gobierno del PAC, cuya bandera se coloreó a partir de la transparencia pública y la integridad política, que estemos no solo ante cuestionamientos tan ominosos, sino tan evitables, que atentan, justamente, contra la transparencia e integridad públicas.
Tres preguntas forzosas y de fondo, que hace mucho vengo planteando: ¿Quién carajo los asesora? ¿En manos de qué lumpen estamos? ¿Cómo llegó un país a entramparse así?
No lo afirmo desde la llanura, porque simplemente no me corresponde como ciudadano raso; pero si la Fiscalía es capaz de demostrar que el Presidente de la República aceptó semejantes “chineos”, por montos nada despreciables para la medianía aconsejada, ética y legalmente, a nuestros funcionarios públicos —y al Presidente como al que más— y encima se logra determinar el concurso de un empresario/ministro, entonces debe imponerse todo el peso de la ley, incluida la cancelación de credenciales y la inhabilitación temporal para ejercer cargos públicos.
Nada menos que la pérdida de credenciales, ha de exigir la ciudadanía activa y plantada, si ve aproximarse aquel pesado tren de la impunidad del que Bentham nos previno al decir que “aprobar una ley y no hacerla cumplir, equivale a promover lo que en un principio se pretendía prohibir”.
¿Para qué una ley anticorrupción y un código penal si a la hora de la verdad solo babas?
Me preocupa como jurista y analista político, pero sobre todo como litigante en estas materias, y aún más como ciudadano alérgico al “atolillo”, que sin la vigilancia de un pueblo organizado y valiente —dada la anomia y el desarme evidente de la oposición política en nuestro país—, se imponga en este affaire, la Omertá, y les tiemble el pulso a las instancias de control, tanto judiciales (Fiscalía y Sala Tercera) como administrativas (Contraloría, Procuraduría y Defensoría).
Si lo denunciado públicamente se confirma en las instancias competentes, con pruebas suficientes y en estricta atención del debido proceso, al que todos tenemos derecho; entonces, deberá penarse severamente esos “malos ejemplos” de los que nos previno Rousseau. Y ello sin subterfugios ni cálculos que den cabida a una impunidad peligrosa y desestabilizante, en tiempos en que la paciencia ciudadana no da más, incluso, para los parámetros ticos.