Opinión

Una desconocida

Entra al café dando bandazos a babor y estribor, como un velero bergantín que hiende los mares con lenta, rítmica y majestuosa cadencia. Toma asiento con el donaire de una emperatriz, en la mesa contigua a la mía. Estoy conmocionado. Su belleza es vertiginosa, abismal, inmensurable… un verdadero elixir de vida para mi corazón que aguarda. ¿Qué?  No lo sé. Todos aguardamos algo. Todos vivimos, como decía Unamuno, “en estado de aguarde”. En el instante en que la beldad pasa a mi lado, un zafio cualquiera le espeta una procacidad que hiere la poesía de la tarde, como un relincho formidable en medio de un adagio de Mozart.  ¡Y tener que confesarme a mí mismo, con íntima vergüenza, que aquel malandrín no ha hecho sino dar expresión a mis propios pensamientos! Claro que yo lo habría dicho de otra manera. Metáforas, adjetivos, requiebros, ¿qué más da? Tan solo una diferencia de forma, pero no de fondo. Quisiera poder mentirme a mí mismo al respecto, pero me temo que no soy ya capaz de comprar mis propias patrañas.

Sus ojos están anillados de sombra y sus pechos son tan enhiestos que pareciera que dos palomas la llevaran en vuelo por las puntas de la blusa.  Sabe que la contemplo. Sabe que la estudio. Sabe que hacia ella aparejan raudos mis deseos, flotilla de carabelas con velamen desplegado a barlovento.  Ya se alisa el cabello con un gesto de la mano tan sutil como superfluo. Ya hurga ritual e indolentemente en su cartera, en busca de algún objeto imaginario que, por supuesto, no espera encontrar. Ya mira en otra dirección, rehuyendo mi mirada, y confinándome a mí, pobre desterrado, a la mera periferia de su ámbito visual. Ahí estoy, sí, en algún rincón de su pupila inmensa y felina, como lo están la mesa o la columna más cercanas. ¡El gran dolor de no poder hacerme a la mar en aquellos ojos oceánicos y navegar sin mástiles, sin timón, sin brújula, y sobre todo, sin miedo a naufragar!

Hay altivez en sus gestos. Se sabe reina y se conduce como tal. Distante, inaccesible, inescrutable. Yo, entretanto, me desangro. Y ella lo sabe, ¡lo sabe todo! Lo habrá advertido desde el momento mismo en que sintió mis ojos sobre los suyos posados. ¿Qué habrá percibido en mi mirada? ¿Perplejidad, adoración, arrobamiento, curiosidad, lascivia? No se equivoca. ¡Todo eso y mucho más llevo en mi faltriquera! ¿Se sentirá secretamente halagada, o habrá tomado mi evidente embeleso como un acto de invasión, de impudicia? ¿Me habrá creído un depredador más, cuando en realidad no quisiera ser otra cosa que su más devoto trovador? Imposible saberlo. Todo en ella es enigma. La realeza es siempre grave, adusta. Una mujer sin misterio es como una noche sin luna y sin estrellas.

Porque considero mi sagrado deber el reconocer y celebrar la hermosura dondequiera que esta se manifieste, decido abordarla y expresarle mi admiración. Después de todo, ¿qué es lo peor que podría pasarme? ¿Qué me crea loco? ¡Vaya novedad! ¿Qué haga el ridículo? ¡Como si no tuviese cuarenta años de ejercerlo asiduamente! Empuño todo mi valor, me lleno de magnificencia y me vuelvo hacia ella…

Su galán llega en ese preciso instante a la cita. Ella le ofrece sus labios. El beso está especialmente dedicado a mí, el tenebroso atisbador, el mendigo que muere de sed al borde del oasis. Es un beso cruel, largo, malévolamente ostentoso. Prendida del brazo de su hombre, procede a abandonar el café solemnemente, no sin antes mirarme de soslayo, como asegurándose de que yo hubiera recibido mi merecido, de que el estiletazo hubiera en efecto hendido la carne de mi alma en su punto más vulnerable.

No es ya mujer. Es, antes bien, un piloto de guerra sobrevolando el área del bombardeo, para cerciorarse de que la devastación sembrada por sus misiles haya sido total. Antes de salir del café le pasa la mano por la cintura a su pimpollo y me dedica una mirada postrera, tan tenue, tan discreta, pero tan llena de significado, que un tratado de coquetería femenina podría de ella inferirse. Sobre mis labios murieron las metáforas, los cumplidos, las mil lindezas que hubiera querido ofrendarle. Murieron sin conocer la luz del día.  Mis deseos tras ella partieron en caravana. Lenta, triste caravana sin destino y sin destinataria, un melancólico convoy que se interna en el desierto, sabedor de que ahí morirá lejos de sus fuentes de aprovisionamiento: la ternura, la compañía, la caricia.  Luego fue el consabido itinerario de los corazones heridos: la rabia, el despecho, la tristeza, todo ello coronado por la más intolerable sensación de estupidez.

Estaba ya bien adentrada la noche cuando me resolví a salir del café. Una leve satisfacción despuntaba tenuemente en medio de la bruma de mi corazón.  Venía de recibir una verdadera cátedra de sicología femenina. Sin siquiera proponérselo, aquella cruel ondina me había abierto una ventana, por pequeña que fuera, hacia el alma de la mujer, y más podía yo ver en ella de lo que ella hubiera jamás podido ver en mí. Para un ávido exégeta de la mujer como yo, aquel beso revelaba mucho más de lo que ella sospechaba. Una victoria pírrica, pero victoria al fin.

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