“Ningún hijo de Dios debe sufrir tal horror”, espetaba el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, en referencia al ataque con armas químicas perpetrado contra civiles, algunos de ellos personas menores de edad, en Siria. Desde esa lógica, ordenó atacar con misiles una base aérea en Siria el 7 de abril, de donde presuntamente se hicieron los ataques con gas sarín; y unas instalaciones subterráneas en Afganistán, el 12 de abril, donde supuestamente había milicianos de Daesh. En el primero de los casos llegó a afirmar que los Estados Unidos debe “prevenir y disuadir la propagación y el uso de armas químicas mortales”.
Es en este momento donde se debe realizar una pregunta: ¿Estas acciones de los Estados Unidos nacen de un interés -dígase altruista- de la defensa de los derechos humanos y la libertad? Con contundencia se debe responder que no. Es bastante conocido que la industria militar tiene una fuerte incidencia y peso dentro de la economía estadounidense. Si los Estados Unidos realmente tuvieran un interés sincero en la defensa de los derechos humanos y la preservación de la paz, hubieran adquirido ya un compromiso serio en un mayor control de la producción y exportación de sus armas. De hecho, bastante hubiera contribuido con no haber alimentado grupos a favor o en contra de ciertos regímenes en Medio Oriente, que eventualmente produciría su crecimiento y expansión, hasta constituirse en un problema y una amenaza real para el mundo, pero en especial para la propia región.
También contribuiría que desde su posición, Donald Trump, no se sirva de discursos populistas para alimentar odio y xenofobia, y que los Estados Unidos tenga una política de refugiados y asistencia humanitaria un poco más acorde a su discurso benefactor. A propósito de esto, Human Rights Watch ha mencionado que “si Trump está genuinamente preocupado por las miles de víctimas de Siria, debería retirar la orden ejecutiva que detendría el reasentamiento de los refugiados sirios en Estados Unidos”.
Donald Trump ha dejado latente en estos menos de cien días de mandato, lo que se puede esperar sea la parte de la tónica de su administración, al menos en cuanto a política exterior se refiere. Ahora bien, no es que los dos inmediatos anteriores expresidentes no hayan hecho cosas similares. Se debe recordar cómo George W. Bush invadió Irak, aun sin el mandato del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, bajo la premisa de que se encontraban armas de destrucción masiva, lo que terminó siendo una excusa, ya que estas no se encontraron y a la postre sirvieron para generar desolación en ese país. También se debe recordar cómo la administración Obama, solo en su último año de mandato, lanzó en promedio 2,9 bombas por hora, no habiendo cumplido a cabalidad su promesa electoral que buscaba el retiro de tropas en el extranjero, a pesar de lo cual se le otorgó un desmerecido Premio Nobel de la Paz.
Lo que sí parece diferenciar a la administración Trump es su capacidad de defender este tipo de acciones como parte casi institucionalizada de la política exterior estadounidense. Donald Trump no se ha inmutado, ni siquiera ha dado declaraciones sobre el asunto en Afganistán, y parece haber entendido como naturales las decisiones que ha tomado. Incluso, el portavoz de la Casa Blanca, Sean Spicer, ha tenido declaraciones desafortunadas pero claras y sinceras en torno a los ataques en Siria y Afganistán: un objetivo de los Estados Unidos es desestabilizar la región. El presidente Trump iniciando su mandato señalaba que se le investía como presidente de los Estados Unidos, no del mundo, pero parece que desde esa silla se tiene el derecho igualmente de decidir sobre el mundo.
Pobres los hijos de otros dioses, distinto al dios de los Estados Unidos, que sí están condenados a sufrir los horrores perpetrados por ese país.