Opinión

Todo Gobierno necesita de comunicación política para ejercer el poder

La comunicación política, como disciplina, tiene el objetivo de gestionar estratégicamente la visibilidad del poder por medio de mensajes que convenzan o “conecten” con_públicos_determinados.

La comunicación política, como disciplina, tiene el objetivo de gestionar estratégicamente la visibilidad del poder por medio de mensajes que convenzan o “conecten” con públicos determinados. Específicamente, la comunicación política electoral busca persuadir a electores meta para atraer su voto; mientras que la comunicación de Gobierno pretende legitimar a los gobernantes ante sus gobernados mediante la búsqueda de consensos con todos los colectivos que conforman la población de un país.

Hace cuatro años, Luis Guillermo Solís Rivera asumió las riendas de Costa Rica tras ganar, dentro de un contexto favorable de cambio (y en relevo de un gobierno escaso en legitimidad política como el de Laura Chinchilla Miranda), gracias a un capital importante en la segunda ronda electoral. No obstante, según datos del CIEP-UCR, en los años posteriores a un 2014, de elevada aprobación popular (y su correlación con la participación histórica de la selección de fútbol en un mundial), la aprobación de su gobierno se redujo, luego se mantuvo, subió y finalmente bajó.

Igual que sus índices de aprobación, su comunicación estuvo llena de altibajos a lo largo de su administración. Hubo buenas intenciones, pero también mucho desconocimiento. La cereza en el pastel de la impericia se ejemplificó en el caso de corrupción llamado “cementazo”, al desconocer cómo gestionarlo desde el paradigma de la comunicación de crisis. Dicho escándalo fue tan grande que permeó en el reciente proceso electoral para elegir al sucesor del mismo Solís; proceso en el cual ningún candidato se encontró cerca del 40% de votos necesario para ganar en primera ronda, para que, luego, la famosa Opinión Consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos definiera el rumbo de la marea en torno a la segunda ronda de votaciones.

Y es que todo pareciera indicar que el hoy expresidente, desde su primer día en el cargo, trató con desdén a la Comunicación Política, seguramente, desde la burbuja de la victoria con los 1,3 millones de votos, o bien, desde la falacia de “las obras hablan por sí solas”. La comunicación de la administración Solís Rivera nunca contó con los elementos mínimos necesarios, tales como la articulación de sus mensajes (el Gobierno debe comunicar como un todo desde la generalidad, no desde las partes) y la planificación estratégica de estos (no es comunicar por comunicar, sino saber qué, cómo, cuándo y por dónde) para que, todo ello, derivara en el diseño de un macrorelato que le diera sentido político y social (impresión de “rumbo”) a su gestión, de modo que este fuera comprensible no solo para los targets electorales, sino para todos los ciudadanos con sus características particulares. Es decir, ser más que un recuento publicitario de cuánto dinero se ha gastado una administración en obra pública.

El poder contar con estos elementos mínimos pasa, inevitablemente, por la necesidad de tener una estructura empoderada y compuesta por personal multidisciplinario que, además de saber producir y emitir un mensaje por televisión, prensa, radio o redes sociales, tenga las capacidades para, entre otras cosas, analizar las variables contextuales que inciden en las percepciones hacia el Gobierno, comprender cómo funcionan la opinión pública y los medios de comunicación, identificar las demandas y peculiaridades de los diferentes sectores de la sociedad civil, grupos de presión, miembros de los supremos poderes, etc. Todo eso para que, a partir de ahí, planificar, en consonancia con el Presidente de la República y su gabinete (máxime cuando este está compuesto por miembros de distintos partidos, ideologías y agendas), una narrativa de gobierno que resulte en mensajes coherentes, inteligibles y convincentes.

Sin un discurso político articulado, planificado y lo más controlado posible a lo largo de cuatro años en función de los objetivos del Gobierno y, aún más importante, de los públicos heterogéneos a quienes se debe rendir cuentas, existen los riesgos consumados por el Gobierno saliente de ocasionar percepciones negativas sobre su “rumbo”, como también declaraciones contradictorias entre ministros del mismo gabinete, ocurrencias frente a los periodistas que generen titulares desfavorables (así como disputas contraproducentes contra medios de comunicación), reformas necesarias como la Fiscal comunicadas negligentemente a los contribuyentes y otras percepciones negativas que derivan en pérdida de credibilidad ante la ciudadanía, incluyendo con quienes se debe negociar en el ámbito público para poder tomar decisiones.

Al final, como señaló la Doctora en Ciencia Política, Yemile Mizrahi, “los gobiernos no solo tienen que hacer las cosas mejor, sino también tienen que lograr convencer a la población que efectivamente están haciendo las cosas mejor de lo que ofrece la oposición”. La comunicación gubernamental no es un asunto de sentido común, sino una dinámica en la cual los emisores (Gobierno) deben transmitir mensajes que legitimen sus políticas públicas ante millones de receptores (ciudadanía) con niveles de información diversos y, sobre todo, con diversidad de visiones de mundo, problemáticas, intereses y, en general, percepciones que no necesariamente legitimarán a priori (o mantendrán en el tiempo su aprobación) a una clase gobernante por el hecho de haber ganado las elecciones.

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