Opinión

Subiendo la montaña

Cuando el cándido de Juan, del vino prendido, de la vida bohemia cansado y de la geometría apasionado, se echaba a caminar todas las madrugadas

Cuando el cándido de Juan, del vino prendido, de la vida bohemia cansado y de la geometría apasionado, se echaba a caminar todas las madrugadas cuesta arriba cargando sobre sus hombros un fardo con libros antiguos del saber y, con ellos, así cargados hasta llegar a la gran Piedra Blanca en las montañas de Escazú donde habita y reina la bruja Zárate y, llegado a la gigantesca peña y todavía oscuro se orillaba junto a la boca de una cueva profunda y misteriosa para ampararse del fuerte viento que azotaba. Se decía que por esa cavidad entraban y
salían todas aquellas almas en pena que querían conocer a doña Zárate en su palacio real.
Y ya con la luz del día vaciaba aquellos libros ruinosos que eran más polvo que papel, libros de filosofía, de teología, del buen amor, de magia, de astronomía, de física, de química y de geometría que eran los más. Y antes de intentar alguna lectura, primero los sacudía para quitarles el polvo, el comején y la polilla.
Un día de tantos que leía un antiquísimo tratado geométrico del viejo Euclides, le llamó la atención, por minúscula, una fórmula matemática secreta que venía entre las páginas centrales del estropeado texto pero, tan borrada por el paso del tiempo, que hacía casi imposible su lectura en la amarillenta hoja y, al pie, una nota que decía: “Esta fórmula tiene la virtud de llevarnos hasta el umbral de un nuevo universo. Por media de ella se podrá saber, con exactitud, a qué distancia en el espacio se cortan las rectas paralelas, y se advierte también que vivimos anclados a un pequeño mundo de cuatro dimensiones y, que si logramos trascender las fronteras del tiempo y del espacio para viajar al futuro, lo que alcanzamos es el pasado”.
El Juan, después de leer con dificultad esta predicción, asombrado y turbado quedó, mas algo barruntó y el corazón fuerte le saltó. Tomó entonces el viejo libro y presuroso se puso en camino cuesta abajo hasta su casa, jadeando y con las canillas sueltas entró a su destartalado cuarto de estudio y, desde ese día, no se le vio más. Se entregó en cuerpo y alma a estudiar y tratar de interpretar tan poderosa y enigmática fórmula.

Cuarenta largos años se llevó nuestro geómetra descifrando e interpretando la ecuación expresada en esa fórmula, cosa que, por poco, le quema el fósforo, le seca el seso y le quita lo poquillo de vida que le quedaba, aunque después, en uno de sus apuntes, se vanagloriaba escribiendo: “Esta aventura geométrica, que por largo tiempo recreó nuestro espíritu, constituye uno de los capítulos más emocionantes y más queridos de nuestra vida, el cual pudo ser posible solo por el entusiasmo loco de aquellos años mozos que nos hacían recorrer, sin aburrimiento, un mismo camino muchas veces.”

¡Tanto nadar para morir en la orilla! No descubrió el agua tibia el bueno de Juan, que cualquier matemático, por bisoño que fuese, pronto verá que un riguroso análisis de esa ecuación demuestra, en una segunda lectura, la necesidad geométrica de
que las rectas paralelas se corten una vez que trasciendan el espacio que las contiene, lo que más tarde lleva a una teoría
que pone de manifiesto que la Física teórica y los espacios abstractos de la Geometría se hermanan de maravilla.

Por las noches y ya cansado por los años y con la calabaza gastada, se le ve otra vez subir a la montaña para visitar aquella su antigua cueva antes del amanecer. Pero ya no desempolva libros. Ahora, desde las alturas de la Piedra Blanca, lo sorprende el alba escudriñando el firmamento y trazando a escala, la geometría que la bóveda de los cielos le señala.

Descanse, tranquilo Juan, en su Piedra Blanca amada, que fue mucho el vino que tomó, mucha la bohemia que vivió y más la geometría que el cerebro le secó.

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