En un reciente artículo (El verbo “educar” siempre en presente, La Nación, 29-10-2020), don Víctor Valembois desnuda magistralmente lo malévola y perversa que puede llegar a ser la “idea fija” en la mente de un gremio o persona, puede esta incitar a los sujetos a cometer hechos ignominiosos que van desde el ejercicio narcisista del anacoreta, hasta la organización de ejércitos para ejecutar crímenes de lesa humanidad.
Hace bien don Víctor en recomendarnos a todos la lectura como fórmula de reflexión personal, pues sólo a través de esos viajes al pasado podemos encontrar en los textos y autores primigenios, las experiencias y relatos de quienes “ya pasaron por donde asustan”. Por eso, coincido con el profesor Valembois en considerar que el libro es testimonio y meditación libre. (Ya los latinistas nos explican la entrañable relación etimológica que poseían para los romanos las palabras libro y libre.)
En uno de esos viajes al pasado, me encontré con un acontecimiento digno de mención, sobre todo por lo sorprendente de sus implicaciones. Relata Antonio Escohotado (Los enemigos del comercio, I, 2008) que en la Atenas de Sócrates no hubo analfabetos. Es decir, todo ciudadano considerado libre en aquella rústica, pero lúcida patria de la diosa Atenea, sabía leer y escribir.
Sé que la pregunta sobra, pero ¿cómo lograron los atenienses esa inaudita hazaña?
Veamos el contexto y jalemos para nuestro saco. En aquella Atenas, no había educación subsidiada (no existía el Estado benefactor), ni la ley exigía la obligatoriedad de esta, ¡ni siquiera tenían una institución educativa, en el sentido en el que hoy la entendemos nosotros! Además, aunque material e intelectualmente esta ciudad-estado era luz de la Magna Grecia, la Atenas socrática vivió momentos político-militares muy sangrientos, los cuales trajeron, como es sabido, pobreza económica y desestabilidad política. Incluso, como Cervantes, el mismo Sócrates llegó a estar enlistado en la milicia. ¡Sí, el más grande pensador moral de la Antigüedad, maestro de Jenofonte y Platón, desfiló a golpe de tambor en la infantería!
Así, las guerras con sus vecinos y pueblos bárbaros redujeron las posibilidades de estabilidad democrática, añoranza e invento político del pueblo ateniense. Fueron tiempos duros, violentos y caóticos, y, como vemos, las prioridades eran otras, unas más acuciantes que la instrucción pública.
Por eso, con todos estos antecedentes, no deja de ser sorprendente que el sistema educativo de aquella polis (comunidad política que se autoadministrada) griega fuera el modelo pedagógico más exitoso de la Antigüedad.
En nuestro caso, en esta maltratada Costa Rica, cuyo último conflicto bélico fue hace más de siete décadas, que abolió para bien el ejército, en la que conviven “tractores y violines”, en esta Suiza centroamericana, gastamos año con año cantidades cada vez más ingentes de dinero (¡el 7% del PIB!), de tiempo y de recursos. Sin embargo, pareciera que la añorada alfabetización está lejos de materializarse; entendiendo por “alfabetización” no sólo al hecho elemental de saber leer y escribir, sino, como sostiene el maestro Valembois, saber “digerir, incorporar o rechazar lo que se lee”, y, no simplemente, “deletrear cosillas como monito”.
¡El futuro desarrollo material e intelectual de la nación está en nuestras manos! A diferencia de los belicosos tiempos de Sócrates, tenemos a nuestro favor cierta estabilidad democrática, además de recursos tecnológicos potentes y bibliotecas atestadas de portentosos conocimientos científicos, filosóficos, éticos y religiosos, que, en manos de docentes idóneos, podrían acompañar a las nuevas generaciones en la atrevida aventura de “pensar lo que haces y hacer lo que piensas”.
En caso contrario, podríamos tomarnos muy en serio -casi literalmente- el afamado aforismo mayéutico de Sócrates: “Sólo sé que no sé nada”. Eso sí, escrito en las redes sociales, para así darnos un tufillo intelectual de que sabemos lo que -realmente- no entendemos.

