Hace algunas semanas falleció un vecino. Fue una muerte repentina. La expresión de cariño del vecindario, para con él y su familia, me han inspirado a escribir estas líneas y a recordar la importancia de los rituales alrededor de la muerte, de lo fundamental que se vuelven para enfrentar el dolor de la ausencia. Y, se me hizo evidente, cuánto nos hemos alejado de estas prácticas.
Vivo en un pueblo en las montañas de Heredia, y aún así, me resultó atípico este despliegue de solidaridad espontánea. No recordaba la última vez que había visto a tanta gente en fila, un martes, en mitad de la noche, intentando ingresar a una pequeña sala para expresar su pésame. Un jardín abarrotado, con más de 100 personas que se autoconvocaron en nombre del duelo. Las ya de por sí angostas calles de mi barrio, se congestionaron totalmente, a causa de una enorme fila de autos, estacionados en ambos sentidos. Me encontré con vecinas y vecinos que no veía hace años. Me pareció hermoso, por supuesto, que la vida de una persona trabajadora y amable, como era don Arnulfo, haya convocado la consternación de tantas y tantos, yo incluida. El funeral y los siguientes días, lo mismo: la casa llena, las flores, las velas, la donación de pan para el café. La comunidad que acuerpa el dolor y expresa a voz abierta el vacío que una muerte deja en un barrio.
Pienso en cuánto nos cambió la pandemia estos rituales, en cuántas personas no pudieron celebrar un funeral en los tiempos del covid. He observado que, posterior a esa época, cada vez es más común omitir la vela y vivir de lejos el duelo. Independientemente de las prácticas religiosas o laicas alrededor de la muerte, los espacios para dejarse acompañar son sanadores. Estos rituales poseen una alta relevancia, más que para la persona fallecida, para la familia y amistades de quien fallece. Son las formas culturales que hemos acordado como sociedad, para hacer notar que esa vida pasó por este mundo y nos impactó de alguna forma.
Dice Byung-Chul Han que los rituales dan estabilidad a la vida, hacen del mundo un lugar fiable, generan y mantienen cohesionada una comunidad. La ausencia de estos, por el contrario, nos deja sin capacidad de comunicación (2020). Los rituales por supuesto se transforman, adquieren nuevas dimensiones y expresiones en cada generación. Lo problemático no sería entonces, cambiarlos, sino extinguirlos. Es esto último lo que a veces me parece que se está normalizando. Omitimos brindar un pésame, llamar por teléfono, acudir a una vela, abrazar a un compañero. En el trajín cotidiano, olvidamos fácilmente la fragilidad de la vida y el dolor indescriptible de quien enfrenta la pena. Con esto, reproducimos indiferencia, silencio y soledad. Extinguimos el ritual, para luego, vivir el duelo en carne propia y sufrir resentimiento porque aquel no vino, porque aquella no llamó…
Sirvan estas líneas como tributo a la vida de mi vecino. Quien nos ha mostrado, con su ausencia, la reacción genuina de una comunidad entera, que quizás ya no se reconocía a sí misma como tal. Y que, mediante el ritual del abrazo, ha salido a encontrarse, sin planearlo, un martes por la noche.

